Fue un día del año 1610, cuando se recogían las velas del galeón San Pedro, que atracaba en la bella bahía de Cartagena de Indias. Llegaba en ese buque uno de los más bellos regalos de España a América.
Redacción (09/09/2022 08:04, Gaudium Press) Era un día del año 1610, cuando se recogían las velas del galeón San Pedro, que atracaba en la bella y serena bahía de Cartagena de Indias. Normalmente los buques que venían de la metrópoli eran bastante esperados, por los tesoros que también de la Madre Patria venían con frecuencia. Pero dentro de este, la más preciosa carga que portaba no era ninguna de sus mercancías, sino un humilde religioso jesuita, que marcaría la historia del Virreinato de la Nueva Granada y de América entera, Pedro Claver, el santo de hoy.
Nace en Verdú, España, en 1580; a los 22 años Pedro golpea las puertas del noviciado jesuita, donde fue admitido.
Enviado al Colegio de Montesion, en Mallorca, encuentra ahí a otro Santo, San Alonso Rodríguez, hermano coadjutor y portero, quien ayudó a fundamentar la vocación de Pedro, y le dio consejos de oro, además de incentivarlo a misionar en América.
Un día en una visión, San Alonso contempló muchos tronos en el cielo, ocupados por bienaventurados, pero le llama la atención que hay un trono vacío. Entonces una voz le dice: “Este es el lugar preparado para tu discípulo Pedro, como premio de sus muchas virtudes y por las innumerables almas que convertirá en las Indias, con sus trabajos y sufrimientos”.
San Pedro Claver terminó su formación en la casa de los jesuitas de la Nueva Granada, hoy Colombia. Y ahí fue ordenado sacerdote, el 19 de marzo de 1616.
Se calcula que cerca de 10.000 esclavos llegaban anualmente a Cartagena de Indias, puerta del imperio colonial de España en América. A ellos consagraría su vida.
Cuando Pedro Claver emite los votos solemnes de pobreza obediencia y castidad, firma el documento y agrega la fórmula inocente y heroica que resumiría su vida: “Pedro Claver, esclavo de los africanos para siempre”.
No era sino percibir a un navío llegando a Cartagena, que San Pedro Claver acudía inmediatamente a la embarcación, llevando bizcochos, frutas y bebidas. Los esclavos, que lo miraban al principio con desconfianza, terminaban vencidos por sus gestos y palabras trasmitidas por intérpretes (tenía más de 10); pero sobre todo por su caridad.
Primero buscaba atender a los niños enfermos, después a los adultos, y realmente se convertía en su siervo.
Un catequista perfecto
Todos los días, acompañado de un bastón y un crucifijo, se dedicaba a la catequesis de estos esclavos. Tuvo que enfrentar no sólo dificultades materiales para esta labor, sino también las críticas e incomprensiones de sus hermanos de vocación, pero nada atenuaba su ardor y caridad.
A los señores de la ciudad les imploraba que fueran caritativos, y que hicieran donaciones para los esclavos, y no fueron raras las ocasiones en que nobles capitanes, caballeros y ricas damas lo acompañaron en sus andanzas apostólicas a las moradías negras.
Al llegar a estos lugares, primero iba a los enfermos.
Les lavaba el rostro, curaba sus heridas, repartía comida. Luego los reunía en torno a un improvisado altar, iniciaba la maravillosa catequesis que adaptaba a sus mentes y a las dificultades propias de comunicación: Colgaba una tela con la figura de Jesús Crucificado, del costado de Cristo salía una fuente de sangre y a los pies de la cruz un sacerdote bautizaba varios negros con esta sangre, los cuales aparecían bellos, brillantes; más abajo, un demonio intentaba devorar algunos negros que no habían sido bautizados. Les explicaba que debían dejar las supersticiones y ritos que practicaban en sus tribus de origen.
Después de enseñarles la señal de la cruz, explicábales los misterios básicos de la fe, la Trinidad, la Encarnación, la Pasión del Señor, la mediación de la Virgen, el Cielo e Infierno, y para ello usaba muchas estampas, era un apostolado ‘visual’. Y cuando los consideraba preparados, los bautizaba.
Se calcula que en su vida bautizó 300.000 esclavos, lo que hacía en una ceremonia con solemnidad, en la que pedía que los bautizandos estuviesen aseados como símbolo de la limpieza de alma que ahí adquirirían.
“Todo tiempo que le quedaba libre de confesar, catequizar e instruir a los negros, lo dedicaba a la oración”, dice un testigo presencial de su vida. Todos los días, antes de su celebración eucarística, se preparaba con una hora de antelación, y luego duraba media hora en acción de gracias, sin permitir ninguna interrupción. Rezaba el Rosario todos los días, homenajeaba especialmente a la Virgen en sus fiestas.
Cuando tenía 70 años de edad cae gravemente enfermo, paralizándose sus miembros. Sus últimos 4 años de vida pasó paralizado en la enfermería del convento, y aunque parezca increíble, pasó este tiempo en el olvido y el abandono.
Su amor a los esclavos, purificado hasta lo sublime
Un joven esclavo fue designado para cuidar del enfermo, pero ese enfermero no pasaba de bruto alguacil. Se comía la mejor parte de los alimentos destinados al paralítico, “también lo martirizaba cuando lo vestía, gobernándolo con brutalidad, torciéndole los brazos, golpeándolo y tratándolo con tanta crueldad como desprecio”, cuenta un testigo. Nunca, de parte del santo, hubo una palabra de queja.
Previó su muerte y le preguntó a un hermano si quería que hiciera algo por él en la otra vida.
Cuando muere ocurre lo no previsible, y es que Cartagena despierta de su ingrato letargo y se da cuenta que “Murió el santo”, según se comenzó a decir. Aun en plena agonía, muchos pasaron por su lecho de dolor a oscular sus manos y pies, a tocar objetos con su cuerpo. Los jesuitas no podían cerrar las puertas del convento porque todos querían tener un último contacto con su gran benefactor.
Muere el 8 de septiembre de 1654.
(Con información de “San Pedro Claver: El esclavo de los esclavos”, por el P. Pedro Morazzani Arráiz, EP)
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