martes, 03 de diciembre de 2024
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San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, convertido por María

A menudo nos enfrentamos a la conmovedora narración de la conversión de San Pedro. ¿Cuáles son, sin embargo, las entrelíneas entre un hecho tan grandioso?

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Redacción (29/06/2022 09:24, Gaudium Press) La oscuridad cubrió el firmamento, era de noche para toda la humanidad. La naturaleza gemía de luto por el más horrendo de los crímenes, el deicidio. En la ciudad santa, el silencio parecía hablar. Hace poco, muchos de los muertos habían aparecido para incriminar a los habitantes de Jerusalén por tal infamia cometida.

Ese mismo viernes por la noche, una noble Dama oró y meditó todo lo sucedido y un virginal joven durmió su sueño, pesado por el recuerdo de los hechos pero a la vez ligero y apacible por sentirse cercano a Aquella que ahora era, más que nunca, su madre. Eran Nuestra Señora y San Juan Evangelista. En las primeras vigilias de la noche habían pasado todas las horas en medio de la consideración de todo el acontecimiento augusto y conmovedor que había trascurrido. Jesús ciertamente había muerto, pero con su muerte había destruido el poder de las tinieblas y abierto para nosotros los hombres las puertas del Paraíso cerradas por nuestros primeros padres. La historia de nuestra Redención pronto alcanzaría su cenit. ¡Solo tres días y nuestro Salvador resucitaría!

En este contexto tiene lugar la conversión del Príncipe de los Apóstoles, San Pedro. Así es como lo narra Mons. João Scognamiglio Clá Dias en su obra ¡María Santíssima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres:

Celosa Madre de Misericordia

En la última vigilia de la noche, algo parecido a un susurro despertó a San Juan y lo instó a ir cuidadosamente hasta la puerta principal de la casa. Las densas tinieblas de la aurora cubrían aún aquella Jerusalén criminal, de la que el Divino Maestro había dicho: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los enviados de Dios, ¡cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina abriga a sus polluelos debajo de sus alas, ¡pero no quisiste!” (Lc 13,34). A la ciudad deicida se le dio como premio la Sangre de su Señor, y su infidelidad llevó al Apóstol a desear salir a las plazas gritando como un profeta: «¡Recibiréis el pago de vuestro pecado!»

Volviendo a la habitación donde había descansado, vio, sin embargo, una Estrella que rajaba la oscuridad. La Luz de Jerusalén – no la de esta tierra, sino la bajada del Cielo – resplandecía como un sol radiante, un cristal purísimo, un adorno de oro moldeado por Dios, esperando la aurora del día glorioso de la Resurrección. Era María, su Madre, quien rezaba. Nuestra Señora anhelaba encontrarse con cada uno de los Apóstoles y discípulos de Jesús para colmarlos de su perdón, pero ninguno de ellos tuvo el coraje de desafiar la oscuridad de las calles de Jerusalén, sumidas en el pecado del deicidio, ni de enfrentar su propia vergüenza por haber abandonado al Divino Maestro.

Deseosa de reconquistar a aquellos a quienes, con justicia, consideraba sus hijos tanto como San Juan, tomó la iniciativa de visitarlos místicamente para consolar sus corazones vencidos por el miedo. Esa noche todos sintieron su santísima presencia infundiendo en ellos un profundo arrepentimiento. Esto les dio coraje para no desesperarse en la situación dramática en la que se encontraban y los preparó para buscar su perdón. Excelente amante de la jerarquía, la Madre de la Misericordia buscó, con su celo maternal, sobre todo a aquel a quien Jesús había instituido como su Vicario y Cabeza de la Iglesia naciente: Simón Pedro, quien lloró amargamente porque, dominado por el respeto humano, había negado tres veces a su Maestro.

Contemplando aquella Luz que resplandecía ante sus ojos, San Juan vislumbró la imagen perfecta del Hijo de Dios grabada en el Corazón de su Señora. Allí estaba el único Templo vivo y verdadero, y a su lado sólo el hijo a quien más amaba y cuya firme disposición consistía en velar junto a la Cruz que aún permanecía en el alma de María. Al notar su presencia, la Santísima Virgen llamó nuevamente a San Juan a su lado porque, para aliviar los anhelos que se apoderaban de su Corazón materno, quería contarle varios episodios de la infancia del Niño Jesús que simbolizaban o estaban relacionados con los hechos presenciados durante la Pasión.

Pronto las tinieblas de la Jerusalén criminal comenzarían a disiparse, ahuyentadas por la aurora del sábado que pronto amanecería.

Una mirada “sacramental”

Durante la conversación sonaron golpes en la entrada de la casa, rompiendo el silencio de aquella tarde noche. Era Simón Pedro, que quería encontrarse con Nuestra Señora. Tan pronto como le abrieron la puerta, el gallo cantó anunciando su llegada y aumentando la intensidad de su amargo llanto… Con franqueza apostólica y gran afecto fraterno, San Juan le recordó:

— “¡Señor, daré mi vida por Ti!”… Llora ahora, Pedro, porque Aquel que te salvó de las aguas ya no está para rescatarte. Clama ahora por Aquel que lavó tus pies, limpiando tus pecados.

El Discípulo Amado percibía que el hecho de que el Príncipe de los Apóstoles se adelantara a confesar su traición significaba que, por fin, sabía reconocer su debilidad y buscar en las tinieblas la única Luz que permanecía encendida.

¿Cómo se las arregló para hallar el coraje de buscar a Nuestra Señora esa misma noche? No había tenido fuerzas para seguir los pasos del Divino Maestro; coraje, mucho menos. Sin embargo, mientras el Hijo de Dios sufría los crueles dolores de la Pasión, Pedro seguía de lejos sus tormentos, pues la mirada recibida de Jesús había quedado grabada indeleblemente en su alma. En esa ocasión, escuchó una voz interior que le decía: “Donde ahora me llevan a mí, también llevarán a mi Iglesia, de la cual te he puesto por Cabeza”. Sin valor para responder a la invitación de unirse al holocausto redentor, se refugió en las lágrimas, al punto de comprender que sólo la Santísima Virgen podría contenerlas. La única manera de fortalecer a la Iglesia naciente, que había sido testigo de la Muerte de su Dios, era seguir a María, no a la distancia como lo había hecho con el Cordero Inmolado, sino muy cerca de su Corazón Misericordioso. La conciencia, sin embargo, pesó sobre el primer Papa más allá de toda medida por su culpa… Sólo las oraciones de la Abogada de los Pecadores lograron atraerlo.

Bastó, pues, conducirlo a la Madre de Jesús… Ella se levantó muy consolada, miró a Pedro llena de cariño maternal y abrió entonces las puertas de su duro corazón. Mientras las lágrimas purificaban su alma, algo parecido a una luz salió de Nuestra Señora y encontró en su interior un lugar para el perdón. El Apóstol cayó de cara al suelo y, en ese mismo momento, el gallo volvió a cantar, haciéndolo gemir con más vehemencia. Sin decir palabra, la mirada de la Señora Celeste hizo reinar de nuevo la Palabra de Dios sobre aquella roca.

La mirada de María presenta, pues, una nota sacramental y divina, que nos impulsa a reflexionar sobre una serie de maravillas de su alma. Nuestro Señor había perdonado a San Pedro cuando se cruzaron en el Pretorio; sin embargo, algo de ese perdón, por así decirlo, necesitaba ser completado por su Madre. Cuando el Apóstol la buscó, ella no le dijo nada, solo lo miró. Esto bastó para reavivar en su alma pecadora la gracia del Papado y convertirlo, con una fuerza que santifica, perdona, restaura, corrige, eleva… Después de todo, ¿quién podría describir todos los efectos de una mirada de la Madre de Dios? La Luz que aterroriza el infierno, fortalece a los sabios y confirma a los justos, hizo resplandecer en el alma de Pedro el signo de la victoria prometida por Jesús: “He rogado por ti, para que no desfallezca tu confianza; y tú, a tu vez, fortaleces a tus hermanos” (Lc 22,32).

Nuestra Señora entonces le recordó:

Hijo mío, ¿recuerdas cuando estabas en el Templo en tu juventud, indeciso sobre tu futuro y temeroso por tu salvación? Recé por ti incluso entonces, sin siquiera conocerte. ¿Crees que voy a dejarte ahora?

Estas palabras, desbordantes de afecto y provenientes de un Corazón atravesado por la espada del dolor, infundieron una paz inefable en el alma de Pedro. A diferencia del infame Judas Iscariote, que se ahorcó revolcándose en el lodo de la traición y el orgullo obstinado, él experimentó el insondable abismo de amor que abrasaba el Corazón de María. Y entendió que en cualquier situación de la vida, fuera bueno o malo el estado de su alma, siempre encontraría allí un océano de misericordia, bondad y cariño, con tal de que se volviera hacia ella con un espíritu contrito y humillado. Se formó un vínculo inquebrantable entre la Madre de la Iglesia y su Piedra Fundamental, a través del cual se consolidó la promesa del Divino Redentor: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).

Poco a poco las lágrimas de Simón cesaron, la luz volvió a brillar en su alma y el perdón estableció en el pescador de hombres un trono de esperanza, llenándolo de valor para esperar el regreso del Maestro. En poco tiempo, la Inmortal Señora encerró para siempre a su Jesús en el corazón de Pedro. A su vez, el arrepentimiento sincero del primer Papa significó un consuelo para el dolor de María.

¡Fue a través de esta acción maternal de la Mediadora de todas las Gracias que hoy podemos celebrar la solemnidad de un santo tan grande en todo el mundo! ¿Qué sería del frágil vaso de Pedro si el “capitán” no tuviera esta espléndida Estrella para guiarlo a través de las tempestades y tormentas de su propia vida espiritual? ¡Oremos por los que hoy gobiernan la Nave de Pedro! Que también ellos sepan mirar a María y cumplir su voluntad.

Por Jean Pedro Antunes

Trecho extraído, con adaptaciones de la obra: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Maria Santíssima! O paraíso de Deus revelado aos homens: Os Mistérios da vida de Maria: uma esteira de luz, dor e glória. São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v.2, p. 500-505.

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