Lucía decía de su prima Jacinta que era la de mayor plenitud de gracias.
Redacción (20/02/2024, Gaudium Press) Hoy celebramos a Santa Jacinta y San Francisco Marto, videntes de Fátima.
Jacinta es una obra de arte de Dios. Su señorío campesino de 7 años, su seriedad, son entusiasmantes. Vivió hasta los 10 años, pero fue mucha vida en poco tiempo.
Sus propios familiares (a veces no es fácil que la familia reconozca cualidades extraordinarias en los suyos, ya lo decía Cristo, nadie es profeta en su propia tierra) hablaban del ‘misterio’ de Jacinta: “Es un misterio que no se puede comprender. Son niños como cualquier otro. Sin embargo, se percibe en ellos ¡cualquier cosa de extraordinario!”
Siete años tenía Jacinta cuando vio a la Virgen en Fátima. Y las palabras de la Virgen la marcaron completamente.
Rápidamente asumió el sacrificio por los pecadores – siempre vivió en su espíritu, muy presente, la visión del infierno – , y por eso ayunaba, comía cosas que no le gustaban, llevaba atada una cuerda a su cintura a manera de cilicio.
Entre esos sacrificios, sobresalió el de la tuberculosis que la llevó a la muerte, que le fue anunciada por la Virgen, tuberculosis que ella sobrellevaba con la mayor dignidad: “Sí, yo sufro, sin embargo ofrezco todo por los pecadores, para desagraviar al Inmaculado Corazón de María. Oh Jesús, ahora podéis salvar muchos pecadores porque este sacrificio es muy grande”, decía. Que alma grande, la de esta niñita. Su misterio debe estar relacionado con su cruz.
Lucía reconoce la grandeza de Jacinta
Era la propia Lucía, prima de Jacinta y Francisco, la que reconocía la grandeza de Jacinta: “Jacinta era también aquella a quien, me parece, la Santísima Virgen dio la mayor plenitud de gracias, conocimiento de Dios y de la virtud. Ella parecía reflejar en todo la presencia de Dios”.
De hecho, desde la primera aparición se percibía la fascinación que la Virgen había causado en ella. Jacinta constantemente repetía: ¡Qué Señora tan linda, qué señora tan linda!
En su candura y franqueza, la propia Jacinta manifestaba de boca como en ella se había radicado la caridad: “Quiero tanto a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que nunca me canso de decir que los amo. Cuando digo eso muchas veces, me parece que tengo una luz en el pecho ¡pero que no me quema!”
Murió en un hospital en Lisboa, enteramente sola, pues así lo había dispuesto la Providencia para que ella alcanzara las cimas de la virtud.
La Virgen se lo había anunciado, y así ella lo contó a Lucía: “Nuestra Señora me dijo que voy para Lisboa, para otro hospital; que no te vuelvo a ver, ni a mis padres; que después de sufrir mucho, muero solita; pero que no tenga miedo, que Ella me va allá a buscar para ir al Cielo”. Qué inocencia, qué seriedad, qué valentía al enfrentar el sacrificio…
Cuatro días antes de fallecer, la Virgen le quitó todos los dolores.
Antes de la canonización de Jacinta, no era posible canonizar a un niño tan chico – salvo si fuese mártir – , pues para ser santo se requiere haber probado la reciedumbre del carácter cristiano que enfrenta las pruebas en grado heroico, algo que no sería posible en un niño. Pero Juan Pablo II suspendió esa determinación de Pío XI, dadas las pruebas incontestables de la heroicidad de las virtudes de estos niños.
Santa Jacinta no fue mártir, pero pareciera estar fortalecida para enfrentarlo.
El 13 de agosto de 1917, el administrador, ateo y tirano del lugar, quiso arrancar el secreto que les había confiado la Virgen, y primero los metió en una cárcel y luego quiso conmover la imaginación de los niños con la siguiente amenaza:
“Tengo para los tres un calderón de aceite de cocina hirviendo, pronto a vuestra espera. Jacinta, ¿cuál es el secreto que la tal Señora te reveló?”, le dijo. Y aunque la santa chiquilla temía, valientemente le respondió: “No lo puedo decir, señor Administrador, aunque me maten”.
Empezó a correr la fama de santidad de la niña.
Parece que obró milagros aún en vida.
Una vez iban los tres pastorcitos a rezar el rosario en la casa de una señora, cuando una muchacha de 20 años les pidió que pasaran antes por su casa para también rezarlo, y de esa forma atraer gracias para su padre que sufría de un hipo que le impedía dormir desde hace tres años. Al final se quedó sólo Jacinta en esa casa. Cuando regresó Lucía con Francisco, encontraron a la niña sentada, delante de un hombre que lloraba de emoción, totalmente curado.
Una maravilla Jacinta, maravilla de la gracia.
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