«En un gesto de gratitud y admiración, se cubrió el rostro con las manos. Así fue recibida en la Santa Iglesia Católica, con el nombre de Kateri o Catalina. ..»
Redacción (17/04/2023 06:52, Gaudium Press) Kateri, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” , dijo pausadamente el misionero, mientras derramaba el agua purificadora sobre la cabeza de una joven india norteamericana de 19 años, hasta entonces llamada Tekakwitha.
La más brillante flor que creció entre los indios
En un gesto de gratitud y admiración, se cubrió el rostro con las manos. Así fue recibida en la Santa Iglesia Católica, con el nombre de Kateri o Catalina. Fue una sencilla ceremonia, como sencilla era el alma de la recién bautizada.
Con todo, el oficiante, un misionero jesuita francés, se emocionó; y años más tarde diría: “Fue el momento más feliz de mi ministerio”. ¿Qué llenó de tanta admiración al sacerdote? ¿Qué transformó a esa hija de una feroz nación indígena en una brillante estrella del firmamento de la Iglesia?
La respuesta se resume en una sola palabra: gracia. Catalina es un ejemplo de la liberalidad de Dios hacia quienes no ponen obstáculos a la gracia divina. Su vida prueba hasta qué punto la gracia pudo obrar maravillas en la floresta norteamericana aun antes de que estableciera en ella la influencia de la civilización europea.
En pos de la belleza con una infancia atribulada
Nació en abril de 1856, en una aldea ubicada en el actual Estado de Nueva York.
Su padre era un jefe mohawk, pueblo que constituía una de las cinco ramas en que se dividían entonces los iroqueses, hostiles a la presencia de misioneros en la región.
Su madre pertenecía a una tribu más pacífica y era cristiana, pero siendo prisionera de guerra desde muy niña, estaba reducida a practicar su fe en la soledad y el secreto. Incluso en tan adversas condiciones, nunca olvidó las verdades fundamentales del catolicismo y plantó las semillas de la fe en el alma de su hija. A los cuatro años Tekakwitha perdió a sus padres y a su hermano menor, víctimas de una epidemia de viruela. Ella sobrevivió, pero debilitada, con cicatrices y casi ciega.
Mucho peor que eso, la muerte de la madre significaba la pérdida del vínculo vivo con el cristianismo. Unos parientes llevaron consigo a la pequeña huérfana, que recuperó a medias su buena salud. Pese a ello, la vida tribal no favorecía nada la práctica de la virtud. Los mohawk se mostraban feroces en la guerra y frecuentemente crueles en la victoria, tanto o más que los otros pueblos iroqueses. El canibalismo no era desconocido, y las costumbres rudimentarias y abominables se agravaban con la práctica de cultos demoníacos.
Aun con todas esas circunstancias adversas, las enseñanzas y el ejemplo de la fallecida madre hicieron germinar en la suave y silenciosa alma de Tekakwitha cierta forma de rectitud y un anhelo de orden y belleza. Evadía las orgías paganas en los grandes festivales, retirándose a la soledad. Se encantaba fácilmente con las bellezas de la naturaleza, por ejemplo con los lindos nenúfares blancos que flotaban en la superficie del agua.
Era símbolo de algo que admiraba aun sin saber explicar, y anhelaba en lo profundo de su alma.
Primer encuentro con los misioneros
A los 11 años, un acontecimiento la marcó profundamente. Tres sacerdotes jesuitas llegaron a la aldea y fueron hospedados en la habitación del jefe, tutor de Tekakwitha. Según la ley de hospitalidad en vigor entre los indios, los viajeros debían ser bien recibidos, aun persistiendo las hostilidades entre franceses e iroqueses; y los misioneros, a su vez, se comprometían implícitamente a no evangelizar a nadie de la tribu.
La niña se deparó con la feliz oportunidad de servir la comida a los huéspedes. Nunca antes había visto a un europeo. Tímidamente, ofreció a uno de los tres un pedazo de carne de perro aún ensangrentada… El misionero aceptó y repuso con bondad: “Muchas gracias, hija mía, y que Dios te bendiga” . Los tres sacerdotes se santiguaron e hicieron las oraciones acostumbradas antes de empezar a comer.
Los días siguientes, y discretamente para no despertar la ira de sus parientes, Tekakwitha observaba admirada la dignidad de esos ministros de Dios en el trabajo, en la oración y en la conversación. Ansiaba tocar el crucifijo que llevaban en las visitas a los enfermos. En secreto, intentaba hacer la señal de la cruz, mientras desde el fondo de su alma brotaba una ardorosa plegaria: “¡Dios mío, ayúdame a conocerte y amarte!”
La primera india en hacer voto de virginidad
Pasaba el tiempo y esa gracia fructificaba en el alma de la inocente joven. Su humilde existencia llevaba la marca del servicio dócil a la familia que la acogiera: trabajos manuales, en que revelaba una habilidad excelente, cuidado de los enfermos y ancianos de la aldea. Los niños se sentían especial mente atraídos por su afectuosa personalidad.
A su manera, ella le dedicaba todo el tiempo posible a la contemplación. Su alma tenía sed de Dios, lo que no hizo sino aumentar en su corta vida. Así cumplió Catalina sus 17 años.
Según las tradiciones iroquesas, sólo había un camino abierto para ella: “casarse” con algún guerrero de la tribu. Sus parientes debían escoger al novio, cosa fácil tratándose de la familia de un cacique. Para ello, se organizó una fiesta a la que fueron invitados un valiente guerrero y sus familiares. Tekakwitha se quedó a cargo de preparar los platos de costumbre, y sin desconfiar de nada, consintió en ataviarse con los trajes y adornos de su alta condición.
Se inquietó un poco cuando vio llegar a los invitados, pero sólo descubrió la jugada al momento de servir la comida al joven. Según la costumbre iroquesa, para casarse bastaba que ella le diera a “su novio” el “platillo tradicional” en presencia de ambas familias. Mostrando una firmeza normalmente oculta bajo su acostumbrada suavidad, arrojó al piso el “tradicional platillo” y escapó.
Regresando horas más tarde, luego de la apresurada partida de los huéspedes, tuvo que soportar la furia familiar. Cerca de un año fue tratada como esclava, minando su salud, para romper a la fuerza su voluntad. Catalina dejó pasar la tempestad calmamente, sufriendo en paz. ¿Qué sucedió en el corazón de esa adolescente –que no estaba bautizada y nunca había oído hablar de virginidad– para negarse con tanta decisión a lo que hoy se llamaría “un buen partido”?
La pregunta queda sin respuesta. No obstante, algo puede conjeturarse tomando en cuenta el hecho de que, pocos años después y ya siendo cristiana, fuera ella la primera india en hacer voto formal de virginidad.
La gracia del Bautismo
Con discreta habilidad, los misioneros jesuitas lograron extender su labor evangelizadora incluso a los terribles iroqueses. Se enseñaba el catecismo a pequeños grupos de la aldea, pero la futura Beata tenía prohibido frecuentarla. Siempre deseosa de participar, escuchaba los himnos a la distancia, y después del término de las prédicas al aire libre, examinaba en secreto las pinturas de los misioneros. Su aislamiento era penoso, pero finalmente llegó la intervención de Dios. Cierto día, en su ronda por la aldea, un misionero pasó frente a la habitación del tío de Tekakwitha. Iba rezando en silencio y seguía su camino, pero un impulso repentino e irresistible lo hizo entrar. Catalina trabajaba en el sosiego y la oscuridad, junto a algunas mujeres mayores, pero el ingreso del sacerdote fue casi una visión, una oportunidad del Cielo. Dejando su habitual reserva, le expuso sus luchas para practicar las virtudes y sus deseos de ser bautizada.
Profundamente conmovido al ver la acción de la gracia en aquella alma, el misionero se dispuso a darle asistencia, pero le advirtió las probabilidades de una persecución. Con toda sinceridad, la valiente joven pudo responder que ya conocía la persecución y estaba lista para el sacrificio. Entonces, el misionero se encargó de su instrucción formal. Sorprendentemente, la familia no se opuso. Su rápido progreso en asimilar las verdades de la fe admiró a los misioneros jesuitas. Poco después, el 18 de abril de 1676, recibió la inapreciable gracia del Bautismo.
Nuevas pruebas
Fue una alegría inmensa, pero no el final de las pruebas. En el poblado de mayoría pagana, mucho trataban cruelmente a esa joven extraordinaria y fervorosa cristiana. Preocupados con su seguridad, los jesuitas prepararon su fuga a una aldea católica en Caughnawaga, cerca de Montreal. A pesar de la feroz persecución de su tutor, Catalina logró llegar, sin otra cosa que una frazada y una carta para el padre superior de aquella aldea: “Catalina Tekakwitha va a reunirse ahora con su comunidad. Bríndele guía y dirección espiritual, y muy pronto se percatará de la joya que le enviamos. Su alma está muy cerca de Dios Nuestro Señor”.
En la aldea católica era libre, finalmente, de practicar su fe, asistir a la misa diaria y dar cauce a sus deseos de perfección. Pero tampoco aquí se acabaron los sufrimientos. Algunas personas, sin tomar en cuenta la pureza de vida y la santidad de la heroica joven, se aventuraron a sugerirle ásperas penitencias para reparar los pecados del pasado.
Catalina perdió casi completamente su frágil salud con las severas austeridades a que se sometió por pecados que nunca habían cruzado siquiera por su cabeza. Otras personas, mal encaminadas, murmuraban con respecto a sus ausencias durante las horas de recreación. Una nube de sospecha bajó sobre ella, extendiéndose al sacerdote que dirigía su alma. Una tosca cruz grabada en un tronco de árbol y el espacio muy pisa do a su alrededor, sirvieron como elocuentes testigos para justificar sus ausencias y restaurar su buen nombre. Esta prueba, sin embargo, venida de la comunidad cristiana, le fue especial mente dolorosa.
Partida al Cielo
Poco a poco, los habitantes de la aldea comenzaron a percibir su santidad y a considerarla con respeto y admiración. Hasta los habitantes franceses de una aldea próxima no escondían su admiración hacia aquella “muchacha india que vive como una monja”, como le decían. Aunque reservada, Catalina se presentaba siempre bien dispuesta y alegre con todos, así como muy diligente en el servicio a ancianos y enfermos. Las tribulaciones y los rigores de su vida consumieron en breve tiempo su salud. Con alegría sobrenatural sintió que se acercaba su fin. Durante la Cuaresma de 1680, alguien le preguntó qué ofrecería a Jesús. “Yo entregué mi alma a Jesús en el Santísimo Sacramento, y mi cuerpo a Jesús en la Cruz”, confesó con candor.
Se preparó con reverencia para recibir los últimos sacramentos.
Habiendo distribuido sus pocas posesiones a los pobres, aceptó con gratitud el obsequio de un traje nuevo para recibir con el mayor respeto a Nuestro Señor Sacramentado. No sólo los más jóvenes, sino la aldea entera lloraba la inevitable pérdida. Sintiendo que la vida iba abandonándola, dijo tranquilamente: “Jesús, te amo” .
Siempre que repetía el dulce nombre de Jesús, las marcas del sufrimiento daban paso a una expresión de alegría. Así entregó su casta alma a Dios el 17 de abril de 1680, a los 24 años.
Milagro conmovedor
Varias personas presentes atestiguaron un notable milagro, acaecido pocos minutos después de la muerte de Catalina. Su semblante, hasta entonces marcado por las cicatrices de la enfermedad y de los sufrimientos, se volvió suave, de infantil frescura e increíblemente hermoso. El esbozo de una sonrisa iluminó su ya radiante faz. Todos los circundantes se sorprendieron, e incluso los endurecidos guerreros indios se conmovieron hasta las lágrimas a la vista del hecho. Bajó a la sepultura llevando ese semblante milagroso. Rompiendo las costumbres indígenas, fue enterrada en un ataúd, lo que permitió preservar sus preciosos restos mortales. El 22 de junio de 1980, Juan Pablo II la proclamó bienaventurada. Es la primera india norteamericana en recibir tal gloria.
Con información de Arautos.org
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