En el primer día del año nuevo, el calendario de los santos se abre con la fiesta de María Santísima.
Redacción (01/01/2022 08:18, Gaudium Press) En el primer día del año nuevo, el calendario de los santos se abre con la fiesta de María Santísima, en el misterio de su maternidad divina.
Elección acertada, porque de hecho Ella es «la Virgen madre, Hija de su Hijo, humilde y más sublime que toda criatura, objeto fijado por un eterno designio de amor». Ella tiene el derecho de llamarlo «Hijo», y Él, Dios omnipotente, la llama, con toda verdad, ¡Madre!
Fue la primera fiesta mariana que apareció en la Iglesia occidental.
Substituyó la costumbre pagana de las dádivas y comenzó a ser celebrada en Roma, en el siglo IV. Antes de 1931 se conmemoraba el día 11 de octubre, pero con la última revisión del calendario religioso pasó a la fecha actual, la misma donde antes se conmemoraba la circuncisión de Jesús, ocho días después de haber nacido.
En un cierto sentido, todo el año litúrgico sigue las huellas de esta maternidad, comenzando por la solemnidad de la Anunciación, nueve meses antes de la Natividad.
María concibió por obra del Espíritu Santo. Como todas las madres, trajo en el propio seno a aquel que solo ella sabía que se trataba del Hijo unigénito de Dios, que nació en la noche de Belén.
Ella asumió para sí la misión confiada por Dios. Sabiendo, por conocer las profecías, que tendría también su propio calvario, como madre de aquel que sería sacrificado en nombre de la salvación de la Humanidad. Dios que se hizo carne por medio de María.
Ella, unión del Cielo y la Tierra
Ella es el punto de unión entre el Cielo y la Tierra. Contribuyó para la obtención de la plenitud de los tiempos. Sin María, el Evangelio sería apenas ideología, solamente «racionalismo espiritualista», como registran algunos autores.
El propio Jesús a través del apóstol San Lucas (6,43) nos aclara: «Un árbol bueno no da frutos malos, un árbol malo no da buen fruto». Por tanto, por el fruto se conoce el árbol.
Santa Isabel, cuando recibió la visita de María ya cubierta por el Espíritu Santo, exclamó: «Bendita eres tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.» (Lc 1,42).
El fruto del vientre de María es el Hijo de Dios Altísimo, Jesucristo, nuestro Dios y Señor. Quien acepta a Jesús, fruto de María, acepta el árbol que es María. María es de Jesús y Jesús es de María. O se acepta a Jesús y María o se rechaza a ambos.
Por tomar esta verdad como dogma es que la Iglesia reverencia, en el primer día del año, a la Madre de Jesús.
Que la contemplación de este misterio ejerza en nosotros la confianza inamovible en la Misericordia de Dios, para llevarnos al camino recto, con la certeza de su auxilio, para abandonar los apegos y vanidades del mundo, y asimilar la vida de Jesucristo, que nos conduce a la Vida Eterna.
Así, con esos propósitos entreguemos el nuevo año a la protección de María Santísima que, cuando se tornó Madre de Dios, se hizo también nuestra Madre, se incumbió de formar en nosotros la imagen de su Divino Hijo, desde que no opongamos de nuestra parte obstáculos a su acción maternal.
La conmemoración de María, en este día 1º de enero, se suma al Día Universal de la Paz. Nadie más podría encarnar los ideales de paz, amor y solidaridad que ella, que fue el terreno donde Dios fecundó su amor por los hijos y de cuyo vientre nació aquel que personificó la unión entre los hombres y el amor al prójimo, Nuestro Señor Jesucristo.
Celebrar a María es celebrar a nuestro Salvador.
Día de la Paz, día de nuestra Madre, María Santísima.
¡En los tiempos sufridos en que vivimos, un día de reflexión y esperanza!
La maternidad divina de María
Todos los títulos y grandezas de María dependen del hecho colosal de su maternidad divina. María es inmaculada, llena de gracia, co-redentora de la humanidad, Reina de los Cielos y de la Tierra y Medianera universal de todas las gracias, etc., porque es la Madre de Dios.
La maternidad divina la coloca a tal altura, tan encima de todas las criaturas que Santo Tomás de Aquino, tan sobrio y discreto en sus apreciaciones, no duda en calificar su dignidad como siendo de cierto modo infinita.
Y su gran comentarista, el Cardenal Cayetano, dice que María, por su maternidad divina, alcanza los límites de la divinidad. Entre todas las criaturas, es María, sin duda alguna, la que tiene mayor afinidad con Dios.
Así, en el decir de otro eminente mariólogo «el dogma más importante de la Virgen María es su maternidad divina». Es el primer pilar sobre el cual se levanta el edificio de la grandeza mariana.
Es este un hecho que excede de tal modo la fuerza cognoscitiva del hombre que debe ser enumerado entre los mayores misterios de nuestra fe. Que una humilde mujer, descendiente de Adán como nosotros, se torne Madre de Dios, es un misterio tan sublime de elevación del hombre y de condescendencia divina, que deja atónita cualquier inteligencia, angélica o humana, en los siglos y la eternidad.
El testimonio de la Escritura
La Sagrada Escritura nos dice explícitamente que la Virgen Santísima es verdadera Madre de Jesús (Mt, II, 1; Lc. II, 37-48; Jo. II, 1; At. I, 14). Con efecto, Jesús nos es presentado como concebido por la Virgen (Lc. I, 31) y nacido de la Virgen (Lc. II, 7-12).
Pero, Jesús es verdadero Dios, como resulta de su propio y explícito testimonio, por la fe apostólica de la Iglesia, por el testimonio de San Juan, etc. Para poder negar su divinidad, no hay otro camino sino rasgar todas las páginas del Nuevo Testamento.
Ahora, si María es verdadera Madre de Jesús y Jesús es verdadero Dios, se sigue necesariamente que María es verdadera Madre de Dios.
San Pablo enseña explícitamente que, «llegada la plenitud de los tiempos, Dios mandó su Hijo, hecho de una mujer» (Gal. IV, 4). Por estas palabras, se manifiesta claramente que Aquel que fue engendrado ab aeterno por el Padre es el mismo que fue, después, engendrado en el tiempo por la Madre; pero Aquel que fue engendrado ab aeterno por el Padre es Dios, el Verbo.
Por tanto, también el que fue engendrado en el tiempo por la Madre es Dios, el Verbo.
Todavía más clara y explícita, en su vigor sintético, es la expresión de Santa Isabel. Respondiendo al saludo que María le dirigiera.
Santa Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, dijo, llena de admiración: «¿Y cómo me es dado que la Madre de mi Señor venga a mí?» (Lc I, 43). La expresión «mi Señor», es, evidentemente, sinónimo de Dios, pues que, en seguida, Isabel agrega: «Se cumplirán en ti todas las cosas que te fueron dichas de parte del Señor», o sea, de parte de Dios. Isabel, por tanto, inspirada por el Espíritu Santo, proclamó explícitamente que María es verdadera Madre de Dios.
(Reflexiones extraídas del «Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción comentado», Monseñor João Clá Dias, EP, Artpress, San Pablo, 1997)
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