Los Mandamientos no dependen de la voluntad humana, y querer cambiar la ley moral según necesidades concretas significa establecer una ley que no es la de Dios.
Redacción (13/11/2023 12:43, Gaudium Press) Nuestra vida está llena de evoluciones, adaptaciones, transiciones. Sin embargo, hay cosas que nunca cambian. Las leyes universales que gobiernan la naturaleza siempre han sido fijas. Los principios matemáticos siempre se mantienen. Dos líneas paralelas nunca se cruzan o dejan de ser paralelas.
Jugar con las palabras, cambiar su significado, puede servir para engañar a los demás, pero no para alterar la realidad. Así, un científico que pretendiera redefinir la ley de la gravedad según su conveniencia no modificaría el comportamiento de la materia; sólo engañaría a cualquiera que siguiera sus propuestas…
Ahora bien, la naturaleza material es espejo de realidades sobrenaturales (cf. Rm, 20), cuyo fundamento es Dios mismo, absolutamente invariable en sí mismo (cf. Ml 3, 6), como también es invariable lo que Él establece permanentemente.
Por ejemplo, los Sacramentos. Por ser institución divina, la Iglesia –depositaria y dispensadora de los tesoros de Cristo– debe limitarse a poner en práctica lo que el Divino Maestro estableció sobre ellos, no pudiendo modificarlos (cf. Sacramentum Ordinis, n.1). Cualquier intento de hacerlo sería ilícito, vano e ineficaz.
Esto se aplica aún más a los Mandamientos, esa Ley clarísima, expresión de la verdad (cf. Sal 118, 151), que Dios, además de revelar (cf. Ex 20, 3,17), también imprimió en nosotros. La fidelidad a esta Ley fue la sustancia misma de la Alianza que Dios implementó para ser inmutable “desde toda la eternidad” (Sal 118, 152), como dice el Salmo.
¿Cambió Jesús esta doctrina? Se podría argumentar que esto es lo que piensa San Pablo, cuando nos enseña que la justificación en la Nueva Alianza ya no se da por la práctica de la Ley, sino por la fe (cf. Gal 2, 16). Sin embargo, el mismo Cristo afirma no haber venido “para abolir la Ley o los profetas”, sino “para llevarlos a la perfección” (Mt 5, 17). Porque, como explica Santiago: “la fe sin obras está muerta” (St 2,26); creer sin obras coherentes es propio de los demonios (cf. Santiago 2,19).
¿Cuáles son entonces las obras de Dios? “Esta es la obra de Dios: que creáis en Aquel a quien él envió” (Juan 6:29). ¿Y qué enseña Cristo? A cumplir los Mandamientos, cuya plena vigencia Él reafirma (cf. Mt 19, 18?19; Mc 10, 19; Lc 18, 20). Además, esta observancia es requerida por Dios como prueba de nuestro amor (cf. Jn 14,15).
En consecuencia, nadie en esta Tierra tiene el poder de cambiar lo que es pecado. Los Mandamientos no dependen de la voluntad humana, y querer cambiar la ley moral según necesidades concretas significa establecer una ley que no es la de Dios. La posible brecha entre “mi ley” y la Ley divina podría dar lugar a un susto tremendo en el momento de mi muerte.
Que ojalá pueda ser curada en el Purgatorio…
En este mundo, tanto en la moral como en la naturaleza, existen realidades inmunes al paso del tiempo. Los siglos se suceden, las sociedades cambian, los hombres desaparecen, pero “más fácilmente pasarán el cielo y la tierra que una sola letra de la Ley” (Lucas 16,17).
Y Dios, Juez Supremo, es siempre el mismo, soberanamente inmutable.
(Texto extraído, con pequeñas adaptaciones, de la Revista Arautos do Evangelho n. 155, noviembre de 2014, editorial.)
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