“Cuando morimos, somos como el agua que ya no se puede recoger una vez que se derrama en el suelo. Dios no hace volver un alma” (2 Samuel 14:14).
Redacción (29/06/2023 14:00, Gaudium Press) Hay muchas situaciones en la vida que nos avergüenzan, nos hacen sufrir y nos desaniman. Y no es raro escuchar a la gente decir: “¿Qué hice yo para merecer este castigo?”. Obviamente, esta pregunta se hace con base en la suposición de inocencia: “Soy una buena persona, una persona honesta, no lastimo a nadie, ¡no merezco sufrir tanto!”. Y la conclusión es obvia: la vida es injusta y Dios se ha olvidado de nosotros. ¿Pero es realmente así?
Los re-encarnacionistas llaman a esto la “ley de acción y reacción”, y atribuyen todos nuestros males a los efectos de otras vidas. Tendrían razón si no fueran tan lejos en buscar explicaciones, porque mucho de lo que vivimos es, sí, consecuencia, pero de las elecciones que hacemos aquí, en la única vida que tenemos, según el Santo Escrituras: “Cuando morimos, somos como el agua que ya no se puede recoger una vez derramada en la tierra. Dios no hace volver un alma” (2 Samuel 14:14).
Verdad esta repetida en la Carta a los Hebreos: “Así como está determinado que los hombres mueran una sola vez, y luego viene el juicio, así Cristo se ofreció a sí mismo una vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y aparecerá por segunda vez, no en razón del pecado, sino para salvación de los que en él esperan” (Hb 9, 27-28).
Solemos ser inmediatistas y, en muchas ocasiones, intentamos acortar el camino para conseguir los resultados deseados. Con prisa, no pensamos en las consecuencias que nuestras acciones pueden tener en nuestra propia vida y en la vida de otras personas. ¡Si sembramos pepinos, no podemos cosechar piñas!
Es el Apóstol Pablo quien nos enseña, en su epístola a los Gálatas: “No os engañéis: Dios no puede ser burlado. Lo que el hombre siembra, eso cosechará” (Gálatas 6:7).
Descendientes de Adán y Eva
Todo en la vida está bajo el control de Dios, y nada en nuestra vida sucede sin su conocimiento y voluntad. Sin embargo, no debemos olvidar que Él nos dio libre albedrío, lo que nos hace responsables de muchas cosas de las que queremos no culparnos.
Dios no quiso que Adán y Eva pecaran, sin embargo, una vez que se dejaron seducir por el mal y pecaron, sembraron los frutos que cosecharían como consecuencia de su pecado. Y, como descendientes suyos, cosechamos estos frutos hasta el día de hoy: nos ganamos el pan con el sudor de nuestra frente, estamos sujetos a la enfermedad y a la muerte, y estamos privados de la visión beatífica de Dios.
Muchas enfermedades provienen de nuestros abusos, desórdenes alimenticios, conductas de riesgo, exceso de trabajo, pero aun cuando nos enfermemos sin haber hecho nada por ello, no podemos atribuir la causa de nuestras enfermedades únicamente a Dios, sino a la conducta de nuestros primeros padres. De lo mismo que heredamos los frutos del pecado, también heredamos sus semillas y seguimos, sin miedo, sembrando las semillas contaminadas, como si no hubiera consecuencias.
Al no poder controlar lo que nos sucede de forma natural -una enfermedad congénita, una predisposición genética, un cataclismo, un accidente mayor-, al menos tenemos una opción sobre lo que nos puede pasar en función de nuestras actitudes y comportamientos.
El pecado es la línea divisoria que nos separa de estar bien y sufrir mucho. Hay personas fieles que, con el tiempo, se desaniman alegando que los malos no son castigados -siempre parecen ellos estar disfrutando de beneficios y alegrías- y que a los buenos les pasan cosas malas.
“¡Ah, si los hombres pudieran ver en el alma de los pecadores!”, dicen grandes santos como el Padre Pío, San Juan María Vianey, que fueron grandes confesores. Y lo mismo pueden repetir nuestros sacerdotes, por cuyos confesionarios desfilan toda suerte de males, causados por el pecado persistente. Y esto si tenemos en cuenta que, en general, sólo los pecadores medios van a confesarse, porque los grandes pecadores, en connivencia con el mal, pasan por alto el Sacramento de la Confesión.
Matrices generadoras
Aunque las consecuencias del pecado en la vida del pecador no se vean en apariencia, su propia insistencia en vivir de pecado en pecado y de mal en mal es ya la clara demostración de su inconmensurable descontento, porque toda alma -desde la más santa hasta la más perdida – solo puedes encontrar la verdadera paz en un lugar: dentro del Sagrado Corazón de Jesús.
Hay situaciones inevitables cuyo origen se remonta a un pasado lejano y que no podemos controlar; aceptarlas ya constituye una nueva siembra, con semillas seleccionadas y de buena calidad, cuyos frutos serán apropiados y sabrosos a nuestro paladar.
Ordinariamente, sin embargo, la mayoría de los hechos comunes de la vida humana son matrices que generan otros hechos y pueden ser purificados con nuestra fe y nuestras buenas intenciones. Si nuestras elecciones están bien hechas, si nuestras intenciones son correctas y puras, las consecuencias solo pueden ser positivas y nos traerán alegría y consuelo. Sin embargo, si elegimos lo dudoso y vivimos coqueteando con el peligro, no hay forma de que podamos tener una cosecha saludable.
Colinas y laderas
Hay un ejemplo difícil de colocar y sujeto a muchas críticas, pero me atreveré a presentarlo. Cada año, en ciertas regiones, durante la temporada de inundaciones, muchas casas son destruidas por deslizamientos de tierra y se cobran vidas. Y cada año se culpa al gobierno de la situación. Es cierto que las condiciones habitacionales en nuestro país distan mucho de ser las ideales, pero ningún gobierno, ni de derecha ni de izquierda, anima a la gente a construir sus viviendas en cerros y laderas, donde estarán sujetos a este tipo de situaciones. Aún así, construyen, y la historia se repite en una rueda de ardilla sin fin.
Aún sin una política pública que garantice viviendas seguras y de calidad para todas las personas, construir y vivir en un lugar sujeto a deslizamientos y derrumbes sigue siendo una opción. El poder público tiene su parte de responsabilidad, y no es poca, pero la ocupación desordenada de zonas urbanas y lugares de riesgo también es un problema para los gobernantes, al fin y al cabo, así como ninguna familia quiere que le destruyan su casa en un inundación, perderlo todo, quedarse sin hogar y enfrentarse a la muerte, ningún alcalde ni gobernador quiere ver esta situación en el municipio y estado que gobierna.
Debemos dar gracias en todo
Con cada catástrofe, me solidarizo con las víctimas y espero que las autoridades tomen medidas para evitar que año tras año se repita la misma situación caótica, pero cuando una persona es consciente del riesgo y opta por seguir sometiéndose a él, también sabe que el las consecuencias podrían ser desastrosas la próxima vez.
Como dije, son puntos dolorosos, difíciles de abordar y sujetos a malentendidos y críticas, sin embargo, a dónde vamos, con quién vamos, qué hacemos, cómo y con quién, determinan muchos resultados en nuestras vidas. Lo que absolutamente no podemos hacer es rebelarnos y culpar a Dios por todo lo que nos sucede.
Y, como hijos de Dios, como personas civilizadas que somos, debemos dar gracias en todo y orar al Padre para que nos libre de lo malo y no nos permita caer en nuevas tentaciones, para que podamos interrumpir el fluir continuo de los males que nos acontecen, muchos de ellos evitables, con una actitud firme y una vida de santidad y amor a Dios, porque quien ama a Dios, evita hacerse daño a sí mismo ya sus semejantes.
Por Alfonso Pessoa
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