Lo que ocurre es que hay a grandes rasgos dos tipos de “felicidad”…
Redacción (27/08/2024 10:44, Gaudium Press) Hace rato que no me sentaba en un auto como mero pasajero. Lo hice hace unos días en el carro de mi hermana, y garantizo que no fue grata experiencia.
Es cierto que ella iba tarde a su trabajo (yo me quedaría en el camino), pero esa velocidad tan excesiva era igual de explicable a un sol color morado: los postes de la luz cruzaban como balas en mi contra; volantazos raudos e intempestivos sacaban chispas en el ‘roce’ con otros autos; gemía, lloraba y pataleaba mi instinto de conservación. A medida que mis nervios se iban cargando de tensión y electricidad, los dedos de mi mano derecha se hacían uno con la manija del techo.
Tenía que preguntar con delicadeza, pues ella tiene su carácter, y yo no era más que un simple invitado-colado:
—Oye, pero… ¿siempre manejas así?
—¿Cómo? ¿Muy rápido? (Al parecer era su estilo más o menos normal de conducir).
—Estoy tieso como gato entre diez perros, dije.
—Lo que pasa es que usted maneja como viejito, a 40 por hora…
De hecho, hace un buen tiempo, y nervioso como soy, un día por salud mental y para tener espacio en mi cabeza en donde divagar en consideraciones diferentes a las viales, tomé la resolución de nunca apresurarme al volante.
Tal vez me ayudó en esa decisión, que por esos días había estado viendo algunos capítulos de una bien producida serie de Sherlock Holmes, y el ambiente decimonónico hizo renacer mi gusto por las aún humanas velocidades de la Inglaterra victoriana.
Pero, la reducción de mi velocidad de conducción, mera expresión de una generalizada reducción de la velocidad en mi vida, propició algo a la manera de una revelación, algo como un darse cuenta de muchas realidades antes ocultas para mí. Empecé a ver mejores paisajes, mejores escenas, bellos detalles que se me habían pasado por alto; los propios rostros de las personas fueron revelando nuevos e interesantes sentidos para mí.
Era como la felicidad de quien había descubierto una Nueva Tierra.
Además, que con tales ritmos dignos del pensante ser humano, el tiempo que ‘perdía’ era mínimo: Los otros coches que saltaban de carril en carril como ranas pellizcadas por debajo, terminaban llegando a la meta casi al mismo tiempo que yo. Las tareas, como eran mejor planeadas, terminaban siendo mejor hechas y realizadas en menor tiempo. Ir más lento se iba mostrando como más eficaz.
—Pues sí mademoiselle, seré estilo viejito, pero solo le digo que a estos ritmos a los que conduce y vive, la que pronto va a parar en un hospital psiquiátrico será usted…
Sigo pensando que el hombre de hoy es como quien quiere que su ser corra a la velocidad de un Ferrari, siendo solo un sencillo Topolino, sin darse cuenta que el Topolino puede ser mejor para observar los bellos paisajes.
Intento de filósofo que es uno, quise generalizar esos hallazgos sobre ritmo y velocidad, y extrapolarlos al siempre importante tema de la felicidad humana:
“Lo que ocurre es que hay a grandes rasgos dos tipos de ‘felicidad’”, fue no hace mucho que concluí. “Está la felicidad del que corre y corre, a la búsqueda de sensaciones del cuerpo que satisfagan sus impetuosos y carnales deseos, y está la felicidad del que va viviendo la vida, buscando también la realización de sus metas, pero también encontrando la trascendencia, relacionando unas realidades del universo con otras diferentes y superiores, viendo que esa nariz de ese señor sí parece a la de un águila calva chata, que ese niño bajo la lluvia está cual pollito mojado, que esa otra señora es seca y amargada como un tronco descascarado y sin hojas”.
“Está la felicidad de quien come rápido para satisfacer una necesidad material y tener un placer más animal. Y está la felicidad de quien prueba unos sencillos fríjoles bien adobados, para recuperar energías sí, pero también agradeciendo al Creador por el sentido del gusto, por la lluvia que permitió que surgieran lentamente las espigas, los tallos y frutos. Está la felicidad de quien quiere llegar rápido al destino donde satisfará su deseo, y está la felicidad de quien también camina a la meta pero en el camino se da cuenta que esa flor de ese jardín es realmente demasiado blanca, aterciopelada y preciosa, como el lirio del campo del que habló Cristo; de que ese rostro que antes no representaba nada es hoy realmente interesante y revela un alma que ha sufrido pero no ha dejado que le roben la esperanza”.
En el fondo, está la felicidad de quien quiere tomar contacto apresurado con la realidad, para satisfacer su egoísmo, y la felicidad de quien camina en medio de la realidad buscando en ella las maravillosas huellas de su Hacedor.
¿Cuál de las dos será la verdadera, pura y profunda felicidad?
Que la Virgen, que “conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19), nos dé la gracia de vivir esta vida buscando y encontrando las huellas de Dios en el Orden de la Creación.
Por Saúl Castiblanco
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