El tiempo, uno de los mayores recursos de la humanidad, es también uno de los más descuidados y malgastados, trayendo perjuicios de todo tipo: materiales, morales y espirituales. ¿Cómo podemos hacer las paces con esta implacable criatura de Dios?
Foto: Andrik Langfield/ Unsplash
Redacción (27/08/2025 11:37, Gaudium Press) El dinero es algo que se gana, se pierde, se puede volver a ganar y, si se invierte bien, genera intereses y dividendos. La salud, si se ve comprometida por una enfermedad, se puede recuperar con medicamentos, cambios de hábitos y una mejor calidad de vida. Si perdemos amigos por diversas circunstancias, al ser seres sociables, acabamos buscando a otros para satisfacer nuestra necesidad de compañía.
Pero el tiempo, si se pierde, ¡nunca lo recuperamos e, invariablemente, lo perdemos! Nadie puede retener el tiempo, revivir el ayer, ni siquiera soñar con pisar el dominio del mañana.
El tiempo pertenece al hoy, al ahora, al momento presente.
Nos encontramos con él cada mañana, y la manera cómo lo tratamos en las primeras horas del día determinará el curso de nuestra jornada: si será tranquila o apresurada, si completaremos la tarea o las acumularemos; si estaremos felices o aburridos.
El tiempo no se detiene
Y al caer la noche, llega el sueño, siervo del tiempo, que apaga las luces de la naturaleza y nos domina con el cansancio.
Podemos resistir, esforzarnos y trabajar hasta más tarde, o dedicar horas preciosas al entretenimiento o simplemente a mirar las pantallas de nuestros celulares, atrapados en la disputa política entre presidentes, expresidentes y jueces, o simplemente viendo tonterías que no llevan a ninguna parte, más allá de agotar nuestros ojos, cuerpo y mente.
Pero en cierto momento aflojamos nuestra resistencia y simplemente nos dormimos. ¡Y ahí se va un tercio de nuestro día! Si dormimos menos, acabamos enfermando, y si dormimos más, nos estamos robando la oportunidad de estar vivos, pues el sueño es como una pequeña muerte en la que nos sumergimos mientras nuestros “mecanismos” se reparan.
El tiempo, sin embargo, no duerme, no se retira, no descansa, no se detiene, y cuando despertamos, ya se ha llevado consigo preciosas horas de nuestras vidas.
El Secreto de San Agustín
San Agustín, en una de las oraciones más hermosas jamás compuestas, dice: “¡Tarde te amé, oh belleza tan antigua y tan nueva! ¡Demasiado tarde te amé! ¡He aquí que morabas dentro de mí, y yo te buscaba fuera!”
Sin embargo, incluso con este doloroso lamento, este gran santo, convertido a los 33 años y fallecido a los 76, cuya vida misma constituye una valiosa lección, nos muestra que, “aunque tarde”, aprovechó bien el tiempo que le fue concedido para consolidar una obra preciosa que ha perdurado a lo largo de los siglos, y cuya filosofía y teología guían el catolicismo hasta nuestros días. Sin duda, el secreto de San Agustín residió en su fructífera relación con el tiempo, compensando los años perdidos lejos de Dios con una intensa espiritualidad que lo transformó en uno de los santos más grandes de la Iglesia Católica.
“Tarde te amé” fue su gran lamento, y la profunda conciencia de este despertar tardío y del tiempo perdido en vanidades le dio la sabiduría necesaria para aprovechar cada momento de su vida en contacto con Dios.
¡Ojalá nosotros, tan distraídos por trivialidades que asombrarían al hombre más mundano del pasado, pudiéramos aprovechar nuestro tiempo como él lo hizo!
Santo Tomás, San Francisco y Santa Teresita
Santo Tomás de Aquino, otro gigante de la fe, autor de una obra que exploró las mayores dudas y los puntos más difíciles de nuestra doctrina, falleció con tan solo 48 años. El incomparable San Francisco de Asís falleció a los 45, y Santa Teresita del Niño Jesús, una de las pocas mujeres que, como San Agustín y Santo Tomás, recibió el alto título de Doctora de la Iglesia, vivió solo 24 años y empleó cada milésima de su tiempo en amar a Dios y enseñar a otros a seguir la misma Pequeña Vía de santidad que ella recorrió.
Y estos son solo tres ejemplos; muchos otros santos produjeron obras maestras y dejaron huella en la historia en vidas muy cortas, o aprovecharon al máximo sus largas vidas para, con su ejemplo, transformar la faz de la tierra en la medida de lo posible.
El tiempo que tuvieron de vida fue el mismo que tenemos hoy. Duro, implacable, constante, pero también suave, delicado, misericordiosamente dividido en minutos y segundos, para que el sufrimiento no nos duela demasiado ni los placeres nos nos pierdan por demasiada duración.
La diferencia entre estos santos y santas y nosotros reside en la presencia de Jesús y su apertura a la gracia. San Agustín, buscando fuera de sí mismo, no encontró nada. Todos llevaban a Nuestro Señor vivo en sus corazones.
El Señor del Tiempo
Quienes actúan así no pierden ni desperdician ni un solo segundo. Incluso cuando parecen ociosos, o al realizar tareas consideradas insignificantes, tienen el tiempo como aliado.
Dios es el Señor del tiempo; Él lo creó, y por lo tanto, el tiempo es su criatura. Por lo que debemos caminar en la presencia de Dios y entregarle todas nuestras preocupaciones, compromisos y deseos, para así usar el tiempo correctamente.
¿Cómo podemos lograrlo? Viviendo conforme a la voluntad de Dios. No “luchar” contra Dios y no querer seguir un orden diferente al que Él propone para cada uno de nuestros días, es una fórmula muy segura para evitar la sensación de estar perdiendo el tiempo, viendo la vida pasar, días y horas escapándose entre nuestros dedos en una existencia inútil.
Esto no significa que debamos trabajar o estar activos todo el tiempo, sino saber equilibrar momentos de acción con momentos de quietud, ambos igualmente importantes.
Conocer y respetar su propio ritmo
Cada uno necesita conocer su propio ritmo y respetarlo, sobre todo, tomando decisiones que nos permitan caminar sin prisa ni pereza; sin apresurarnos todo el tiempo ni ceder a la inercia.
Debemos aprovechar nuestro tiempo, construyendo cosas importantes que nos sobrevivan, ganándonos la vida honestamente, contemplando a Dios en los pormenores de su obra, que se nos presenta en magníficos espectáculos, tanto en la inmensidad del firmamento con sus cuerpos perfectamente alineados y obedientes a una fuerza mayor, como en las cosas más pequeñas e insignificantes, como ver volar un pájaro, beber un vaso de agua fresca, ser calentado con un abrigo en los días fríos, saborear una fruta madura.
Y, no nos engañemos, ningún ser humano quedará inscrito en el Libro de la Vida por la cantidad de horas que pase en redes sociales, la cantidad de fotos publicadas o la cantidad de likes que reciba. Nadie se volverá santo estando solo con la nada, perdido en un individualismo pequeño que cada vez separa más a las personas.
Sin embargo, las personas se volverán santas si permanecen en la presencia de Dios, haciendo las paces con el tiempo y entregándose a Él en cumplimiento de lo que espera de nosotros.
Que podamos decir, en cuanto caminamos en el presente, como san Agustín: “¡Tarde te amé, Señor! ¡Pero estoy dispuesto a recuperar el tiempo perdido!”, en lugar de relegar todo al reino del mañana inalcanzable, donde solo nos queda un profundo gemido y lamento: “¡Qué tonto fui! ¡No tengo más tiempo y he desperdiciado toda mi vida!”.
Por Alfonso Pessoa
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