jueves, 01 de mayo de 2025
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Tal vez no haya peor enemigo del contrarrevolucionario que el frenesí

La decadencia de un alma, es algo similar a lo que el prof. Plinio Corrêa de Oliveira describe el cómo fue la decadencia de la civilización cristiana.

Monte Cassino Opactwo 1

Abadía de Montecassino – Foto: Wikipedia

Redacción (30/04/2025, Gaudium Press) La decadencia de un alma, es algo similar a lo que el prof. Plinio Corrêa de Oliveira describe el cómo fue la decadencia de la civilización cristiana, en su glorioso ensayo “Revolución y Contra Revolución”.

El alma en gracia se encuentra en posesión de todas las virtudes, incluyendo la Templanza, que es la encargada junto con la prudencia de dominar y orientar las pasiones, para que estas colaboren en la búsqueda del buen fin, que es ser santos y llegar al cielo.

Pero entonces llega la acción del maligno, o la del mundo, o la de la carne, a intentar poner en Revolución esas pasiones, fundamentalmente el orgullo que impulsa hacia la sociedad anárquica-igualitaria, y la sensualidad que ansía por el ‘reino’ de pus de amor-libre. La acción del mundo, el demonio y la carne es fundamentalmente azuzar esas tendencias, para crear la ilusión de que la felicidad está en placeres sensibles cada vez más intensos o agitados, o en regalarse en el odio a toda jerarquía y a todo lo que es superior. La persona se va volviendo crecientemente soberbia e impura, y ahí está abierto el camino del infierno, tanto de las personas cuanto de las sociedades.

Pero estas líneas las dedicaremos más a profundizar en cómo es el reino psicológico de donde las malas pasiones nos quieren sacar, algo así como el Reino psicológico del Estado de Gracia. Se podría decir incluso, que la Cristiandad, es decir el conjunto de naciones donde vigoraron los principios cristianos, es como un conjunto de pueblos en Estado generalizado de Gracia.

Tal vez lo más notorio de este Reino de Pasiones en calma es la paz.

Como la paz de después de cuando uno se confiesa. Ah, qué ‘sensación’ agradable. Veníamos pesados, cargados, tal vez abatidos, angustiados o temerosos, y cuando el sacerdote finalmente nos dice “yo te absuelvo…”, recuperamos la paz. Una paz que muchos de esos ‘exitosos’ según el mundo ansían tener.

Pero no solo es la paz del penitente; también la del inocente, quien igualmente tiene sus deseos, sus gustos, sus sanos placeres, que no es un alma inmóvil, pero que sí mantiene una distancia dominada con relación a todo lo que puede conmocionar demasiado su alma. El inocente no es alguien que se encierre en sí, en su cascarón, sino que él contempla el mundo, entra en relación con el mundo sensible, pero dice a este mundo: “tú existes, así como yo existo, y yo camino en esta vida dentro de ti. Pero yo soy muy celoso de mi reino de paz interior, como si de un castillo gruesamente fortificado se tratase. Allí recibiré visitantes, pero ellos tienen que entrar por la puerta fortificada y custodiada de mis sentidos, pero también de mi pensamiento y de mi voluntad formada por una conciencia cristiana. Aquí no va a ingresar ninguna tropelía, ninguna algazara que traiga la revolución al interior de mi castillo”.

El alma inocente entra en relación con el mundo, con la actitud que el Dr. Plinio llamaba de “Distancia Psíquica”, es decir, no se deja avasallar por los acontecimientos, ni por las sensaciones, sino que las filtra con la luz de la razón iluminada por la fe. Ahora, esto no es posible sin la gracia de Dios, por tanto, el alma inocente reza.

Es imposible no dejarse avasallar por las sensaciones —esas que encienden el orgullo y la sensualidad— cuando estas buscan entrar en tropelía, con frenesí. Frenesí —ese sello distintivo de la Revolución cultural hollywoodiana, y en general de la Revolución gnóstica e igualitaria— es lo contrario de la paz de alma, de la inocencia, de la gracia, es lo opuesto del estado de espíritu de un alma contrarrevolucionaria.

Sí, el Frenesí es uno de los sellos distintivos de la Revolución del Orgullo y la Sensualidad, por no decir que hace parte de su tintura madre: el orgullo no es sino el frenesí inquieto de quien no quiere reconocer superioridades, jerarquías, absolutos; sensualidad, es el frenesí febril de quien deja que el hombre animal subyugue al hombre espiritual.

Un día el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira dijo que lo que era el protestantismo para los jesuitas, era el frenesí para los contrarrevolucionarios.

¿No es cierto que comúnmente los revolucionarios son como alocados, descontrolados, sin paz aparente? No todos, pero la gran mayoría, son más o menos frenéticos. ¿Alguien ha visto un monje virtuoso como cucaracha loca perseguida, de un lado para otro? ¿Alguien alguna vez imaginó a San Benito de Nursia, o a Santa Clara de Asís agitados, como ciertos personajes de tv, a los que uno les recomendaría más bien una estadía tranquilizante y equilibrante en el polo norte?

¿Entonces usted lo que está diciendo es que que el alma contrarrevolucionaria, en ‘paz’, es algo así como que estática, impávida, inmóvil, en el fondo… aburrida?

Plantear esa cuestión es algo muy bueno, porque permite abordar un asunto que está detrás de toda la propaganda revolucionaria moderna. Lo cool, lo no aburrido, en el fondo lo que produce ‘felicidad’, es lo que se mueve, mucho, de forma intensa, frenéticamente: eso es lo que dice el mundo. Y esto es falso.

Es falso entre otras razones, porque la felicidad viene de usar bien todas las potencias del hombre, y lo frenético impide pensar, y ejercer el dominio de la voluntad. Lo frenético solamente ‘atiende’ la parte animal, y la envicia. El hombre frenético es normalmente alguien que atrofió la parte más noble de su alma, su condición de racional. Y este no puede ser feliz.

El frenético no es capaz además de ‘degustar’ bien la realidad, pues la realidad no es percibible solo por los sentidos, sino por el conjunto del alma que es sobretodo racional: ‘disfruta’ más por ejemplo un helado de pistacho quien lo saborea, pero también quien contempla su color, su textura, las figuras que va haciendo, mientras se derrite, quien por ejemplo lo relaciona con otros sabores, con otros seres, quien piensa en cómo pudo ser hecho algo tan rico, y quien volando más allá de las fronteras de la mera naturaleza, indaga como esos sabores y texturas pueden ser símbolo de algo de Dios.

Y todo eso, definitivamente no lo puede hacer el loco frenético.

—Ah, lo que usted está propugnando es por un mundo de soñadores, de ‘bohemios’ o de monjes contemplativos que no construyen nada, porque el progreso lo llevan adelante los hombres de acción, esos fuertes, que caminan con paso decidido, con harta frecuencia rápido.

Bien, la Historia nos dice que Occidente, este occidente ya medio destruido, fue construido por… monjes, los de ora et labora de San Benito. Además el agitado, el frenético, con mucha frecuencia no es constante, vive de altibajos, y resulta que lo que construye a largo plazo es… la constancia, decidida, la del paso a paso, comúnmente lenta. Por ejemplo, las catedrales de la Edad Media, los castillos de la Edad Media, esos que repelieron tantas veces a los infieles, donde se refugió la cultura, que son los pilares de la Cristiandad, esa a la que todavía millones y millones van a ver sus restos, ellos se construyeron así. Lo que rápido se construye, con agitación, comúnmente tiene la resistencia del cartón.

El frenesí es enloquecedor, animalizante, revolucionario, levanta las pasiones desordenadas, crea la Revolución, esa es la verdad. Por eso el Dr. Plinio decía que lo que el llamaba la ‘Clave Benedictina’, serena, sobrenatural, contemplativa, trabajarora, pero no frenética, fue la primera cosa que quiso destruir la Revolución anti-cristiana cuando surgió.

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Foto: Harley-Davison / Unplash

El problema es que hoy, vivimos rodeados de frenesí, sea en la propaganda, en los tipos humanos que se nos proponen, en la vida del día a día, desde los motores agitados, el tráfico agitado, la gente agitada, hasta los procesadores cibernéticos agitados. Todo.

Pero esos ritmos frenéticos, son contrarios a la virtud, son generadores de Revolución, destruyen la paz.

No hay salida, o estamos en lucha constante contra el frenesí, o perdemos la paz.

Perdemos el cielo.

Por Saúl Castiblanco

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