sábado, 23 de noviembre de 2024
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Talleyrand, el profeta fallido

El muy difícil juicio particular de Talleyrand.

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Redacción (17/07/2023 09:41, Gaudium Press) Después de haber trascurrido varias décadas, re-encontré en una plaza del centro de mi ciudad – en un kiosco improvisado de una de esas ferias populares, efímeras e itinerantes – un grueso libro que había gozado de particular atención en mi juventud, pues su personaje protagónico me fascinaba. Hubiera pagado hasta diez veces más, pero tuve la alegría añadida de llevarlo por solo tres dólares, junto con varios otros bien interesantes, que iluminarán y alegrarán mis tiempos libres de lectura por varios meses.

Se trataba de “Talleyrand o la Esfinge incomprendida” (Talleyrand ou le Sphynx incompris), de Jean Orieux.

Talleyrand…

El príncipe, el obispo apóstata y finalmente arrepentido (¿?), que ayudó a dar la puntilla a un Antiguo Régimen decadente, pero que en sí resumió y prolongó lo mejor que esa sociedad pre-Revolución Francesa había destilado de saber decir, saber agradar, saber hacer (savoir dire, savoir plaire, savoir faire), en resumen de savoir vivre en estas difíciles sociedades humanas, porque como dijo también Talleyrand, quien no conoció el Ancien Régime no conoció la dulzura de vivir.

Talleyrand o tal vez el mejor conversador de todos los tiempos. Tal vez el hombre más agradable de toda la Historia, cuando le venía en gana, o cuando era necesario para sus intereses.

Cuenta en sus memorias la joven marquesa de La Tour du Pin-Gouvernet, un hecho demasiado sabroso que revela el encanto casi irresistible que producía ese hombre, hecho reportado por Orieux en su libro:

Estaba ella haciendo las Américas, buscando adecuar una hacienda cerca a Albany, en EE.UU., adonde había llegado como emigrada expulsada por la revolución del 14 de julio. La marquesa, educada en las más finas y delicadas maneras, había conocido a Talleyrand en su tierra natal, y por sus principios a la antigua no podía simpatizar de fondo con el obispo mujeriego, agiotista y aristocráticamente revolucionario. Por su parte Talleyrand siempre le había demostrado perfecta amabilidad, desde cuando la conoció como la niña-sobrina del arzobispo de Narbonne.

Talleyrand, emigrado ahí también en 1794, después de haber sido expulsado de Inglaterra por hacer mala propaganda del partido de gobierno, buscaba ganarse la vida como agente inmobiliario, entre otras actividades. Se entera el diplomático que la marquesa luchaba a brazo partido contra la naturaleza salvaje americana para reiniciar ahí su vida y decide visitarla. La encuentra hacha en mano dividiendo una pierna de cordero que preparaba para asar:

“Súbitamente, detrás de mí, una gruesa voz se hace escuchar – cuenta la marquesa. La voz decía en francés: ‘No se puede ensartar un pernil con más majestad’. Me volví precipitadamente y percibí a Monsieur de Talleyrand y a Monsieur de Beaumetz, M. de Talleyrand divirtiéndose bastante con la visión que mi pernil de cordero le ofrecía. Insistí para que él viniese al día siguiente a comerlo con nosotros. Aceptó”.

En la cena al otro día “Talleyrand fue amable como él lo ha sido siempre hacia mí sin ninguna variación, con esa facilidad de conversación que nadie ha poseído como él. Él me conocía desde mi infancia y tomaba por ello una suerte de tono paternal y gracioso con gran encanto. Se lamentaba uno interiormente [de la contradicción] de encontrar tantas razones para no estimarlo y [al mismo tiempo] uno no poder impedir expulsar esos malos recuerdos, después de que se le había escuchado por espacio de una hora. No valiendo nada él mismo, él tenía, contraste singular, horror de aquello que era malo en los otros. Al escucharlo sin conocerlo, se habría creído estar en presencia de un hombre virtuoso. (…) Un gusto exquisito de las conveniencias, le impedía de decirme cosas que me hubieran disgustado y si, eso ocurrió alguna vez, que se le escapaban, él se retractaba al momento: ‘¡Ahh! cierto, usted no gusta de aquello…’ ”.

Es claro que el saber agradar no era el único de los dones de Talleyrand, sino que el Congreso de Viena – donde las potencias anti-napoleónicas vencedoras no deseaban otra cosa sino despresar, descuartizar a la hasta ayer devoradora dulce y bella Francia – pudo admirar al diplomático astuto y genial, al teórico-práctico sabio y prudente, al anfitrión encantador e irresistible, al hombre de Estado consumado, que consiguió mantener a su derrotado país en la primera línea del concierto de las naciones, permitiendo así que la más brillante estrella que produjo la civilización siguiera bañando con sus luces al orbe entero, por lo menos durante un buen tiempo. Era el savoir faire, el saber hacer de Talleyrand – y en él el de Francia –, llevado a su máxima expresión, tal vez la más alta de toda la Historia en el campo civil.

Talleyrand, pues, el de los muchos y gigantescos dones…

El profeta ‘manqué’

No obstante creemos que Talleyrand fue definido a perpetuidad por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, cuando se refirió a él como un profeta manqué, un profeta fallido.

La clarividencia de Talleyrand – quien quería, influido por el espíritu ilustrado de su época, meramente una monarquía constitucional de estilo liberal – le advirtió la llegada del terror, y parecía mostrarle con antelación y paso a paso todo lo que iba a ocurrir en su país. Era una clarividencia de corte profético, dada por Dios no para que sirviera de títere o de titiritero de las veleidades de los revolucionarios, como muchas veces lo hizo, sino para que justamente luchara contra esos horrores, ayudando a reconducir a Francia a una grandeza que por definición debía ser católica y no ilustrada-volteriana.

Pero para eso Talleyrand, el obispo, debió haber sido santo. Sus dones, su inteligencia y su grandeza eran para enfrentar las modas mundanas del momento. Y claro, esto representa toda una vida de lucha.

Sin embargo Talleyrand prefirió el mundanismo, prefirió ‘gozar la vida’, vivir para los placeres, y no oponerse como héroe a las olas que querían destrozar a Francia y la Cristiandad. Echar incienso y aprovecharse de la moda y la ola del momento, jugar y negociar con ellas, esto le pareció a Talleyrand lo mejor, el negocio del cual viviría a sus anchas.

Pero le llegó a Talleyrand – como a todos nosotros los hombres – la hora del negocio más difícil e importante de todos, la hora de ‘negociar con Dios’. Comentaba un día el Prof. Plinio contemplando un óleo de Talleyrand ya anciano, que se percibía en su rostro y tras la apariencia de imperturbabilidad el horror que lo invadía al ver como la muerte se aproximaba.

Talleyrand quiso negociar con Dios a su estilo, como había hecho toda su vida, pero con Dios no hay estratagema o astucia que valga, y la muerte pone todo en su proporción real, justa, omnisciente, eterna.

Talleyrand va postergando la retractación de sus errores, condición necesaria para la reconciliación con el Dios de la Iglesia, hasta pocas horas antes de su muerte. Al final, apremiado por toda su familia, la firma. El análisis de ese documento ha generado ríos de tinta. Algunos incluso aseveran que Talleyrand no se retractó de manera formal, aunque ahí declarase que rechazaba “los grandes errores que… habían perturbado y afligido a la Iglesia católica, apostólica y romana, y en los que había tenido la desgracia de caer”. Y que como no fue una retractación en vía de regla, no le fue válida.

En cualquier caso, al final, le llegó la muerte y con ella el juicio particular.

El demonio de la perdición lo acusaría ante el Tribunal divino de todas y cada una de las faltas anotadas en el libro de la vida. Algunas prominentes, como haber despojado a la Iglesia en determinado momento de sus bienes, para aliviar las arcas del Estado y hacer carrera política, o de haber colaborado esencialmente en la redacción de ese engendro tiránico e impío llamado Constitución Civil del Clero, que buscaba maquillar a la Iglesia de Cristo como una meretriz y que tantos mártires produjo.

Pero creemos que la principal acusación, que podría haber hecho el propio Dios, es que él tenía vocación, madera y dones de Profeta, y que dilapidó esos dones, no solo no haciéndolos rendir como en la parábola de los talentos, sino empleándolos a veces en las peores de las causas.

¿Se habrá salvado Talleyrand? Lo deseamos, no lo sabemos y lo contrario lo tememos.

Pero pensar en el juicio final del gran Talleyrand, nos ayuda a meditar en nuestra propia situación particular, y en considerar que es mejor no negociar con Dios, no jugar con Dios en esta vida, pensar en la eternidad. Y que es preferible pedir a Dios fuerzas para ser un héroe anti-mundano, sabedores de que los mundanismos de hoy serán los rídículos obsoletos y las vergüenzas del mañana.

Por Saúl Castiblanco

(Agradecemos para la elaboración de esta nota, la colaboración del Dr. Carlos Arturo Ospina.)

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