Amor, palabra que es necesario entender correctamente, como propone la Liturgia de este III Domingo de Pascua.
Redacción (14/04/2024, Gaudium Press) “Deus caritas est” (1 Jn 4,7). ¿Por qué San Juan eligió la palabra caridad (amor) para definir a Dios? San Pablo, en su 1ª Carta a los Corintios, canta el himno a la caridad. En él, el Apóstol nos asegura que de nada sirve tener todos los bienes si no tenemos amor:
“La caridad es paciente, la caridad es bondadosa. No hay envidia. La caridad no es orgullosa. No es arrogante. […] Todo disculpa, todo cree, todo espera, todo apoya. La caridad nunca terminará. Por ahora quedan la fe, la esperanza y la caridad. Pero la mayor de ellas es la caridad” (1 Cor 13,4.7-8.13).
Al explicar la afirmación paulina de que “la caridad es la mayor de las virtudes”, Santo Tomás señala que la grandeza de una virtud depende de su objeto. Ahora bien, partiendo de esta premisa, concluimos que las virtudes teologales son las mayores, pues tienen a Dios como objeto propio.
Sin embargo, en cuanto al objeto – que es el mismo Dios – ninguna de las tres puede considerarse mayores. Sin embargo, nada impide hacerlo considerando la cercanía que cada una tiene con Dios. En este caso, la caridad es la mayor de todas, ya que la Fe y la Esperanza implican una cierta distancia del objeto, ya que la primera trata de lo que no vemos y la segunda, de lo que no tenemos. La caridad, en cambio, recae sobre lo que ya poseemos, pues el amado está en cierto modo en el amante; y, a través del afecto, éste es llevado a unirse con aquel. [1] Por eso la escritura dice:
“Dios es Amor. El que permanece en el amor, permanece con Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).
Santo Tomás, al definir la caridad, afirma que “la caridad no significa sólo amar a Dios, sino también una cierta amistad con Él. Esta amistad añade al amor la reciprocidad en el amor, la comunicación mutua” [2]. Caridad es también aquello sin lo cual no puede existir ninguna otra virtud [3]. De ahí que entendamos mejor lo que antes había dicho san Agustín: “Dilige, et quod vis fac”,[4] es decir, ama y haz lo que quieras. Pues quien ama de verdad a Dios vive en paz, porque sabe que en todo lo que hace está siendo asistido por Él.
Este amor, sin embargo, como todas las demás virtudes, debe ejercitarse continuamente, para no debilitarse; haciendo cada acto de nuestro amor más intenso que el practicado anteriormente.
En este sentido, la liturgia de este tercer domingo de Pascua nos trae una preciosa lección sobre la virtud de la caridad.
En la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles (Hch 3,13-15.17-19), vemos al Apóstol Pedro, elegido por el Maestro para gobernar su Cuerpo Místico, completamente transformado tras recibir el Espíritu Santo. Aquel que hacía poco tiempo había huido y negado tres veces ser discípulo de Nuestro Señor, ahora impulsado por el Divino Paráclito, proclama ante los más altos poderes de Israel quién fue Aquel a quien crucificaron, y les exige arrepentimiento y cambio de conducta para que sean perdonados y alcancen la vida eterna:
“Lo entregasteis y lo rechazasteis delante de Pilato, el cual estaba decidido a soltarlo. Rechazaste al Santo y al Justo y pediste la liberación de un asesino. Mataste al autor de la vida […]. Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean perdonados” (Hch 3,13-15.19).
El Salmo responsorial da testimonio de cuánto son auxiliados en todo tiempo los que aman a Dios y se abandonan en sus manos, y tienen paz en todos los días de su vida:
“¡Me acostaré tranquilamente y en paz pronto me dormiré, porque sólo Tú, el Señor Dios, das seguridad a mi vida!” (Sal 4:4).
La segunda lectura, de la primera carta de San Juan (1 Jn 2,1-5), nos exhorta a no pecar. Sin embargo, convencido de ese amor del que fue objeto a lo largo de su vida, nos anima a tener plena confianza en Nuestro Señor, que fue “víctima de expiación por nuestros pecados y los de todo el mundo” (1 Jn 2,2). ), para que, si hay alguna debilidad por nuestra parte, no desesperemos, sino que acudamos inmediatamente a la Divina Misericordia, arrepentidos y dispuestos a no pecar más.
En el Evangelio de San Lucas (Lc 24,35-48), se narra la continuación del episodio de los discípulos de Emaús, quienes, enfriados en el amor, habían decidido regresar a su patria… De hecho, después de que Jesús apareció a ellos y los inflamó de amor, inmediatamente regresaron a la Ciudad Santa para estar con los once y los demás discípulos, para contarles la notable gracia que habían recibido durante el camino a Emaús.
Sin embargo, para nosotros que vivimos en este siglo en el que el amor muchas veces es considerado únicamente como un acto humano sentimental y romántico, es importante reflexionar: ¿hemos amado verdaderamente a Dios? ¿Amamos las otras cosas en sí mismas o por Él?
Que en este tercer domingo de Pascua, San Pedro y San Juan intercedan especialmente por nosotros, para que podamos responder plenamente a todo el amor que viene de Dios, correspondiéndolo con todo el corazón, es decir, con actos virtuosos de la voluntad, con amar.
Por Guillermo Maia
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[1] Cf. S. Th. I-II, q. 66, a. 6, co
[2] Cf. S. Th. I-II, q. 65, a. 5, co.
[3] Cf. S. Th. I-II, q. 65, a. 3, co.
[4] AGUSTÍN DE HIPONA. In Epistolam Ioannis ad Parthos tractatus decem. Tractatus VII, n.8. In: Obras. Madrid: BAC, 1959, v. XVIII, p. 304.
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