viernes, 22 de noviembre de 2024
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Un corazón humilde como el de Jesús, para destruir el orgullo y la Revolución

Si la humanidad pusiera su corazón junto a ese Sagrado Corazón rebosante de amor, encontraría la felicidad que tanto anhela.

Cristo com crianca Catedral de Cristo Rei Hamilton Canada Foto Gustavo Kralj 1

Redacción (10/07/2023 11:17, Gaudium Press) La liturgia destaca, ayer 14º domingo del Tiempo Ordinario, la importancia de nuestra sujeción a Dios, invitándonos a desprendernos de nosotros mismos y del mundo para que, de esta manera, podemos asemejarnos cada vez más a Jesús, que es manso y humilde de corazón.

Mansedumbre y humildad

Entre las innumerables enseñanzas que Nuestro Señor transmitió a lo largo de su vida pública, hay una recogida por San Mateo, en su Evangelio, que no es narrada por los demás evangelistas:

Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso”. (Mt 11,29).

Ahora bien, después del pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, la soberbia humana comenzó a reclamar la exaltación propia; y, por eso, la alabanza y adoración debida sólo a Dios vino a ser sustituida por la aclamación y glorificación del “yo”.

A esto se suma el proceso revolucionario que se viene gestando desde hace cinco siglos entre los hombres, como lo señala el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira,[1] con el objetivo de destruir la Civilización Cristiana, proceso que tiene como uno de sus principales motores al llamado “orgullo”, factor de destrucción de todas las legítimas jerarquías.

Sin embargo, por intensas que parezcan las malas inclinaciones humanas y el astuto poder de las tinieblas -con sus maquinaciones y su maldad- para llevar al hombre a la ruina, nada supera la poderosa fuerza de Dios que es capaz de conducir al hombre a las alturas de la santidad, con tal de que corresponda a las gracias e inspiraciones recibidas y se someta al Creador con un corazón manso y humilde.

Sin embargo, ¿qué significa ser manso y humilde?

Santo Tomás explica [2] que la ingratitud (especialmente la ingratitud hacia Dios) es característica de la soberbia, por la cual despreciamos los bienes que poseemos como dones de Dios; y es propio de la humildad llevar al hombre a no exaltarse al considerar sus propias faltas y defectos. Así, el hombre deja de aspirar excesivamente a las grandes cosas, debido a la “reverencia debida a Dios, que le lleva a no atribuir más de lo que le corresponde, según el puesto que Dios le ha dado”. En consecuencia, Tomás de Aquino concluye que “la humildad apunta principalmente a la sujeción del hombre a Dios”. [3]

La virtud de la mansedumbre, en cambio, tiene la función de refrenar y disminuir el ímpetu de la ira. También nos da esa serenidad de alma donde no deseamos nada con fiebre y agitación, aceptando todo lo que sucede con completa resignación, paciencia y calma.

El amor de Dios por los hombres

Ahora bien, muchas veces las preocupaciones de la vida, los placeres e intereses por las cosas del mundo, hacen que los hombres pongamos el corazón donde no debe estar, agitándonos y perturbándonos sin medida. Sin embargo, si la humanidad pusiera su corazón junto a ese Sagrado Corazón rebosante de amor, encontraría la felicidad que tanto anhela.

No obstante, si el corazón está agobiado por el peso del error, no debe ser motivo de desesperación y desconfianza de Dios, pues nuestro Redentor anhela la conversión de sus hijos descarriados con un amor sin límites.

En este sentido, la religiosa y mística Sor Josefa Menéndez, narra que el Sagrado Corazón de Jesús una vez le confió: “¿Crees que te escogí por tu virtud? Sé que no tienes más que miserias y debilidades, […] si Yo pudiera encontrar a la criatura más miserable de la Tierra, habría fijado en ella la mirada de Mi Amor y, a través de ella, habría manifestado los deseos de mi corazón. Pero como no la encontré, te elegí a ti…”

Basta, pues, acercarnos a este Corazón que es manso y humilde, y en Él encontraremos el verdadero descanso de nuestras almas.

Por Guillermo Motta

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[1] Cfr. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolución y Contrarrevolución. 5. ed. São Paulo: Volveré, 2002, p. 14

[2] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologica. II-II, q. 35, a. 1; q. 157, a. 1; q. 161, a. 1.

[3] Cfr. ibídem.

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