A las modas ridículas les ocurre lo que le pasaba al rey desnudo de la fábula: cuando se muestra que son ridículas no pueden ocultar su ridiculez.
Redacción (05/10/2020 19:14, Gaudium Press) Vampiros, telarañas y arañas, rondando junto a calabazas de pálido color naranja, son esos algunos ingredientes de la actual parafernalia: como por ‘arte de magia’ desde hace unos años, en octubre, en muchas partes del mundo, lugares de habitación, comercios y calles empezaron a ser poblados por esos horrores; es la ‘moda’.
Pero nos parece que gracias a Dios la moda ha disminuido un tanto. Disminuido no es desaparecido, y en este mes de octubre vuelve de alguna manera a reaparecer, dizque para festejar el día de los niños. Algunos lugares se transforman en verdaderas casas de brujas, que suscitan el gusto morboso de quienes gustan de jugar con lo preternatural. Y como decía recientemente el exorcista de París, cuidado con querer hablar con el demonio, que si uno lo llama, él responde… y después zafarse de él, tamaño lío…
Pero también vemos que en muchos ambientes va ganando terreno el ‘Hollyween’, en el que los niños son vestidos a la manera de un santo, que los hay de todos los colores y sabores, desde princesas hasta mendigos, pasando por guerreros y diplomáticos, de San Luis Rey a Santo Tomás Moro, de San Jorge combate-dragones a San Francisco, de Santa Teresita hasta Santa Hildegarda, introduciendo así a los infantes en un ambiente que condice con su inocencia. (Cómo sería interesante que el domingo anterior al Halloween, las parroquias promocionasen esta opción de verdadera evangelización cultural).
La inocencia, esa que nos permite admirar tranquilos un bello atardecer, de esos que aún podemos contemplar cuando reposamos nuestro espíritu y dejamos la correría de todos los días.
Pero ocurre que el placer que trae admirar un atardecer es un placer calmo, de espíritu, profundo, en cierto sentido lento; mientras que el placer que trae una casa de terror como la que hay en ciertos parques de atracciones es un placer extremo, meramente sensible, febril, de motor hiperrevolucionado. Y muchos ya están enviciados en este tipo de placer, superficial, que causa suma excitación, pasajera, que pide por más excitación.
Y el hombre de nuestros tiempos se acostumbró a este tipo de placer, abandonando los placeres castos de la observación y de la contemplación de las maravillas. Sin embargo estos aún lo atraen.
Por ejemplo, cuando van a un zoológico con los niños, puede ser que también se encanten con el regio pavo real, con el elegante y sereno cisne, con el imponente y majestuoso león. Acompañarán con algo de alegría el gozo de sus hijos con los loros y guacamayos, irán de la mano con el interés de los niños por los zorros y los tigres, pero nunca en su profunda y calma intensidad, y rápidamente querrán ir a otro y otro animal. Tal vez incluso recuerden las alegrías propias de su infancia… Pero bien, ahí están todavía esas alegrías.
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En Navidad aún en muchos sitios brillan las luces de los árboles, los alumbrados de las calles, las decoraciones propias de esta época, causando un gran contraste con las escenografías siniestras de octubre. Es como que después de haber pecado, algunos quisieran rezar y empatar, y reconciliarse con el niño interior.
Pero bien, la idea es no ceder a los gurús de la moda que nos quieren imponer lo horrendo por estos días. Que ojalá se multipliquen aquellos que no quieran que estos sean los días de las brujas, sino de las hadas. Que no sean los tiempos de las tarántulas sino de los cisnes. Que huyan despavoridos los vampiros, y sean reemplazados por bellas gaviotas o por las fieras y elegantes águilas.
A las modas ridículas les ocurre lo que le pasaba al rey desnudo de la fábula: cuando se muestra que son ridículas no pueden ocultar su ridiculez. Y llenarnos de telarañas y calabazas, es ridículo.
Es claro, la moda de las calabazas tiene su trasfondo y explicación psicológica, como lo hemos dicho. Pero es bueno comenzar a disputarle la ciudadanía, con la moda de los castillos, las princesas y los príncipes, que es lo que más aprecian nuestros niños. Que es lo que más nos acerca a Dios. Pidamos la gracia para ello.
Por Carlos Castro
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