miércoles, 18 de septiembre de 2024
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Virgen de la Salette: corrupción en el santuario, apelo a los apóstoles de los últimos tiempos

En la soleada mañana del 19 de septiembre de 1846, Mélanie Calvat, de 14 años, y Maximin Giraud, de 11, llevaban el ganado a los pastos de la montaña de La Salette.

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Redacción (16/09/2024 14:49, Gaudium Press) “Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta» (Lam 1, 12). Las desgarradoras palabras de Jeremías, piadosamente atribuidas a la Madre Dolorosa al pie de la cruz, también pueden figurar como el epíteto más perfecto de la Virgen de La Salette.

En los Alpes franceses, María Santísima se dignó aparecerles, bajo el doloroso aspecto de Mater Lacrimosa, a dos cándidos pastores, procedentes de una aldea cercana a Grenoble. Su majestuoso semblante no ocultaba las abundantes lágrimas que fluían hasta sus rodillas, rompiendo en chispas de luz.

En la soleada mañana del 19 de septiembre de 1846, Mélanie Calvat, de 14 años, y Maximin Giraud, de 11, llevaban el ganado a los pastos de la montaña de La Salette.

Curiosamente, ambos se habían conocido la víspera de la aparición, cuando cierto hombre del lugar obtuvo el permiso del padre de Maximin para que éste sustituyera a uno de sus empleados enfermo. Dado su completo desconocimiento del oficio, le indicaron que siguiera a una experimentada pastora de la región.

El niño enseguida entabló amistad con la inocente Mélanie y, después de cuidar de los animales, le pidió jugar. La distracción elegida fue construir lo que llamaban «paraíso», que consistía en una casita de piedra cubierta de flores. Sonaba el ángelus mientras ambos amontonaban guijarros y recogían plantas silvestres multicolores para, luego de un frugal almuerzo, ponerse manos a la obra. Constaba de una planta baja reservada para ellos dos y un piso superior inundado de florecillas, arreglos y ramas, que era un auténtico «paraíso». Esta pueril construcción les llevó mucho tiempo de trabajo, tras lo cual se quedaron dormidos sobre la hierba.

Cuando Mélanie se despertó, quiso comprobar inmediatamente el buen orden del rebaño y, tranquilizada al comprobar que estaba a salvo, se dirigió hacia la pequeña construcción. En ese momento, la vio resplandeciente de luz y sólo pudo exclamar: «Maximin, ¿lo ves? ¡Ah, Dios mío!».

La hermosa Señora de los Alpes apareció sentada con la cabeza entre las manos, con un aspecto impregnado de lo sobrenatural. Así la describe Mélanie: «Su mirada era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar con los míos, pero la conversación provenía de un profundo y vivo sentimiento de amor hacia esa belleza que me derretía. La dulzura de su mirada, su aire de incomprensible bondad, me hacían comprender y sentir que atraía hacia a Ella y que quería darse; era una expresión de amor que no se puede expresar con la lengua humana ni con las letras del alfabeto».

Se entristecía por la abierta violación de la ley de Dios y por el terrible castigo que le sobrevendría al mundo pecador y empedernido

Su vestido blanco plateado estaba adornado con un delantal amarillo oro; sin embargo, describe la vidente, «no tenía nada de material: estaba compuesto de luz y de gloria». Su regia corona, hecha de rosas celestiales, esparcía rayos dorados. Alrededor de su cuello, sujeto a una cadena, colgaba el símbolo de la Redención: una cruz de oro con el Señor resplandeciente que a veces parecía estar muerto; otras, se manifestaba con la cabeza erguida y los ojos abiertos, y hasta queriendo hablar. Flanqueando el crucifijo había dos instrumentos de la Pasión: un martillo y unas tenazas. Tenía también una cadena más ancha formada por centelleantes rayos de gloria y otras muchas rosas perfiladas que decoraban su vestido.

«Avanzad, hijos míos, no tengáis miedo; estoy aquí para anunciaros una gran noticia», fueron éstas las palabras iniciales con las que la Santísima Virgen introdujo su discurso profético, mientras empezaba a derramar copiosas lágrimas.

Dolor por los pecados de la humanidad

«Si mi pueblo no quiere someterse, me veo obligada a soltar la mano de mi Hijo. Es tan fuerte y pesada que ya no puedo retenerla». Con esta lamentación, Nuestra Señora revelaba la necesidad de sus constantes súplicas para aplacar la ira divina, pero se entristecía porque los hombres las tomaban con total indiferencia: «¡Hace tanto tiempo que sufro por vosotros! Si quiero que mi Hijo no os abandone, he de rezarle sin cesar. Y a vosotros no os importa. Por mucho que recéis, por mucho que hagáis, nunca podréis compensar la angustia que he asumido por vosotros». Y denunciaba como causa de la indignación divina la violación del precepto dominical y los pecados de blasfemia en los que el pueblo reincidía con liviandad.

Dirigiéndose a Maximin, María Santísima quiso transmitirle un secreto. Predijo para el siglo xix el avance del mal en todos los países, en proporciones nunca vistas, y el comienzo de una gran persecución a la Iglesia, en la que los buenos expiarían con sus sufrimientos el mal que habían hecho o que no combatieron con la debida firmeza. Después de muchas luchas se establecería en la tierra la única religión: la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

La niña, que no había oído las palabras dichas a su compañero, también empezó a recibir una revelación: «Mélanie, lo que te voy a contar ahora no será siempre un secreto; podrás publicarlo en 1858». Y la Virgen pasó entonces a esbozar el cuadro de decadencia de la Iglesia visible en la persona de sus presbíteros y religiosos. Este rebaño escogido, llamado a empuñar la antorcha del fervor entre los fieles, traicionaría en gran medida su misión y sería responsable de la decadencia de toda la sociedad.

He aquí algunas de sus palabras: «¡Ay de los sacerdotes y de las personas consagradas a Dios que por su infidelidad y su mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al Cielo y piden venganza, y he ahí que la venganza está a sus puertas, porque ya no hay quien implore misericordia y perdón para el pueblo; ya no hay almas generosas, nadie digno de ofrecer la Víctima sin mancha al Eterno en favor del mundo».

Aún en tono muy serio, señaló el descuido de la oración y de la penitencia por parte de quienes gobiernan la Iglesia y cómo se le permitiría al demonio establecer divisiones en todas las sociedades y familias. Dios abandonaría a los hombres a sí mismos y éstos perderían poco a poco la fe, religiosos inclusive.

Como consecuencia, el colapso se extendería de la esfera espiritual a la temporal: «Todos los gobernantes civiles tendrán el mismo designio, que apunta a abolir y hacer desaparecer todo principio religioso, para dar paso al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y toda clase de vicios», hasta que el mundo acabe inmerso en un terrible caos, en el cual «sólo se verán homicidios, odio, envidia, mentira y discordia, sin amor a la patria ni a la familia».

Llegada de los castigos y convocatoria de los apóstoles de los últimos tiempos

Algunas de las profecías señalaban los respectivos años y se referían al propio siglo xix. Sin embargo, poco a poco la Virgen de La Salette dejó de situarlos en una cronología y empezó a anunciar hechos más distantes de aquel período histórico, relacionados con los anteriores y presentados por Ella como su consecuencia lógica. Por eso, el mensaje completo es hoy, sin duda, providencialmente actual.

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Vendrán tiempos, dijo Nuestra Señora, en que «las montañas y toda la naturaleza temblarán de espanto porque los desórdenes y los crímenes de los hombres traspasan la bóveda del Cielo»; el mundo será castigado con toda especie de plagas, conflictos, catástrofes naturales y los malos se congregarán para gobernarlo, mientras la mayoría de los hombres, olvidándose de Dios, «sólo pensarán en divertirse». En este contexto convulso, la Iglesia atravesará días de pruebas aún más terribles. «Los lugares santos están corruptos», dijo María Santísima, e incluso «Roma perderá la fe»…

En medio de la desolación generalizada, hizo una convocatoria a sus hijos escogidos de esa época para que predicaran la verdad en todo el mundo: «Hago un llamamiento urgente a la tierra: llamo a los verdaderos discípulos de Dios vivo y reinante en el Cielo. […] Llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, […] a los que llevo, por así decirlo, en mis brazos; a los que han vivido en mi espíritu. Llamo a los apóstoles de los últimos tiempos […]. Id y mostraos como mis hijos amados; estoy con vosotros y en vosotros, siempre que vuestra fe sea la luz que os ilumine en estos días de infortunio». Y tras profetizar un enfrentamiento definitivo entre las fuerzas de la luz y de las tinieblas, del que San Miguel Arcángel saldría victorioso, dictó una regla de vida para los citados apóstoles.

Pronunciadas estas impactantes amonestaciones, la Santísima Virgen se dirigió a los niños. Quería preguntarles por las oraciones diarias de ambos y el estado del trigo en la región, que ya empezaba a deteriorarse. Sus últimas palabras fueron un estímulo para que Mélanie y Maximin propagaran el mensaje: «Bien, hijos míos, transmitiréis esto a todo mi pueblo». Luego, caminó unos pasos, miró detenidamente a cada uno y comenzó a elevarse, desapareciendo poco a poco en medio de la intensa luz que la rodeaba.

(Tomado, con adaptaciones, de Apariciones de La Salette – Señora, ¿por qué lloráis?, por la Hna. María Angélica Iamasaki, EP)

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Los comentarios de Mélanie Calvat y Maximin Giraud citados aquí entre comillas, así como las descripciones de la aparición y las palabras literales de la Virgen, han sido tomados de los informes oficiales hechos por los pastores, transcritos en la célebre tesis doctoral del sacerdote Michel Corteville sobre La Salette: CORTEVILLE, Michel. La «Grande Nouvelle» des Bergers de La Salette. Le plus grand amour, les plus forte expresions. Tesis doctoral en Teología Espiritual. Pontificia Studiorum Universitas a Sancto Toma Aquinate in Urbe. Roma, 2000, pp. 204; 230-241.

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