“No podemos limitar el concepto a una mera proximidad física, afinidad psicológica y temperamental, o cuestión de gustos y apetencias”.
Redacción (13/07/2022 09:11, Gaudium Press) El prójimo, como es claramente referido por su nombre, es aquél que está más cerca de nosotros. Sin embargo, no podemos limitar el concepto a una mera proximidad física, afinidad psicológica y temperamental, o cuestión de gustos y apetencias. Su acepción debe ser mucho más amplia y atender todo el aspecto moral que entraña. En el sentido más generoso o extenso, es necesario verlo como todo aquél que de alguna manera necesita de nuestro auxilio moral, espiritual o físico; y, sobre quien compasivamente depositamos nuestro afecto. Puede no tener ningún parentesco con nosotros o incluso sernos un absoluto desconocido. No obstante, a ese homo qualunque – a ese “hombre común”, a “ese hombre cualquiera” que se cruza ante nuestros ojos, debemos verlo como carne de nuestra carne, en la medida que comparte nuestra propia humanidad y ha sido redimido por la Sangre preciosa de Nuestro Señor Jesucristo.
Evidentemente, existen grados de proximidad y, conforme su cercanía, debe ser nuestra compasión y generosidad, pues “la caridad empieza por casa”.
Jesús y la mujer cananea
Ahí tenemos la historia de la Cananea narrada por Mat. 15, 22-28. Nuestro Señor prueba inicialmente a la mujer diciéndole que “no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”, una vez que Él ha sido enviado para sanar las ovejas perdidas de la casa de Israel. Sin embargo, ante la enorme fe de la mujer: “Sí Señor, pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”, se enternece el Corazón de Jesús, sanando en el mismo instante a su hija.
El domingo 15 del tiempo ordinario podría ser llamado el domingo del Buen Samaritano. La liturgia nos trae a la memoria la hermosa parábola construida por el Señor en respuesta a un legista que le inquiere sobre cómo alcanzar la vida eterna; y como Jesús le preguntase qué está escrito en la Ley, el legista le responde: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente… y ama a tu prójimo como a ti mismo.
—Bien contestado, le dijo Jesús, haz eso y vivirás.
Pero él quería justificarse, así que preguntó a Jesús:
— Y ¿quién es mi prójimo?
La temática de hoy, debe darnos luz a este respecto, de modo a fortalecer nuestra vida con el ejercicio eficaz de la caridad cristiana, en cumplimiento de ese mandato fundamental de nuestra ley, tan importante, y tan íntimamente ligado al primero de los Mandamientos que es el del amor de Dios; pues “quien no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo podrá amar a Dios a quien no ve?” (1 Juan 4:20)
El buen samaritano
El ejemplo magnífico elaborado por la Sabiduría de Dios, nos convida poderosamente a ejercitar nuestra caridad con el prójimo como el Buen Samaritano, y no siguiendo el pésimo modelo del sacerdote y del levita de la parábola que pasaron antes que él, haciendo caso omiso del precepto de la bondad y de la misericordia para con quien lo necesita… Y aquí sacamos dos primeras e importantes lecciones: no siempre es verdaderamente justo aquél que aparenta serlo; y la caridad no es un consejo, es un mandato. Quien lo cumple con amor recibe las bendiciones de Dios.
Pasando del plano meramente físico al plano moral o espiritual, podríamos también conjeturar: nuestro prójimo puede hallarse quizás en una profunda indigencia moral, en un abandono culpable de la Divina Ley, y en el grave riesgo, por tanto, de perder su alma. Por ello, las obras de misericordia espirituales nos mandan “corregir al que yerra”, y “dar buen consejo a quien lo necesita”.
La corrección fraterna es un gran medio de salvación, porque el destino eterno de alguien puede depender de que acepte las correcciones que reciba.
Del Evangelio según San Mateo 18,15-20
«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano…»
La corrección fraterna es deber de caridad
Quien se abstrae del deber de la corrección fraterna peca contra la caridad; y, conforme el caso puede hacerse reo de la justicia de Dios. No podemos dejar de advertir a nuestro prójimo, sin eludir este deber por indiferencia o peor aún por desprecio, por comodidad o por recelo de quizá perder su amistad. Quien tiene obligación de corregir y no lo hace, no sólo daña a su prójimo, sino que se daña a sí mismo, se privará de los méritos y beneficios de cumplir este deber y terminará por escandalizar a los que comprueban su negligencia.
El que se omite de esta manera, no sólo es connivente con la falta practicada; también demuestra su malquerer hacia quien necesita el apoyo de una aclaración. Este sentimentalismo, desequilibrio y equivocada indulgencia, confirma en sus vicios a los que yerran.
San Juan Clímaco nos enseña: “Compara la crueldad de quien le saca el pan de las manos a un niño hambriento, con quien tiene la obligación de corregir y no lo hace”. Éste último no sólo daña a su prójimo, sino también a sí mismo.
También nos enseña el libro de los Proverbios (Prov. 13, 24): “El que ahorra la vara, odia a su hijo, el que lo ama se esmera por corregirlo”.
… “La necedad se esconde en el corazón del niño, la vara de la corrección lo hace salir de él”. (Prov. 22, 5).
Cuando un padre actúa con su hijo de esta manera, le procura el bien y la virtud. Por eso, San Pablo advierte:
“Soportad la corrección, porque Dios os trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre? Si Dios no os corrigiera, como lo hace con todos, seríais bastardos y no hijos” (Heb. 12, 7-8).
Por lo tanto, es una falsa ternura dejar de aplicar una corrección necesaria, pensando que esa omisión evitará una amargura a quien la necesita.
Siguiendo en nuestro análisis, las obras de misericordia también nos mandan instruir al que no sabe, aconsejar, consolar, confortar, como también perdonar y sufrir con paciencia las molestias de nuestro prójimo.
Llegamos al fin de nuestro comentario de hoy. Nos hemos paseado por medio de este análisis, un tanto sui generis, por la hermosa parábola del Buen Samaritano, ya que buenos samaritanos debemos ser todos; el mandato es para todos y nadie puede exceptuarse. Alguien podría afirmar: – Pero también el samaritano tiene defectos y debilidades. – Desde luego; pero el ejercicio de la caridad se realiza siguiendo los aspectos buenos del alma, y cuando el frágil ayuda a quien lo es más, se hace merecedor del auxilio del propio Dios. Y es el mismo Jesús quien nos ayuda a cargar nuestras cruces y miserias, haciendo las veces de Cirineo en nuestra vida.
Pidamos la intercesión de María Santísima para ser fieles hasta el fin en el cumplimiento de este precepto, esencia de nuestra vida cristiana.
Por el Hno. Néstor Raúl Naranjo Pizano, EP
(Publicado originalmente en Caballerosdelavirgen.org)
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