domingo, 24 de noviembre de 2024
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Apuntes sobre las metáforas, esas luces que pueden iluminar toda una vida

Los niños inocentes son poetas de metáforas que llegan al reino encantado donde todo es bello. Una piedra en sus pupilas es una joya vistosa; una botella de simple vino en su mirar es elíxir celestial.

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Redacción (14/11/2021 18:30, Gaudium Press) El sentido de las analogías, el importante sentido de las analogías, decía el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira. Algo es análogo a otro porque puede compararse a ese otro por una semejanza que tiene, además de una desemejanza. El Dr. Plinio decía que por medio de las analogías se podía encontrar a Dios.

No hablemos del sentido de las analogías sino del de las metáforas, que viene a ser prácticamente la misma perla, el mismo diamante.

Una metáfora es una comparación que nos ayuda a entender la esencia de algo, o que le agrega a ese algo otra cosa enriqueciéndola. Y sí, por esa vía se puede encontrar a Dios.

La metáfora es una forma de usar la cabeza – casi LA forma – pues pone en juego no sólo la razón, sino también la sensibilidad, la imaginación, moviendo la voluntad; con la metáfora todo eso se pone en movimiento.

En una exageración hiperbólica metafórica, se podría decir incluso que hacer metáforas es realmente vivir, o por lo menos la posibilidad de trascender a otra dimensión, que puede ser la dimensión celestial, que ojalá sea esa dimensión. Y al final, ya lo decía San Agustín, nuestro corazón no descansa hasta que no reposa en Dios.

El problema de los poetas después del renacimiento es que quisieron ocultar, escondieron que toda metáfora debe apuntar a Dios, que toda poesía tiene como última estación a Dios, a las virtudes absolutas de Dios, al Reino Celestial. La poesía moderna es como subirse a un tren que sabe a cielo, que huele a cielo, que dice en su cartel “camino al cielo”, pero que se detiene en un puerto intermedio, cuando no es que se devuelve hacia quien sabe donde.

La vida vista con ojos de metáforas o de poesía, es una vida vivida en fronteras gigantescas, en fronteras de eternidad; lo otro es mera cárcel, es plástico MacDonalds, es el aburrido y cada vez más desgastado Hollywood.

Ejemplifiquemos con las letras, las del abecedario.

Las letras pueden ser vistas como simples letras, que unidas forman palabras, que unidas forman frases. O unas letras pueden ser vistas como pasaportes a otros mundos.

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San Luis Rey, Catedral de Senlis, Francia

El que ve las letras casi que como meras manchas de tinta, toma un buen libro como sosteniendo 300 gramos de papel; el segundo como quien cogió la caja del tesoro. Unas letras pueden ser sentencias eternas escritas en piedra, como los diez mandamientos. Unas letras pueden ser solaz para el hombre agotado con la banalidad de las mentes de hoy, pueden ser tan fuertes como el dictamen que ordena al verdugo matar y que abren las puertas de la eternidad del reo; pueden ser la máquina del tiempo que nos lleva a Julio César, a Carlomagno, a San Luis en Damieta; las letras también pueden ser la máquina de la imaginación. Letras que solo forman palabras son las meras letras en una cabeza sin metáfora. Las otras letras, las que llevan a San Luis, son estrellas que ayudan a volar, en alas de metáforas.

Las metáforas son como el arma del pensamiento.

Decía el Dr. Plinio que habían dos tipos de obreros, de aquellos que construyeron las catedrales medievales: los primeros, de vistas cortas, precursores tal vez de los pobres hombres de nuestros días, creían que simplemente estaban juntando piedras. Los otros sabían que estaban construyendo una catedral, soñaban con ella, endulzaban sus labios y su corazón con esa catedral.

Así, en las manos del hombre-materia, un ladrillo es un pesado paralelepípedo de un color no llamativo. En manos del hacedor de metáforas el ladrillo es la primera cuota de un sueño en construcción, es el aporte para la hechura de la basílica dorada, es la prueba de que hasta la materia más humilde, como la arcilla, merece servir de base al palacio de ensueño, al castillo torreón.

Con el buen uso de las metáforas, la vida se transforma en poesía. Resumiendo mucho, se podría decir que la vida debe ser poesía que nos lleve al cielo.

Poesía es también la cruz, porque en esta vida necesariamente por la cruz se va a la luz. La poesía debe ser también el cantar de la gesta, del combate, de la lucha por la luz. Las metáforas deben cantar lo luminoso de la lucha, el brillo del sudor del esfuerzo, lo refulgente del cansancio por la virtud, pues como dice la Escritura, si bien la vida es una lucha mientras el hombre esté sobre la faz de la tierra (Militia est vita hominis super terram), esa lucha aunque dolorosa es bella, y las metáforas deben cantar esa belleza. El cantar la belleza de la lucha hace más llevadera la lucha. Una belleza, la de la lucha, que tiene también como puerto de Alejandría el reino poético de la perfección celestial.

Las poesías con sus metáforas deben seguir ciertas reglas para llevar al cielo.

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Deben ser generosas, no egoístas, no debo ser yo el centro de mis poesías, sino simplemente el cántico sublime, generoso y despretensioso que glorifica la belleza de la Creación, del Cielo, de la Virgen, de Dios.

Deben partir de la realidad, porque la realidad es la primera premisa de ese bello silogismo que es la poesía. Y deben después volver a la realidad para alimentar la realidad.

El silogismo-metáfora puede ser así: Una premisa es la realidad, otra premisa es otra realidad aún más bella que aquella que estamos observando, y la conclusión termina siendo un acercamiento a la realidad celestial. Por ejemplo, lo oscuro de un lago es como lo oscuro del ébano, que simboliza lo serio de Dios. O el verde campo que estoy observando, me recuerda los verdes y lavandas de ciertos campos de Chambord, que me remiten a los trigales celestiales. O lo oscuro de un lago, es como lo oscuro del pecado, como lo oscuro del infierno, que es lo contrario de la luz de Dios.

O de otro tipo: Una premisa es la realidad, otra premisa es una virtud que evoca esa realidad, y la conclusión es esa virtud que de forma infinita existe en Dios. Por ejemplo, el azul de este cielo que estoy viendo, que es un simbolo de la elegancia, que de forma absoluta se encuentra en el Elegante-Dios.

El león que contemplo en el zoológico y que ruge es como Carlomagno combatiendo los sajones, como Godofredo entrando en Jerusalén, como Dios viniendo en su caballo alado, con una espada, al final de los tiempos. El león no puede ser solo, como lo es en el alma de muchos de hoy, un gritón con felpa pulgosa en el cuello.

Los niños en su inocencia son poetas de metáforas que llegan al reino encantado donde todo es bello. Una piedra en sus pupilas es una joya vistosa; una botella de simple vino en su mirar es elíxir celestial. Para entrar en el cielo, reino maravilloso, hay que tener alma de niño, lo dijo el propio Cristo, que fue Niño y ya era Dios. Pidamos esa gracia, a la Virgen, que fue quien lo nutrió.

Por Saúl Castiblanco

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