sábado, 23 de noviembre de 2024
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¡Quién tiene oídos para oír, que oiga!

Dios habla constantemente dentro de nosotros, a través de la conciencia que, al servicio de la ley moral, nos orienta en la dirección correcta. Nuestro problema es tener oídos dispuestos a aceptar la voz de Dios.

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Foto: Kyle Smith en Unplash

Redacción (03/01/2023 10:56, Gaudium Press) Poco después de Pentecostés, un ministro etíope, un erudito, de regreso de Jerusalén a su país, leyó al profeta Isaías, que había escrito ocho siglos atrás. Al encontrarse con San Felipe, y preguntándole si entendía cuánto había leído, el etíope respondió: “¿Cómo puedo, si no hay quien me lo explique?” (Hch 8, 31).

Como él, todos necesitamos ser educados, especialmente sobre las verdades eternas. Para esto Dios nombró Maestro a su Hijo, y nunca dejó de suscitar, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, almas providenciales que predicaban la conversión a los hombres (cf. Lc 16,29): Moisés, Elías, Juan Bautista, el diácono Felipe, San Pablo… Desde entonces, y hasta hoy, siempre habrá en la Tierra alguien destinado a afirmar ante el mundo que “hay un Dios en Israel” (II Reyes 1, 3). Además, Dios habla constantemente dentro de nosotros, a través de la conciencia que, al servicio de la ley moral, nos orienta en la dirección correcta.

La verdad, por lo tanto, siempre nos es presentada. Nuestro problema, entonces, es tener oídos dispuestos a aceptar la voz de Dios.

No hacerlo es la peor desgracia.

Además de provocar una caída en el pecado, deformará la mente y pudrirá el corazón, cerrar los oídos a esa voz distorsiona la conciencia, que Dios ha puesto en nuestra alma para guardarnos del mal camino. Sin recurrir a revisar cuidadosamente cada paso, cotejándolo con la voluntad de Dios, la desviación solo tenderá a aumentar. El alma, entregada a su propia subjetividad, pierde paulatinamente su sentido de dirección hacia la eternidad, llegando incluso a negar que haya un camino correcto y un camino incorrecto, bajo el pretexto de “seguir su conciencia”.

Ahora bien, la conciencia no es la instancia última de la ley moral, sino sólo una ayuda para alinear nuestra voluntad con la de Dios (cf. San Juan Pablo II. Dominum et vivificantem, n. 43). Deformarla pecando equivale a actuar como el capitán de un barco que cambia su brújula para marcar la dirección que quiere. Los arrecifes, sin embargo, no cambiarán de posición. Y, salvo milagro, el barco acabará hundiéndose, como se hundirá ante el Juicio de Dios el hombre que ha guiado su rumbo en la Tierra con la brújula de su propia “ley moral”. “No queráis torcer la voluntad de Dios para acomodarla a la vuestra”, enseña san Agustín, “sino corregir la vuestra para acomodarla a la voluntad de Dios” (Enarratio in salmum CXXIV, n.2).

Por tanto, si la conversión consiste en poner en práctica la Palabra de Dios (cf. Mt 7, 21), es necesario, ante todo, tener abierto el oído del corazón para escucharla. Y, al hacerlo, saber distinguir si viene del Pastor o del ladrón (cf. Jn 10, 1-5), si es de Cristo o del diablo.

“Mis ovejas oyen mi voz, yo las conozco y me siguen”, dice Jesús (Jn 10, 27). Hay, pues, ovejas que escuchan las palabras de otros “pastores”. Después de todo, la voluntad del hombre permanece siempre libre… hasta para forjar su propia desgracia o bienaventuranza.

(Texto extraído con adaptaciones la Revista Arautos do Evangelho, nº 202, enero de 2015).

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