viernes, 22 de noviembre de 2024
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La tentación puede venir con las olas del mar…

Sí, el problema es que la tentación puede venir junto con la admiración, incluso al alma inocente…

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Redacción (20/01/2024, Gaudium Press) Sí, el problema es que la tentación puede venir junto con la admiración, incluso al alma inocente…

Veamos como lo expuso un día, en una reunión histórica, el ilustre profesor Plinio Corrêa de Oliveira.

Las almas inocentes —por ejemplo los niños— tienen suma facilidad para encantarse con las cosas maravillosas, o incluso hacen maravillosas las cosas comunes.

Así, un chiquillo en una playa no necesita sino una paleta y un cubo para edificar reinos encantados, de castillos y magníficos palacios en los que la arena vale más que adoquines de alabastro o de diamante.

El problema podría venir cuando llegan las delicias del mar…

El mar, ese ser más que maravilloso.

El Dr. Plinio decía que ningún ser meramente material le hablaba tanto de Dios como el mar.

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Es su inmensidad; su posibilidad de comunicación con tierras lejanas, tal vez maravillosas y a veces misteriosas; sus diversos ‘estados temperamentales’, ora calmo y sereno, ora vibrante y comunicativo, por veces tempestuoso y amenazante con olas oscuras que llegan al cielo, toda una variedad que nos recuerda al Hacedor del Universo, un universo que es variado y bello. Los amaneceres en el mar; sus atardeceres, en los que el infinito del cielo se junta al infinito de sus aguas, por veces en medio de luces multicolores. Realmente el mar habla de absoluto, habla de cielo, fácilmente reporta a Dios.

Pero ocurre que comúnmente, en la contemplación de las maravillas, no solo se produce la admiración espiritual (esa que nos termina reportando al Creador), sino que esta viene acompañada de un placer sensible, de una delectación física, que, claro, es legítima, es también querida por Dios, para mimar a un hombre que no es solo alma sino también cuerpo.

Sigamos con el mar.

Imaginémonos en un atardecer multicolor en la playa de una isla caribeña, sentados en cómoda silla, abrigados bajo buena sombra, y en la mesa, una refrescante bebida.

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Foto: jcob nasyr en Unplash

La blanca y fina arena sirve de marco perfecto de tonalidades amarillas, de rojos, violetas, dorados, que van surgiendo y desapareciendo, iluminando y contorneando unas delicadas nubes que solo sirven para aumentar o matizar la intensidad de los colores. Es realmente fácil que ante semejante cuadro el espíritu exalte en una exclamación más que justa: “¡Cómo eres bueno Señor, que creaste el mar y los bellos atardeceres, para consuelo y reposo del hombre. El mar es también tu reflejo, en el que percibo tu riqueza y tu grandeza. Yo te agradezco, te honro y alabo por eso, oh Señor!”

Pero al mismo tiempo que profiero esta exclamación –de cuño religioso–, todo mi cuerpo siente la suave brisa, matizando el cálido abrazo de los rayos crepusculares. Y si entro al mar (estamos en el Caribe), las tibias aguas me invitarán zambullirme en sus tonalidades aguamarina, de un mar que más que aguas coloridas es una preciosa joya líquida. Un mar delicioso, también físicamente.

¿Algún problema con ello? No.

Pero la tentación puede venir con las olas del mar…

Somos de barro, somos frágiles vasijas de barro, el Pecado Original dejó al vivo la arcilla con la que fue fabricado Adán. Y podemos aficionarnos demasiado con las delicias meramente físicas. Pues como decía el Dr. Plinio, el pecado original afectó particularmente la sensibilidad, haciendo que esta con frecuencia quiera tomar la primacía sobre la inteligencia y la voluntad. Por eso, es muy fácil —si no tomamos cuidado— que los placeres meramente sensibles del mar (o de cualquier otro ser admirable) nos envuelvan, terminen sobreponiéndose al reportarse a Dios, nos obnubilen, terminen borrando de nuestros espíritus la figura del Creador presente en el mar. Y nos terminen subyugando.

Cuando esto ocurre, la propia delicia espiritual y profunda del mar que habíamos experimentado en un inicio desaparece, el mar pierde su brillo y solo queda la materia y su posibilidad de placer animal, que se va reduciendo hasta desaparecer. Prueba de ello son las muchas personas que viven junto al mar y que perdieron el encanto inocente y evocadoramente divino del mar. Pueden ser hasta ‘prisioneros’ del mar, de las delicias físicas del mar, pero ya no perciben el mensaje maravilloso, espiritual y ‘divino’ del mar.

Así puede ocurrir con todas las cosas maravillosas que se ofrecen a nuestro deleite en el Universo.

Porque tenemos la terrible inclinación de ser absorbidos y esclavizados por lo que meramente halaga los sentidos y nos causa placer físico, incluso las cosas más inocentes y sublimes, como el mar.

Por eso, debemos repetir una vez más al Dr. Plinio, cuando decía que deleite o sucesión de deleites que no se colocan en perspectiva de lo sacral, de lo divino, son peligrosos, muy peligrosos. Pueden ser como la droga: primero poco, inebriante; al final, el infierno.

Por lo demás, el deleite sacral –ese que tiene a Dios en su punto de mira final– no aleja del esfuerzo, del sacrificio, sino que por el contrario lo invoca, lo alienta. Cuando se admira adecuadamente algo en perspectiva sacral y divina, la admiración florece en deseo de entrega, sacrificada, en un darse que puede llegar hasta el heroísmo si es proporcionado y necesario.

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Foto: Tommaso Cantelli en Unplash

Podré decir que quiero mucho a mi Patria, que amo sus paisajes, sus riquezas naturales, que me deleito con las sonrisas de sus niños, con la alegría y las cualidades de sus gentes. Pero si esos deleites, en el momento en que la Patria está bajo seria amenaza, no se traducen en sacrificio y esfuerzo en su defensa, ese ‘amor’ no pasa de egoísmo vil, mera y cobarde fruición de los sentidos, debilucha sensualidad sin carácter, sin fuerza de voluntad. Tal como el pobre drogadicto, que ya no tiene fuerza de voluntad.

Queda puesta la disyuntiva, que sin dudarlo juzgamos de existencial: O contemplamos el Universo de forma sacral, y lo usamos de escalera al cielo, o nos deleitamos solo animalmente, y este se convierte en un tobogán hacia el infierno.

Para prevenirnos, está pues el reportarnos constantemente a Dios. Y está la templanza y la aceptación de la cruces de la vida, que no debemos rechazar, pues solo no habrá sacrificio cuando hayamos traspasado las murallas del Cielo, donde habrá mares mucho más maravillosos que los de esta Tierra. Y también debemos pedir la gracia fortaleciente del Cristo, quien muriendo en una Cruz nos dio testimonio untado en sangre divina, de cuanto verdaderamente ama a los hombres, por amor de Dios, por amor de Él.

Por Saúl Castiblanco

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