“La verdadera justicia con relación a la Iglesia consiste precisamente ‘en aprovechar lo más posible todos los tesoros que fueron puestos por Dios en Ella, para bien de la sociedad humana’”.
Redacción (23/03/2024, Gaudium Press) “¡Por fin, el Estado separado de la Iglesia!”, gritaban los liberales decimonónicos, y desde entonces sus retoños, sin que se les pueda achacar falta de coherencia: al desconocer los dones sobrenaturales de los que la Iglesia es canal y administradora, pues claro que tenían que decir ‘¡para qué sirve estar pegados de los curas! Ellos allá con sus rezos y supersticiones, que ahora nosotros sí organizaremos el Estado de una manera racional, libre, sistemática, científica…’
Ejemplo perfecto ese, de que de una premisa errada (la ignorancia de lo que es la gracia de Cristo vehiculada a través de su Esposa mística) las malas consecuencias se suceden, y con lógica.
Sin embargo, como decía un día el prof. Plinio Corrêa de Oliveira, la verdadera justicia con relación a la Iglesia consiste precisamente “en aprovechar lo más posible todos los tesoros que fueron puestos por Dios en Ella, para bien de la sociedad humana”. Despreciar esa mina de oro es una ingratitud con Dios y una falta de justicia, además de falta de sentido común y coherencia interna en los católicos liberaloides: por un lado reconocen que la Iglesia es una mina de oro, y por otro, piensan que es mejor dormir encima de esa mina de oro sin aprovecharla.
Porque la Iglesia “es la casa del Espíritu Santo, donde las gracias y la santidad brotan con una abundancia constante y permanente, y donde, en situaciones normales, hay una sabiduría y una virtud que exceden inmensamente la sabiduría y la virtud de los hombres. De manera que la Iglesia es de una capacidad celestial para llevar adelante todas las cosas terrenales que tienen relación con el cumplimiento de su misión”.
Es claro, el Estado debe procurar apoyo en los ámbitos de Iglesia que reflejan su santidad, que siempre los hay y son los que ostentan el espíritu sublime de Cristo, que el verdadero sensum fidelium siempre sabrá reconocer.
Se dice, y a justo título, que España es Madre de Naciones: si el de Madre es más que un término de honra para una mujer, con qué orgullo un pueblo debería portar en su pecho e incluso en sus símbolos el título de Madre de otros pueblos, que ya han crecido como arbustos vigorosos, rumbo a una madurez en la que florezcan todas sus diversas potencialidades.
Pero si España fue Madre de Naciones es porque era católica, porque el catolicismo le dio grandeza y fecundidad para expandir los confines de los océanos y la civilización y sembrar en primitivas tierras los injertos de su gigante cultura latina y sobre todo la semilla vigorosa de una fe que habían sabido custodiar. Pues hubo otros pueblos, que aunque se vanagloriaran de la herencia que guardaban de Grecia y Roma, ya habían cortado los mucho más importantes lazos con la Esposa de Cristo, y por eso, aunque también le dieron la vuelta al globo y se enseñorearon sobre muchos pueblos, no se pueden jactar de ser madres de naciones y culturas originales.
En el fondo decir que España es Madre de Naciones es lo mismo que decir que la Iglesia es Madre de Naciones, una Madre que por lo demás ya había probado hasta la saciedad la fertilidad de su maternidad en esos campos, al punto de engendrar y criar los más elevados hijos que ha presenciado la Historia, las naciones de la Cristiandad.
Hoy, cuando muchas naciones de occidente se desgarran y deshacen justamente por haber escupido sobre aquello que era su savia, la tradición cristiana, es la hora de cuestionar otrora intangibles ‘dogmas’ liberales, como ese de la separación absoluta entre Iglesia y Estado.
Es claro que desde que existió la Iglesia, hay campos que son específicos de la Iglesia y otros que son específicos del Estado. Pero también es cierto que hay terrenos en los que la Iglesia tiene interés especialísimo, porque se relacionan fuertemente con la salvación de las almas, que es la misión que el propio Cristo-Dios le encomendó aquí en la Tierra. La misión del Estado no puede ser solo la búsqueda de mayor riqueza y bienestar común aquí en esta Tierra, sino no entorpecer y favorecer en lo que quepa (sin imponer) a que la Iglesia prepare y promueva la salvación eterna de las almas, con la consecuencia de que no hay nada que beneficie más aquí a las sociedades humanas que la labor de la Iglesia.
Pero para no sacarle el quite a una arista del problema que consideramos de fondo, debemos decir que a veces ve uno sectores en la Iglesia que como que parecieran no tener conciencia de la grandeza de la Iglesia, de la grandeza inmensa del Tesoro que le fue confiado, y que aparentan pedirle excusas al Estado por el mero hecho de existir.
No: Cristo-Dios no padeció terriblemente y murió por poca cosa, sino para comprarnos la mayor riqueza de la Tierra que es la gracia, administrada por la Iglesia, gracia que produce maravillas.
En un Estado de mayoría de habitantes cristianos, la Iglesia es el alma de ese Estado. Que el Estado menosprecie a la Iglesia, es como si el cuerpo menospreciara su alma. Un Estado nacido de la Iglesia, que menosprecia a su Alma-Iglesia, pues llega a los desastres que estamos viendo, de naciones que agonizan, pues justamente la definición de muerte es la de la separación del alma y el cuerpo.
Los católicos debemos renovar nuestra conciencia, de que pertenecemos a esa Madre de Naciones, a esa Vivificadora de Naciones, que no ha perdido en nada su potencialidad de engendrar y dar vida, de incluso resucitar a la vida a cuerpos que ya parecen medio muertos.
Los católicos debemos reclamar el elevado puesto que le corresponde a la Iglesia dentro del Estado. No es un querer devolver la arena del reloj de arena de la Historia, no; todo con serenidad, con sentido común, sin pisotear y cuidando también de los reales derechos de los no cristianos.
Pero es por el bien del propio Estado. Porque el Estado que mejor funcionaría, sería un Estado de santos; y los santos los produce es la Iglesia, no el Estado.
Por Carlos Castro
Deje su Comentario