jueves, 21 de noviembre de 2024
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María Santísima velará por la Iglesia y la integridad de la fe

Dios “¿no le habrá consagrado a Ella la tarea de velar con maternal solicitud por la integridad de la fe de los «Apóstoles de los últimos tiempos», anunciados por profetas de la talla de San Luis María Grignion de Montfort?”

Nossa senhora ressurreicao

Redacción (10/04/2024, Gaudium Press) La Santísima Virgen es, en el más alto sentido del término, la Corredentora de los pecadores. Aunque su cooperación en la Pasión de Cristo no fuera per se necesaria, lo fue por voluntad del Padre de las Luces, que en sus divinos arcanos determinó darle al Nuevo Adán una compañera fiel, en contraposición a la primera mujer prevaricadora que arrastró a Adán al abismo del pecado. Por esta razón, los más antiguos Padres de la Iglesia designan a María como la Nueva Eva, toda santa, inmaculada y obediente. Su cooperación reparó de la forma más bella la falta de la primitiva pareja, culpable de rebeldía y causante de las desgracias de la humanidad.

San Juan, en su Evangelio (cf. Jn 19, 25-27), insiste en subrayar el papel compasivo de la Virgen Madre a la sombra de la cruz. Permaneció en pie presenciando el sacrificio del Cordero de Dios y, con espíritu sacerdotal, lo ofreció al Padre celestial haciendo un acto de suprema sumisión. Los atroces dolores del Hijo fueron compartidos por la Madre, que junto a Él se inmolaba con ardiente deseo de arrancar de las inmundas garras de Satanás a las almas atadas por el pecado y esclavizadas por la muerte.

Unidos en el dolor, inseparables en la victoria

En consecuencia, los Corazones sufrientes de Jesús y de María, unidos y como unificados por los mismos padecimientos y por idéntica caridad, debían experimentar al unísono las consolaciones de la Resurrección. Por eso, numerosos santos afirman que la Virgen fue la primera en encontrarse con el Señor aquella madrugada cargada de bendiciones de la verdadera Pascua.

Sin embargo, nuestra piedad filial nos lleva más allá. Por el estrecho vínculo sobrenatural existente entre ambos y por el don de la permanencia de las especies eucarísticas, ciertamente María Santísima siguió paso a paso, en su interior, todos los episodios de la Pasión de su Hijo, así como la Resurrección. Después debió haber recibido la visita de Jesús pleno de vida y de regocijo, siendo entonces su espíritu maternal colmado de las más sublimes alegrías.

Corredentora

Nuestra Señora siempre fue un mar de recogimiento profundo, trasparente y virginal. Ella guardaba y confería en su corazón cada gesto y cada palabra de su divino Hijo, con una sed infinita de comprender y de amar el significado de los más variados matices que sobre Él iban siendo revelados. De este modo, su espíritu se volvió perseverante, fuerte, resistente. Ella permaneció de pie junto a la cruz, acompañada únicamente por las Santas Mujeres y San Juan, que por Ella nutría un filial cariño. Los demás discípulos se mantuvieron distantes y medrosos.

Sólo María pudo con toda propiedad sufrir con el Cordero Inmaculado y unirse a Él en el sacrificio que hacía de sí mismo. La Virgen fue, de alguna manera, víctima con la suprema Víctima y sacerdote con el divino Sacerdote. No es un sacerdocio sacramental, como el de los obispos y presbíteros, sino una participación directa en el propio sacerdocio de Jesús, sumo pontífice de la nueva y eterna alianza, quien, en este caso particularísimo, le daba la prerrogativa de, al consentir en cada paso de la Pasión de su Hijo, fuera Ella misma en cierto modo la que lo ofrecía al Padre. Nuestra Señora se convirtió, por tanto, en Corredentora con el Redentor, gloria quizá superada solamente por la maternidad divina.

Y si ardua fua la lucha, altísimo fue el premio e indecible la alegría. Contemplando este gozo mariano que se encendió en el preciso momento en el que el Señor de la gloria retomaba su cuerpo, podemos elevarnos a la felicidad sin límites que inundó para siempre el Corazón Sacratísimo de Jesús en el domingo más hermoso de la historia.

Una Iglesia marial

A la vista de este Evangelio y de la discreta referencia a la fe de la Santísima Virgen que se descubre en sus entrelíneas, surge una cuestión de capital importancia con respecto al futuro de la Iglesia.

Si el papel de María, Madre de Dios y nuestra, fue crucial con ocasión de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, en el sentido de manifestar con un esplendor único la virtud de la esperanza, tan ofuscada en el espíritu de los discípulos, ¿cuál será su misión en la actual coyuntura, en que la verdad revelada es olvidada, ridiculizada e incluso pisoteada por lobos disfrazados de pastores?

Además, si Jesús quiso que el don precioso de la fe fuera conservado por su Madre cuando todos vacilaban, ¿no le habrá consagrado a Ella la tarea de velar con maternal solicitud por la integridad de la fe de los «Apóstoles de los últimos tiempos», anunciados por profetas de la talla de San Luis María Grignion de Montfort? ¿Y cómo será esta virtud en hombres y mujeres llamados a esperar contra toda esperanza? En vista de las consideraciones hechas anteriormente, se puede presagiar una fe toda marial y, por tanto, una fe audaz, invencible y gloriosa; una fe ardiente, que incendiará el mundo y renovará la faz de la tierra, inundándola de exultación.

De esta fe nacerá una Iglesia marial, capaz de atraer irresistiblemente a las almas que se conviertan ante las manifestaciones imponentes de la misericordia y de la justicia de Dios; una Iglesia que, como Nuestra Señora, será guerrera indomable y, con la fuerza que le vendrá del Espíritu Santo, expulsará hacia los antros infernales a Satanás y sus secuaces; una Iglesia radiante de santa alegría, animada de entusiasmo divino, que con la sonrisa de la Virgen Madre iluminará de forma irresistible el universo entero.

(Texto extraído, con adaptaciones, de la Revista Heraldos del Evangelio https://revistacatolica.org/la-aurora-marial-de-la-resurreccion/ n. 237, abril 2023. Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP.)

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