La madre, principal colaboradora de Dios para traer los hijos a la existencia, es la reina del hogar con una regencia de carácter peculiar: un reinado del amor.
Redacción (05/05/2024 12:01, Gaudium Press) Aquella mujer que se convierte – en medio de la alegría y los dolores del parto – en la primera a entrecruzar miradas y sonrisas para el niño que nace, siendo, después, guía en los primeros pasos y necesidades y estampando en su corazón el camino posterior de la vida, lleva el maravilloso título de: MADRE.
Aquella que convierte el hogar en agradable lugar que atrae como un imán, uniendo los corazones en un vínculo de amor hacia el cual todos respetuosamente tienden a dirigirse.
Aquella que, preocupada por la conservación y aseo de la casa, la hace acogedora y agradable en multitud de detalles, con una decoración -simple o más desarrollada según las capacidades económicas- establece, en la vida de familia, el ambiente adecuado a la convivencia.
Aquella que a veces, con voluntad enérgica, hace sus intervenciones decisivas en muchos momentos con arranques que no excluyen la dulzura, con la enorme potencia de cariño femenino.
Aquella que es el puente de unión entre todos los componentes de su hogar, sea con su esposo, con sus propios hijos e incluso sus empleados, creando un clima de cordialidad.
Aquella que no descuida su preocupación por atender uno de los deleites legítimos de la humanidad, el placer de comer. Bien nos enseña la Escritura que “no solo de pan vive el hombre” (Dt 8,3 – Mt 4,4), pero sí sabemos, precisa de pan.
Esta gran misión, de ser madre y al mismo tiempo esposa, tiene sus exigencias. Demanda espíritu de fe, sentirse apoyada en Dios, no contar con sus propias habilidades ni dejarse abatir por sus debilidades.
Por eso su vida tendrá que ser marcada por una fuerte piedad personal, pues, la especial irradiación femenina no está principalmente en sus dotes naturales sino, esencialmente, en su vida interior, su vida espiritual, su religiosidad.
Será quien incentive las manifestaciones religiosas en familia: el cumplimiento del precepto dominical, asistiendo a la santa Misa, el rezo diario del santo rosario en familia, el agradecer la salud, invocar la protección de Dios en las salidas diarias o en los viajes, para todos y cada uno. Esto será lo que derrame bendiciones sobre la casa toda, pues: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
Que, tanto al levantarse como al recogerse en la noche, incentive a sus hijos a orar, a ofrecer las obras del día, a agradecer los alimentos al sentarse a la mesa. Como nos dice el libro de los Proverbios que: “engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la mujer que teme a Dios, merece alabanza” (31, 30).
La mujer, como madre, en situaciones desesperadas, con su especial capacidad de soportar las adversidades, mismo en situaciones extremas, conserva el sentido del futuro. Factor admirable de moderación y de consejo entre padre e hijos. Bien sabemos – pues todos fuimos hijos – que nada hay más eficaz que su intermediación en las necesidades y deseos hacia el padre; así como también nada mejor que su suave transmisión de las órdenes del padre. Es la representante, la personificación, de la misericordia en el hogar. “Siempre abriendo su boca con sabiduría y enseñando con bondad” (Prov 31, 26).
La madre, principal colaboradora de Dios para traer los hijos a la existencia, es la reina del hogar, con una regencia de carácter peculiar: un reinado del amor. El amor de madre es el más parecido con el amor de Dios, pues ama sin egoísmos; ama, por más que su amor no sea correspondido.
Todos sabemos que el matrimonio descansa sobre el respeto inviolable al contrato suscrito al pie del altar: “me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.
Muchos son los enemigos de la institución de la familia en todos los tiempos, pero más fuertemente en los días de hoy que, a través de publicaciones escritas, espectáculos, músicas, películas y todo tipo de vídeos, pisotean y ultrajan la fidelidad conyugal, levantándose contra el compromiso asumido y la maravillosa misión de ser madre.
No dejéis, como madre, que penetren estos malos ejemplos en vuestros hogares.
Nos enseña un documento de la Congregación para la Educación Católica que: “la familia es una realidad social de cultura, una sociedad natural en donde se realizan plenamente la reciprocidad y complementariedad entre hombre y mujer”. Llamados a existir recíprocamente el uno para el otro, ambos realizan lo humano, al ser complementarios en lo masculino como en lo femenino, con una peculiaridad diversa.
Bella unidad de los designios de Dios confiando a esta unión, indisoluble y monogámica, la familia, no sólo la procreación de la especie – en la dignidad de la maternidad -, al llegar la bendición de Dios con los hijos, sino también siendo colaboradora de la construcción de la misma Historia de los hombres.
No podemos dejar de recordar, en esta fecha tan especial para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, como lo es el día de las madres, a la Madre por excelencia, María Santísima, la amada de Dios. Aquella que tiene tantos atributos como invocaciones, unas más expresivas que las otras: reina, madre, abogada, auxiliadora, clemente, esperanza, dulce, socorro, refugio, purísima, etc. Bien podemos exclamar, de los más bellos: ser Hija de Dios Padre, Castísima Esposa del Espíritu Santo, Madre admirable de Dios Hijo. Por eso los cielos la llaman Reina, los hombres Señora, y todos la llamamos MADRE.
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica, 5 de mayo de 2024).
Por el P. Fernando Gioia, EP
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