Fue torturado con suma crueldad por los iroqueses. Inició la conversión de los hurones.
Redacción (19/10/2024, Gaudium Press) Juan de Brébeuf, de familia rica y católica de la Normandía oriental francesa, nace en 1593 y va a la Universidad de Caen a realizar estudios humanísticos. En esa ciudad él se inscribe en un colegio de la Compañía para hacer estudios de filosofía; tenía 16 años.
Y aunque este Colegio es clausurado, él continúa bajo la guía espiritual de quienes eran sus maestros. Concluidos los estudios de filosofía en la Universidad de Caen, él, que ya tiene clara su vocación religiosa, no sabe si debe ofrecerse como seminarista al Obispo de Bayeux o pedir su ingreso a la compañía de Jesús. Después de discernimiento y solucionar algunos asuntos familiares, ingresa a la Compañía cuando tenía 24 años.
La naturaleza física de De Brébeuf impresiona al maestro de novicios. Bastante alto, enjuto de carnes, ancho de espaldas, sus facciones son muy normandas: nariz prominente, labios gruesos, pómulos elevados y unos ojos que miran de frente y sin temor. Esta naturaleza fuerte hará los votos perpetuos en 1619.
Estando en su fase de experiencia de magisterio en el Colegio de Rouen, enferma gravemente, por lo que el provincial aconseja que se ordene antes de morir. Hace pronto los estudios que le faltan y el 19 de febrero de 1622 se ordena de presbítero, pero no para subir al cielo sino para seguir luchando aquí en la tierra, pues empieza a recuperar su salud. No imaginaba el entonces enfermo, hasta donde lo llevaría la Providencia.
Después de conocer a dos franciscanos que habían regresado de Nueva Francia, pide al provincial que lo mande en misión al Canadá. Aunque no le dieron esperanzas, finalmente es elegido, lo que le produce un inmenso gozo. En abril de 1625 parte a América, junto a tres sacerdotes y dos hermanos. Durante siete semanas los mares le servirán de compañeros de meditación para la misión que deberá cumplir.
Al llegar, bañado en la gracia de Dios, todo le encanta, los bosques, las aves, los rayos de sol sobre el río. Ve con sumo interés los indios semidesnudos que en canoas rodean el barco.
Cuando arriban a Quebec, la Compañía Montmorency, que era responsble de esa colonia, quiere hacer que se devuelvan. Ciertamente estaban inspirados por el ángel de las tinieblas, temeroso del gran bien que iban a hacer. Al final los franciscanos realizan toda su diplomacia, y logran que se reciba a los jesuitas en un pequeño convento de la ciudad.
Quebec no era la imponente urbe de hoy, sino miserables barracas, salvo el almacén y la casa del gobernador. Los franceses que ahí vivían o eran protestantes, o católicos solo de nombre. Los indígenas que ahí llegaban a comerciar no querían escuchar nada de doctrina cristiana.
Pero los franciscanos les hablan de los hurones, en el lejano oeste, indios sedentarios, que cultivan el trigo, viven en casas que se agrupan tras empalizadas, y que se han mostrado amistosos. Estos buscan ayuda que los defienda de sus enemigos, los iroqueses. Tal vez ahí podría instalarse una Misión.
Solo dos semanas después de su arribo, el P. Juan de Brébeuf y un franciscano remontan el río San Lorenzo a la búsqueda del país de los hurones. En el cabo Victoria los contemplan por primera vez. Pero después de la desconfianza de los hurones, y la oposición de los franceses, debe regresar a Quebec.
Luego en julio del año siguiente vuelve con un hermano sacerdote y un franciscano hacia los hurones y los vuelve a encontrar en el cabo de Victoria. Tras insistencias y ruegos, los indios le dan un espacio en una canoa, que empieza a remontar el río Ottawa. Finalmente, después de muchas aventuras, llega a la Bahía Georgia, en el Lago Hurón. Reman luego 90 millas, hasta la aldea hurona de Toanché, de quince casas. Ahí, Juan de Brébeuf se arrodilla en agradecimiento a Dios, bajo las miradas inquisidoras y sorprendidas de hombres, mujeres y niños.
El jesuita vive la vida hurona, come maíz, pescado, y carne de castor, también de oso y de antílope. Su compañero, el P. Anne Nouë, no puede acostumbrarse y regresa a Quebec. Juan va conociendo una tras otra, las 25 aldeas del pueblo hurón, y va creciendo su amor sobrenatural por ese pueblo. No le es fácil aprender su idioma. Poco después el franciscano también se devuelve. Solo queda él.
Después de pasar tres inviernos, se le ordena el regreso a Quebec, pues la población muere de hambre, los ingleses están cerca, y se necesita que se los auxilie con maíz. Pocos días después de llegar, atacan los ingleses y Quebec se rinde. La población francesa y con ella, los franciscanos y los jesuitas, pasan a Tadoussac para regresar a Francia.
Regreso
En 1632, el Cardenal Richelieu consigue una restitución de parte de Inglaterra, y ordena que regresen los jesuitas a Nueva Francia, a cuyo cargo quedaba la evangelización de esas tierras. Brébeuf no regresa – lo que le ocasiona gran dolor – en la primera expedición, sino que lo hace en la segunda. El 25 de mayo de 1633 se encuentra nuevamente en Quebec. Un año después viaja nuevamente hacia los hurones, junto a los PP. Antonio Daniel y Ambrosio Davost, en un viaje extenuante y lleno de peligros. Se establece en Ihonatiria donde se han trasladado los hurones de Toanché, con quienes había vivido. Solo hasta 1635 los jesuitas bautizan los dos primeros ancianos, los primeros hurones católicos. El P. Brébeuf va creciendo en prestigio; llegan más jesuitas. En 1636 son enviados a Quebec 12 jóvenes hurones para que se eduquen en la Misión de Nuestra Señora de los Ángeles.
En 1637 el P. De Brébeuf funda la Misión de Nuestra Señora de la Concepción, en Ossosané, capital hurona de la nación del Oso. Pero en julio de ese año la epidemia se recrudece en toda Huronia, y se corre la voz de que los “sotanas negras” son los causantes. Los misioneros corren peligro de muerte. El P. Juan De Brébeuf escribe su voto de martirio. Sin embargo, la ola de furia pasa y en febrero de 1638 el jesuita es nombrado solemnemente jefe hurón. Las conversiones continúan. Pero el camino siempre está sembrado de espinas.
En noviembre de 1639 De Brébeuf es destinado a una Misión con los llamados indios neutrales, al sur de Huronia. Se les llamaba así porque vivían en paz con hurones e iroqueses. Pero no es bien recibido, porque los jefes creen que con el misionero puede llegar la peste, pues hurones enemigos habían difundido esos rumores. Después de un año y cuatro meses de misión, no se obtiene ninguna conversión. Se le destina a Quebec, tras un accidente en la clavícula.
Es nombrado Superior de la nueva Misión de los jesuitas en Sillery, participa en la fundación de Montreal, y sigue apoyando desde ahí la misión con sus hurones, cuya guerra con los iroqueses crece en intensidad.
En 1644, y tras insistir al superior jesuita de Nueva Francia, el P. Vimont, es enviado por tercera vez con los hurones. Es recibido con vivas. La comunidad de la misión de Santa María lo recibe lleno de alegría. Esa comunidad cuenta ahora con 16 jesuitas. Es casi una fortaleza, con empalizadas hasta el río. Por todo el país se extiende la noticia del regreso del jesuita.
Después de varios años de apostolado, y andando en una de sus misiones, es capturado en un ataque de los iroqueses al pueblo hurón de San Luis, el 16 de marzo de 1649, junto a otro jesuita, Gabriel Lalement. Son torturados. Después de arrancarle unas, mascar sus dedos, romperle sus huesos, quemarlo, le echan sobre cabeza y heridas agua hirviendo, diciéndole “Echon, te bautizamos, para que puedas ser feliz”, en burla al bautismo católico. Le arrancan la nariz, le cortan un pedazo de lengua; otro iroqués le quema la boca con un tizón encendido.
Finalmente el jefe iroqués le arranca el cuero cabelludo. Ese es su trofeo. Después hunde su largo cuchillo de guerra, en el costado, y le arranca el corazón. Chupa la sangre, lo asa, y se lo come con avidez. Todo ocurrió ese 16 de marzo.
Fu canonizado el 26 de junio de 1930.
Con información de Iberopuebla.edu.mx
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