Cortés, el de la quema de sus naves, el de la destrucción de los ídolos, el creador de un nuevo imperio.
Redacción (30/10/2024 14:01, Gaudium Press) Azuzado por el anacrónico pedido de disculpas y desplante a España, hechos por la nueva jefe de Estado mexicana con ocasión de su ascensión al poder, y tras ver las vivas reacciones de conocedores y personalidades —diciéndole a la flamante gobernante que mejor investigara bien en la historia y en nombre de los gobiernos republicanos pidiera perdón a su pueblo, pues fueron estos los que impusieron la lengua española después de la independencia, entregaron el 60% de los territorios que tenía México, y permiten que “35.000 personas son asesinadas al año y otras 75.000 son secuestradas”— recordé un propósito que hace rato tenía en vista, el de rellenar un hueco imperdonable en mi cultura histórica.
Creo que tiempo atrás, en un año de cuyo número no quiero acordarme, inicié la lectura de la biografía de Cortés de Salvador de Madariaga, que se encontraba bien empastada y prestigiada en la surtida biblioteca de mis amigos los Caballeros de la Virgen. Pero si la concluí, ni el recuerdo; pero hasta de pronto, habida cuenta de la pésima memoria de los genes de mi madre, a quien por lo demás debo el moro y el oro de Eldorado y hasta más. En cualquier caso no creo que haya avanzado mucho en esa lectura, porque habría sido imposible que no me hubiese quedado impreso, como verdadero hito por siempre, que Cortés merecía figurar en el mismo estante de la grandeza humana con los Carlomagnos, los Julio César, Isabel la Católica, Alejandro Magno.
Por ello recientemente me decidí a regar y cultivar esos áridos campos de la ignorancia de mi intelecto, y pedí prestado dos libros en la biblioteca pública, uno de muy fácil lectura escrito con una pluma ágil y sustentado, Hernán Cortés, crónica de un imposible, de José Luis Olaizola. Concluido este, nos fuimos a De Madariaga, que clásico siempre es clásico y por algo.
Después de terminar esta lectura, fue claro para mí que Cortés tenía una gran estrella, una elevada vocación dada por Dios para una obra de porte gigantesco. Pero también me fue cierta la riquísima cantera llamada España, que en hijosdalgo de Extremadura encontraba madera para construir gigantes.
Vamos a Cortés.
Escapando de un bachillerato fallido en Salamanca, y de la vergüenza de haber desperdiciado los ahorros de su padre en juergas y sensualidades, Hernán parte con ánimo aventurero y penitente a las Indias desde Sanlúcar de Barrameda y arriba a Santo Domingo en 1504, a la que aún entonces era La Española. Tenía solo 19 años.
Impresiona ver como Dios escribe recto en renglones torcidos, que si Cortés no hubiera ‘huido’ medio avergonzado de su España natal, y si de sus duelos por asuntos de faldas no hubiera aprendido a la perfección el arte de la espada, muy probablemente la cristianización de México hubiese demorado hasta siglos, o tal vez los ingleses hubiesen llegado antes con todas las terribles consecuencias para los indios que son de suponerse, viendo lo que hicieron en sus colonias.
Un día, acabado de trasplantar a Santo Domingo, tuvo un sueño al que le dio la atención sencilla de Calderón de la Barca, la de que los “sueños, sueños son”: “Adurmiéndose una tarde —cuenta Cervantes de Salazar— soñó que súbitamente, desnudo de la antigua pobreza, se vía cubrir de ricos paños y servir de muchas gentes extrañas llamándole con títulos de grande honra y alabanza”. En todo caso en el fondo algo se pellizcó, tanto que dijo a “ciertos amigos suyos, con un contento nuevo y no visto, que había de comer con trompetas o morir ahorcado” 1: no quería creer en el sueño, pero algo le decía que el sueño no estaba muy desencaminado. Sueño profético, probablemente de origen sobrenatural, que no dejaría de inspirarlo en medio de las dificultades.
Tras su llegada a América es como si el ángel de la laboriosidad lo hubiera poseído. Junto a su labor de escribano de pueblo, nombrado por el gobernador Oviedo, sumó la de hacendado, primero en La Española, después en Cuba, hasta hacerse lo que hoy se diría un hombre bastante acomodado. La rápida transformación del despilfarrador y parrandero en agricultor hacendoso y exitoso, lo fue elevando a los ojos de muchos y, como dice De Madariaga, hizo que se fuese descubriendo a sí mismo.
Participó del entorno y las amistades de Diego Velázquez, la autoridad en Cuba delegada del Almirante Don Diego Colón, el Virrey hijo del Descubridor. Algunos aseguran que ayudó a Velázquez en la conquista de Cuba aunque otros lo niegan. Lo cierto es que llegó a ocupar el cargo de secretario de Velázquez y Tesorero del Rey en esta bella isla que hoy es una terrible y hambrienta prisión. Con el tiempo y los ires y venires de la montaña rusa de los afectos humanos, la relación con Velázquez pasó del calor al tibio, luego al hielo, finalmente a la franca enemistad, matizada de reconciliaciones, al calor de las disputas políticas y condimentada a veces por la sal de las comidillas de las mujeres, que parece que en este punto aún no había escarmentado lo necesario. Entre tanto, su fortuna personal no había dejado de crecer.
Tres expediciones señaladas con el fracaso habían precedido a Cortés en la conquista de “Yucatán”, de la que no se sabía si era isla o continente, pues el mundo aún se estaba descubriendo: la de Hernández de Córdoba, la de Grijalba, que llegó a recorrer buena parte del sur de lo que hoy es el golfo de México, y la de Olid. Pero Dios había reservado esa gloria al bachiller fracasado de Salamanca, que en cierto momento fue encargado por el gobernador Velázquez a preparar todo para auxiliar a Grijalba, de quien no se sabían noticias. Entre tanto y a cierta altura, el propio Velázquez empezó a considerar en el empeño que Cortés ponía en la preparación un motivo de desconfianza, de que su subordinado no le sería enteramente dócil. Sin embargo, cuando quiso detener la expedición —que Cortés sabedor de las intenciones de su jefe había mandado zarpar de improviso— ya era tarde, tarde, muy noche para él, y había comenzado a despuntar el alba del nuevo México, de la Nueva España.
Después de sortear otras dificultades en Cuba, puestas también por el gobernador, y tras oír misa, salió Cortés el 10 de febrero de 1519 hacia la isla de Cozumel en la punta de Yucatán, como Capitán General de una flotilla de “once navíos, quinientos ochenta soldados y capitanes, cien marineros contando pilotos y maestres, dieciséis caballos, diez cañones de bronce, cuatro falconetes [ndr. pieza de artillería larga y de poco calibre] y trece arcabuces”, núcleo con el que enfrentaría ejércitos de cientos de miles de indígenas. Llevaba también la savia bendita, dos sacerdotes, uno de ellos muy docto que había sido superior de los mercedarios en Cuba y que había dejado la tranquilidad de su convento para lanzarse en la aventura de la conquista de las almas.
Habían pasado entonces 15 años desde su llegada al Nuevo Mundo. Su autoridad, más que fincada en delegación superior, ya radicaba en su gran naturaleza, pues “era con mucho el hombre de más valía de toda la armada, tanto en armas como en letras, porque sobresalía por su inteligencia como por su voluntad, y, a la raíz de ambos, por la claridad y fuerza de su propósito”, según dice Salvador de Madariaga, quien pasa a reproducir la semblanza físico-moral que hizo de él ese gran soldado-cronista que fue Bernal Díaz del Castillo (España, que de soldados engendraba historiadores…):
“Fue de buena estatura e cuerpo e bien proporcionado e membrudo e la color de la cara tiraba algo a cenicienta y no muy alegre e si tuviera el rostro más largo mejor le pareciera, y era en los ojos en el mirar algo amoroso e por otra parte graves, las barbas tenía algo prietas e pocas e ralas e el cabello, que en aquel tiempo se usaba, de la misma manera que las barbas, e tenía el pecho alto la espalda de buena manera, e era cenceño [delgado] e de poca barriga y algo estevado [piernas arqueadas] y las piernas e muslos bien sentados, e era buen jinete e diestro de todas armas ansí a pie como a caballo e sabía muy bien menearlas e sobre todo corazón y ánimo que es lo que hace el caso. (…) En todo lo que mostraba ansí en su presencia como en pláticas e conversación e en comer y en el vestir, en todo daba señales de gran señor. Los vestidos que se ponía eran según el tipo e usanza e no se le daba nada de traer muchas sedas e damascos ni rasos, sino llanamente e muy pulido, ni tampoco traía cadenas de oro grandes, salvo una cadenita de oro de prima hechura e un joyel con la imagen de Nuestra Señora la Virgen Santa María con su hijo precioso en los brazos e con un letrero en latín en lo que era de Nuestra Señora y de la otra parte del joyel a señor San Juan Bautista con otro letrero, e también traía en el dedo un anillo muy rico con un diamante y en la gorra, que entonces se usaba de terciopelo, traía una medalla e no me acuerdo el rostro, y en la medalla traía figurada la letra dél. (…) Servíase ricamente como gran señor con dos maestresalas y mayordomos e muchos pajes e todo el servicio de su casa muy cumplido e grandes vajillas de plata e de oro. Comía bien y bebía una buena taza de vino aguado que cabría un cuartillo, e también cenaba, y no era nada regalado ni se le daba nada por comer manjares delicados ni costosos, salvo cuando veía que había necesidad que se gastase o los hubiese menester dar. Era de muy afable condición con todos sus capitanes e compañeros, especialmente con los que pasamos con él de la isla de Cuba la primera vez, y era latino e oí decir que era bachiller en leyes, y cuando hablaba con letrados o hombres latinos respondía a lo que decían en latín. Era algo poeta; hacía coplas en metros e en prosas. Y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena retórica; e rezaba por las mañanas en unas Horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada a la Virgen María Nuestra Señora, la cual todo fiel cristiano la debemos tener por nuestra intercesora e abogada, e también tenía a Señor San Pedro e Santiago e a Señor San Juan Bautista, y era limosnero. Cuando juraba decía en mi conciencia, y cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros sus amigos le decía oh mal pese a vos. E cuando estaba muy enojado, se le hinchaba una vena de la garganta e otra de la frente. E aun algunas veces, de muy enojado, arrojaba un lamento al cielo; e no decía palabra fea ni injuriosa a ningún capitán ni soldado; e era muy sufrido, porque soldado hubo muy desconsiderado que le decían palabras descomedidas e no les respondía cosa soberbia ni mala y aunque había materia para ello lo más que les decía callá o id id con Dios y de aquí adelante ten más miramiento en lo que dijéredes porque os costará caro por ello. E era muy porfiado en especial en las cosas de la guerra. (…) E comenzamos [a] hacer la fortaleza y el primero que cavó e sacó tierra en los cimientos fue Cortés. E siempre en las batallas le vi que entraba en ellas juntamente con nosotros. (…) No quiero decir de otras muchas proezas e valentías que vi que hizo nuestro marqués don Hernando Cortés porque son tantos e de tal manera que no acabaría tan presto de los relatar”.
Por su parte tras su investigación, Salvador de Madariaga agrega otros trazos relevantes a su perfil moral: “Suya era la responsabilidad; suyos tenían que ser los medios para hacerle frente. No era sólo un hombre, un soldado, un Capitán: era un Estado. Esta visión política es el don supremo que desde el principio coloca a Cortés en una categoría aparte, no sólo por encima de todos sus compañeros en la conquista de Nueva España, sino de todos los conquistadores. Tanto en su estrategia como en su táctica, Cortés es constante, metódico, cuidadoso, fiel a su fin, consciente del lugar adónde va y del camino por donde va. Y desde luego, como suele suceder con los hombres de acción, se informa con avidez, pero informa con avaricia; de modo que sólo llegan a comprenderse sus planes cuando al irse desarrollando revelan todo su recóndito sentido”.
La armada de Cortés fondea en Tabasco. Allí tomaron primer contacto con los indios del Continente, que “se batieron como buenos guerreros”, según cuenta Bernal Díaz del Castillo. Después de duro enfrentamiento Cortés realiza allí y por vez primera, las tácticas de negociación que tanto éxito le rendirían en la conquista de México. Los caciques de Tabasco seducidos se sumaron a su causa.
Fondean luego en San Juan de Ulúa, hasta donde el emperador Moctezuma —que por muchos augurios de sus brujos y dioses conocía que vendrían los ‘dioses’ de Oriente y hasta tal vez el mismo Quetzalcoatl— mandó una embajada que lo siguió acompañando-vigilando. Sigue Cortés, funda Veracruz que sería en poco tiempo el importante puerto que aún sigue siendo y donde tendría que enfrentar la primera rebelión de sus hombres de las varias con las que tuvo que lidiar en la carrera de su vida.
Un día un centinela, el propio Bernal Díaz del Castillo, ve llegar a cinco indios ataviados de forma diferente a los de Moctezuma: eran los emisarios del Cacique Gordo, jefe de los de Cempoal, que le fue siempre fiel y de gran ayuda en toda la conquista. Los emisarios le explicaron a Cortés —vía Doña Marina, la famosa Malinche— de qué manera terrible eran sojuzgados por los aztecas, noticia que ya entonces Cortés midió en toda su dimensión, al percibir las ventajas que podría sacar de las divisiones de los indios de ese territorio. Además, la embajada de los de Cempoal ciertamente fue tomada como un mensaje de Dios, de que sí debía irse adentrando en la tierra magnífica pero misteriosa, que tanto le atraía pero que tantos temores suscitaba en muchos de los suyos que preferían ya regresar a Cuba, ante la imponencia con que les era descrito el imperio azteca. Llegan a Cempoal y quedan tan impresionados que la llamaron Sevilla.
Comienza Cortés su ascensión a Tenochtitlan, nada fácil, como un Calvario, como una Pasión; pero a medida que sus victorias tanto diplomáticas como militares —pequeñas hasta entonces— se sucedían, las tribus sojuzgadas por los aztecas se le iban uniendo. En ese empeño, y para exorcizar en los suyos cualquier esperanza de un regreso a Cuba sin conquista, estableciendo de esa manera la alternativa de victoria o muerte, usa de astucia para que se entendiese que era un deseo de la mayoría destruir sus naves salvo una que mandó a España, con noticias de lo realizado, también con la intención de librarse completamente de la autoridad del gobernador de Cuba, que seguía empeñado en arrebatarle la conquista de Yucatán.
Llega a los de Tlaxcala, que aunque enemigos de los aztecas le oponen resistencia y debe vencer un gran ejército con bastante sufrimiento y ardua valentía, cualidades que junto a sus diplomáticas hicieron que los tlaxcaltecas se le enfeudasen. Pero tuvo entonces que volver a vencer sobre su ejército, temeroso, que con gran esfuerzo había vencido a estos y albergaba razonables temores hacia ese pueblo mucho más poderoso, que esclavizaba y martirizaba a todos, los aztecas. Consigue Cortés con su verbo y espíritu animarlos, y continuar, y recoger como aliada rumbo a México a la muy valiosa a la sangre guerrera tlaxcalteca, que en ese momento se compuso de un ejército de unos 100.000 hombres según estimaba Cortés.
Después de pasar por Cholula, Cortés llega a las puertas de Ciudad de México, imperio al que no quería hacer de enemigo. Después de muchos intentos diplomáticos, sacrificiales y de brujería de Moctezuma, para que los españoles y sus aliados no llegaran hasta sus muros, finalmente el encuentro de los representantes de dos mundos ocurre el 8 de noviembre de 1519. Moctezuma no había empleado la fuerza para repelerlo, movido por los augurios, y acoge benévolamente a los españoles, pero temiendo que el ánimo de este emperador se diese la vuelta, Cortés lo encarcela en jaula de oro, usando como justificativa que ejércitos aliados del Moctezuma habían atacado a los españoles en Veracruz. Moctezuma, movido por su libertad cercenada y por sus augurios, reconoce la soberanía del Emperador español.
Una mañana, “por pasatiempo”, Cortés va de visita al Gran Teocalli, el principal templo pagano del imperio azteca, donde “ve los ídolos y las trazas repugnantes del culto y sacrificio” que allí se ejercía, de sacrificios humanos y corazones extraídos aún palpitantes, ofrecidos especialmente al sanguinario dios Huichilobos. Sin pensar mucho en las consecuencias de lo que iba a hacer, la indignación lo toma por entero, “echa mano de una barra de hierro y, sin esperar siquiera a que hayan llegado los treinta o cuarenta españoles que ha mandado llamar, se abalanza sobre los ídolos y los destroza, dándoles primero en lo alto de los ojos en presencia de los sacerdotes [mexicanos] espantados”.
“Tapia y sin duda también sus compañeros presentes, le vieron entonces ‘saltar sobrenatural’, elevarse en el espacio tan alto como los ídolos gigantescos que iba a desafiar y a destruir. Era en efecto sobrenatural y se elevaba más alto que sí mismo. (…) Así ahora alzado hacia Dios por su fe, se elevaba sobrenatural. La marcha, que había comenzado unas semanas antes en las marismas de Veracruz, hacia lo alto, elevándose paso a paso, lucha a lucha, victoria a victoria, por los escalones gigantescos de la cordillera hasta la altiplanicie de la capital misteriosa y recóndita, tenía que terminar en la más alta de las ascensiones hasta aquella cúspide del Teocalli más empinado donde Cortés dio un golpe de barra histórico entre los ojos del feroz Uitchilipochtli. Aquel fue el momento culminante de la conquista, la hora en que el anhelo del hombre por alcanzar lo más alto triunfa sobre su querencia a contentarse con disfrutar de lo ya conseguido; la hora en que la ambición y el esfuerzo vencen al éxito, en que la fe vence a la razón”, expresa bellamente De Madariaga. Destruidos los ídolos, hizo colocar allí dos altares, uno con una imagen de la Virgen, y otro con una de San Cristóbal, que no había otra, pero que Dios quería ahí, sabrá Él por qué.
Muchos mexicanos, hartos con la debilidad de Moctezuma hacia los invasores, aprovecharon la indignación fermentada y ahora acrecida por la destrucción de sus ídolos, y empezaron a organizar la rebelión, decidiendo morir o matar a los de Cortés. Tuvo por esos días que salir Cortés a enfrentar en Veracruz una expedición enviada por el gobernador de Cuba contra él, liderada por Pánfilo de Narváez, victoria que alcanzó más que todo con astucia, consiguiendo que los soldados de De Narváez pasasen a sus huestes. Había dejado en México una guarnición, al mando de un valiente capitán no muy diestro en diplomacia y al parecer ávido en oro que aceleró la revolución contra España.
Los mexicanos habían escogido otro jefe, Cuitlahuac, por lo que Moctezuma poco a poco pasó a figura decorativa. Cuitlahuac empieza el asedio a las fuerzas de Cortés, marcando su rebelión asestando un flechazo y golpes de lanzas y piedras a Moctezuma, que había intentado parlamentar para mediar, pero que tres días después de la saeta de Cuitlahuac “fue bajando hasta la muerte”, falleciendo con el sentido dolor de los españoles.
Siendo las fuerzas mexicanas muy superiores, Cortés —que ya había unido sus huestes con las del capitán Alvarado— debe huir por el camino más corto, el de Tacuba, donde las fuerzas españolas estuvieron a punto de perecer en lo que la historia conoce como la Noche Triste, la gran derrota de los españoles en México. Regresa a Tlaxcala, temeroso de que estos indios se hubiesen volteado de partido, pero son recibidos con suma cordialidad y allí comienza a rehacer sus fuerzas. Se puede decir que la conquista de México es tanto de Cortés como de Tlaxcala. En Tlaxcala sin embargo, hubo de vencer nuevamente a su ejército, y volver a ganarse el prestigio entre estos indios, en batallas contra vecinos enemigos, aliados de los mexicas.
Los mexicas creían que los españoles habían huido de su capital para siempre y se dedicaron a atacar a los que los habían auxiliado. Esto también ayudó a Cortés a preparar los ánimos de todos los enemigos de los mexicas para la re-conquista de Tenochtitlan, empresa que fue por demás ardua, donde se peleó palmo a palmo, casa por casa y desde las terrazas, pero de alguna manera facilitada también porque ya se conocía la estructura de Tenochtitlan, y por los bergantines que Cortés hizo fabricar y trasladar en partes por numerosas leguas hasta la laguna mexicana que era en ese entonces la capital de México. Al final, la decisión, el planeamiento y la persistencia triunfaron sobre la bravura de los mexicas.
Triunfante, se revelan en toda su amplitud los dotes de estadista de Cortés, que comienza a organizar la función pública a la manera de España. Pero ni siquiera ello sacia su ímpetu, y un día decidió descubrir el mar del Sur y llegar hasta las aguas que Balboa ya había divisado en Panamá, en latitudes más ecuatoriales. Un día llega hasta escribirle al emperador para que apoyase una expedición a las Molucas, las verdaderas Indias… el mundo era pequeño para el ánimo de Cortés.
Pero ya la cristiandad había comenzado la decadencia iniciada con el humanismo, y regresado a España, aunque se le conceden honores y rentas haciendo realidad completa lo que un día incrédulo soñó, no fue considerada su persona sino de segundo plano en la Corte. Héroes de ese porte tal vez demasiado ya asustaban, incomodaban, a otros hombres que ya comenzaban a hacer de los placeres de esta vida el fin espúreo de su existencia terrenal.
Entre tanto, y después de cinco siglos de su gesta, y aún con sus sombras, resta privilegiada en la retina y en la mente la gran figura de Hernán Cortés, en la que por donde se profundice, se termina constatando que la realidad bien supera el mito…
Por Saúl Castiblanco
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1) Todas las citas de esta nota son tomadas de: De Madariaga, Salvador. Hernán Cortés. 2da Ed. Espasa-Calpe S.A. Madrid. 1977.
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