“Era por ejemplo lo que hacía la más rancia nobleza y la intelligentsia en el siglo que precedió a la Revolución Francesa, en los famosos ‘salones’…”
Redacción (08/03/2025, Gaudium Press) Un tema que consideramos no menor es intentar esbozar lo que sería una buena diversión, una sana que ofrezca oasis en este valle de lágrimas y que no conduzca a la esclavitud de las pasiones, como ocurre normalmente con los entretenimientos en boga hoy.
Porque hoy divertirse es correr, es vivir ‘intensamente’, es ‘hacer lo que nos venga en gana’, eso es ser ‘feliz’. Y sin embargo, son no pocos los que han hecho lo que han querido y más bien han terminado en el suicidio, como de tanto en tanto ocurre con personajes de la farándula o del jet set…
Pero volviendo al asunto de la buena diversión, alguna vez el prof. Plinio Corrêa de Oliveira dijo a un selecto grupo de discípulos algo más o menos así:
—Miren, placer, placer de la vida lo que se dice placer, es que estando nosotros aquí reunidos, de pronto escuchásemos unos pasos fuertes, lentos, pesados, algo extraños, que se acercan por el corredor. Pasos irregulares.
—A cierta altura, aparece en la puerta un gentilhomme que nos lanza una mirada tiznada de menosprecio, entra sin saludarnos, ocupa el sillón principal que ve libre. Ya sentado, estira su pie boiteux con decisión y displicencia, y sin más preámbulo nos dice: ‘Causons’, hablemos. Es el señor de Talleyrand que ha llegado…
Para el Dr. Plinio placer natural de la vida sería una conversación con un portento como el que fue ministro de al menos cuatro reinos antagónicos, personaje de claros y oscuros como ninguno, pero de una naturaleza completamente genial.
Dr. Plinio dijo en múltiples ocasiones que un placer muy católico, y además del gusto del latino como era él —claro, cuando no está contaminado por la envilecedora envidia— era el de la admiración de las cualidades ajenas, admiración que se torna perfecta cuando dos personas se contemplan y así se intercambian dones. Es decir, si el príncipe de Talleyrand no admirase a sus contertulios, no alcanzaría la perfección.
¿Qué hacía la gente cuando no había ni cine, ni luz eléctrica, ni smartphones, esos que de gusto ya se volvieron esclavitud? La gente conversaba, se contemplaba.
Era por ejemplo lo que hacía la más rancia nobleza y la intelligentsia en el siglo que precedió a la Revolución Francesa, en los famosos ‘salones’. Ahí se terminó de cocinar la Revolución, cuando se puso de moda declamar a los Voltaire y a los Diderot que después inspirarían a quienes les cortarían las cabezas, convirtiéndolos en soquetes “despreocupados rumbo a la guillotina”, como les decía Mons. Juan Clá. Pero de hecho, más que escuchar a Voltaire, lo que los nobles y los intelligentsia iban a hacer a los salones era a contemplarse, a admirarse, en su inteligencia, en su donaire, en su prosa, en su esprit. Y los placeres de esos tiempos eran tales, que como decía el mismo Talleyrand, “quien no conoció el Antiguo Régimen no podrá saber nunca lo que era la dulzura de vivir”.
Es claro, la conversación y la admiración son mejores cuando hay gente de quilate para contemplar; pero esto no tiene que ser siempre así. Porque al final en cada ser humano, y en cada ser de la creación, hay una huella de Dios, y esa es la que hay que descubrir, la que proporciona el solaz.
Recuerdo un maestro de hacedores de guiones —es la fuerza del instinto de sociabilidad— que repetía y repetía que lo que más le interesa a la gente es… la gente. Es esa ley interna muy poderosa puesta por Dios, esa necesidad hambrienta de ‘completarnos’ en el contacto admirativo con la gente. Escalera hacia el Infinito que se encuentra quebrada en aquellos que no contemplan y no admiran.
Por lo demás, esa facultad había sido tan desarrollada en el Dr. Plinio, que él, con su notorio discernimiento de los espíritus, llegaba hasta admirar las cualidades naturales que Dios había dado a bandidos de miedo, execrando —es claro— su maldad. Recuerdo la vez que lo hizo viendo fotos de dos bandidos de mi tierra, de esos que hacían parecer a Al Capone monjita de la caridad.
No sé si fue una gaffe, una burrada del coterráneo mío, que le pasó las fotos de esos pillos para que las comentara:
—Este de aquí, se ve que es un hombre de pensar más las cosas, de planeación masticada de sus fechorías. Este no, este es más de acción, este es el embriagamiento de meterse en la arriesgada acción, decía el Dr. Plinio.
En su discernimiento de las almas el Dr. Plinio también se divertía contemplando las carencias:
—Venga hijo mío, le dijo un día a un discípulo. Mire esta foto (la de un jefe de Estado). ¿No le parece que este hombre es bien burro? Jajaja. Los circundantes que conocían lo que corría del espíritu de este hombre, confirmaban el atisbo del Dr. Plinio.
Entretanto, y volviendo al motivo de estas líneas, así era Dr. Plinio con todo lo que se ponía al alcance de sus sentidos, todo era motivo de una contemplación constante y entretenida del orden de la Creación, contemplación que, como ya se insinuó, constituía en el fondo un acto religioso, un puente por el cual él buscaba alcanzar a Dios, porque toda cualidad es una participación de su infinitud.
Al final, todo se resume en el lema del Doña Lucilia, la madre del Dr. Plinio: “vivir en estar juntos, mirarse y quererse bien”. Eso es ‘divertirse’. Eso es amor de Dios. Eso es tocar a Dios.
Es la ruta de toda una vida: Contemplar a Dios, descubrir a Dios en el Orden de la Creación, en la Sinfonía de la Creación. Claro, luchando también.
Por Saúl Castiblanco
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