viernes, 30 de mayo de 2025
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El ‘aburrido’ medieval y el ‘feliz’ hombre-Hollywood

La vida en la Edad Media era monótona”, sentenciaba casi desde el primer capítulo de su libro, un erudito en la materia…

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Sainte-Chapelle, París

Redacción (29/05/2025, Gaudium Press) “La vida en la Edad Media era monótona”, sentenciaba casi desde el primer capítulo de su libro, un erudito en la materia que leí recientemente, quien al mismo tiempo que así se expresaba, no ahorró energías y esfuerzos para escribir una sesuda obra contándole al mundo las riquezas de esa tan calumniada era, la época de los caballeros de la Tabla Redonda, que así lo escribe en el título.

Sin embargo no culpo a ese hombre —que como buen francés especialista sí era erudito— de tan absurda afirmación: él simplemente es alguien de su tiempo, de este tiempo, que no entiende la felicidad sino a través del prisma y los cánones de la ‘cultura’ con la que Hollywood inundó al mundo.

Entretanto, no culparlo no me impide apuntar su craso error, para beneficio de todos, incluyéndome a mí mismo, que soy también y lamentablemente hijo de esta civilización de la agitación, de los McDonalds y del cine y la televisión, civilización que infelizmente ha dejado no pocas huellas en nuestro espíritu.

¿Aburrida la Edad Media?

Primero una pista, que busca tornar patente el absurdo:

¿Cómo es que unos espíritus ‘aburridos’ pudieron habernos dejado ese portento de finura y color, que horada el cielo sin herirlo sino llevándonos a él, como es la Sainte Chapelle, o la heráldica, o esa maravilla de trajes coloridos de damas, con sus sombreros cónicos de velos de encaje que caían cual cascadas de estrellas de nieve ennobleciendo las cabezas? No; la gente ‘aburrida’ más bien produce trajes a lo simple y a lo pardo, al estilo de los de la China de Mao…

Pero entremos en la materia y el verdadero objeto de esta nota, que es en intentar esbozar y explicar, lo que eran las delicias y aquello que hacía las delicias de la gente medieval, que al final viene siendo un tipo de verdadera felicidad católica.

Lo primero que creo debemos considerar, es ese carácter fundamentalmente temperante del medieval.

Decir que eran almas temperantes, es afirmar básicamente que sus pasiones se hallaban en calma. No que no se moviesen, que permaneciesen estáticas como las de un muerto, sino que no eran ese huracán agitado y destructor que son hoy las pasiones de buena parte de los hombres. Las pasiones del medieval se movían como plácido riachuelo, a veces lento, a veces ágil danzarín, a veces hasta impetuoso, pero nunca como constante tsunami. Eran como las notas de un lindo clavicémbalo, algunas agudas, otras graves, algunas largas, otras cortas, formando melodías con su allegro, su andante a veces adagio, también sus minuetos, pero nunca en el ritmo frenético de las cacofonías del rock and roll.

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Además, y a partir de su temperancia, el medieval era un hombre contemplativo de la Creación, de la realidad que lo circundaba. Era alguien que con templanza tomaba contacto sensible con la Creación, pero ese contacto sensitivo no lo enviciaba, sino que le servía para encontrar verdadera felicidad. Exactamente lo contrario del hombre-Hollywood, que halla el gusto de la vida en la agitación de las carreras, en la mera exacerbación de lo que sienten sus sentidos.

Porque es cierto, la felicidad del medieval era de un tipo diferente a la ‘felicidad’ de nuestros días.

¿El hombre medieval vivía como monje? No, en absoluto.

Si bien se inspiraba en el recogimiento y en la piedad del monje benedictino, que con frecuencia tenía de vecino, si bien es cierto que el medieval sí admiraba al monje, y que rezaba a imitación del monje, a diferencia del asceta monje él degustaba helados y sorbetes, algo que podía hacer mientras participaba de las fiestas patronales del pueblo o de la aldea, en las que igualmente podía aparecer en las mesas un apetitoso jabalí asado, o un cochinillo con su manzana en la boca. El medieval también podía danzar en esas fiestas, alegre, al son de gaitas, pífanos y flautas.

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Sin embargo, él hacía todo eso de forma temperante, de forma templada, de forma sabia. Expliquemos que queremos decir.

El hombre de hoy, normalmente se come un helado pero solo lo degusta con su parte sensible, con su facultad animal. El medieval, como vivía la virtud de la templanza y era contemplativo y trascendente, buscaba y entendía el ‘mensaje’ del helado, sabía que el sabor, la textura del helado no eran sino expresiones o reflejos de realidades más altas, porque al final todo en la Creación trae su mensaje, metafísico, espiritual, pues todo en la Creación conserva la huella del Autor de la Creación, de Dios Omnipotente y Eterno. El medieval hacía metafísica, muchas veces subconsciente, con el helado, con el paisaje, con el caballo, con el caballero, con la dama, con el príncipe y la princesa, y esa metafísica, más que el contacto sensible, era su alegría.

Claro, al hombre Hollywood el hombre metafísico le puede parecer aburrido, o más bien forzosamente se le hace monótono, no cool. Y viceversa y con más razón: al hombre metafísico el hombre Hollywood le parece un loco, un desequilibrado, medio animalesco.

El asunto de fondo, y que a todos nos atañe y nos debe interesar, es: ¿qué nos da más ‘felicidad’?

¿La felicidad completa del medieval, que sí tomaba contacto sensible con la Creación, pero no se dejaba subyugar por ella, y más bien la usaba, pasando por su inteligencia y voluntad, para volar al Absoluto y al Infinito? ¿Esa que veía en el flamengo rosado un reflejo magnífico de Dios, en el donaire del mendigo la huella de la dignidad de Dios, en el atardecer desde la colina la dulzura multiforme y multicolorida de Dios?

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¿O la felicidad del hombre-Hollywood, meramente animal, sin trascendencia, que puede ser intensa pero de una intensidad en la parte más baja, una intensidad que se va desgastando y que requiere para mantener su nivel de más y más intensidad, recordándonos el camino que transita el drogadicto?

Cuidado a la hora de optar, porque detrás de cada felicidad, se esconden dos destinos opuestos, terriblemente diversos, eternos…

Por Saúl Castiblanco

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