jueves, 19 de junio de 2025
Gaudium news > Cardenal Pizzaballa en solemnidad de Corpus: Es un tiempo de hambre de justicia, verdad y dignidad

Cardenal Pizzaballa en solemnidad de Corpus: Es un tiempo de hambre de justicia, verdad y dignidad

En la celebración del Corpus Christi en Jerusalén, el purpurado hizo varias alusiones a la situación en Gaza, y habló de pobreza material como símbolo de la espiritual.

pizzacorp

Redacción (19/06/2025, Gaudium Press) Hoy, durante la celebración del Corpus Christi en Jerusalén, el cardenal Pierbattista Pizzaballa denunció las graves carencias que afectan a la población local, especialmente en Gaza. Señaló el vínculo entre hambre material y dignidad humana, e instó a los cristianos a no rendirse ante la situación de conflicto que vive la región.

El Patriarca centró su homilía en la relación entre la Eucaristía y la realidad que vive Tierra Santa. Afirmó:

«Vivimos, por tanto, un tiempo de hambre real. Y unida a ella está el hambre de justicia, de verdad, de dignidad».

Indicó que estas necesidades no corresponden a contextos lejanos, sino que afectan directamente a la población local:

«Pienso en Gaza, obviamente, pero no solo. En las numerosas situaciones de pobreza que el conflicto ha creado y que hacen que la vida de demasiadas familias sea extremadamente dura».

El Patriarca mencionó también el riesgo de caer en la resignación: «Tal vez también nosotros tengamos la misma tentación que los discípulos. Marcharnos. Renunciar. Tirar la toalla». Añadió que la respuesta de Jesús —«Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13)— es aplicable también hoy a la situación en Tierra Santa. En ese sentido, indicó que no se trata solo de distribuir la Eucaristía, sino de convertirse personalmente en «eucarísticos», es decir, en personas que se entregan como don.

El purpurado pidió que la celebración del sacramento no quede reducida a un acto externo, sino que tenga consecuencias concretas en la vida comunitaria: «Y en este tiempo de conflictos y guerras, la respuesta de Jesús a los discípulos es una invitación a nuestra comunidad eclesial a traducir en vida lo que celebramos en la Eucaristía». Explicó que esto significa «saber donarnos, ser solidarios unos con otros, continuar -a pesar de todo- construyendo relaciones, abrir horizontes, dar confianza».

El Cardenal Pizzaballa lamentó que las comunidades cristianas no sean verdaderamente comunidades

«Uno de los problemas de nuestra Iglesia hoy es precisamente el anonimato de nuestras comunidades, más parecidas a la multitud que a los grupos de cincuenta establecidos por Jesús en nuestro pasaje. No nos conocemos, y por lo tanto tampoco podemos compartir la vida».

Al final de la homilía, el Patriarca se refirió a la necesidad de acoger la propia fragilidad y ponerla a disposición: «Que el Señor multiplique nuestros pocos panes y peces. Pero para que el milagro se cumpla, es necesario avivar el deseo por Jesús, tener hambre de Él, estar dispuestos a poner nuestra pobreza a disposición, es decir, aceptar perder incluso lo poco que tenemos». Concluyó afirmando que «solo Él puede transformar nuestra frágil humanidad en instrumento de salvación».

A continuación, la homilía completa:

Homilía del Patriarca Latino de Jerusalén, cardenal Pierbattista Pizzaballa en la Solemnidad de Corpus Christi

Queridas hermanas y hermanos,

¡Que el Señor os dé la paz!

La primera sugerencia para nuestra reflexión la encontramos en la indicación del Evangelista sobre el hambre de la gente. Sabemos bien que al final de un día caluroso, en una zona desértica, la necesidad de descanso y comida es real. Por lo tanto, hay una necesidad real de descanso, y al mismo tiempo también existe la preocupación por una gran multitud. El evangelista se encarga de decirnos que había alrededor de cinco mil hombres (Lc 9,14).

Por otro lado, vemos la pobreza de los discípulos, que no tienen nada más que cinco panes y dos peces (Lc 9,13). Las condiciones en las que todo esto ocurre también son desfavorables: ya es de noche y estamos en una zona desértica (Lc 9,12).

En resumen, la multitud había estado siguiendo a Jesús todo el día, bajo el calor, sin comer, cansada y hambrienta, pero al anochecer, a pesar de todo, en lugar de volver a casa, todos seguían allí con Él.

Este detalle siempre me sorprende y me pregunto si nosotros estamos en la misma situación que aquella multitud, realmente, como esos cinco mil, ¿Sabemos dejar a un lado nuestras necesidades materiales y buscar Su presencia, escuchar Su voz, comer de Su pan, que es Él mismo? ¿De qué tenemos realmente hambre? ¿Qué alimento estamos buscando? No hay un solo tipo de hambre, lo sabemos bien. Puede haber muchas formas de hambre. ¿Cuál es, entonces, el hambre que nos caracteriza? ¿Qué alimenta nuestra vida cristiana? ¿En qué medida la Eucaristía sostiene nuestra vida de fe? ¿Qué estamos buscando?

La solución propuesta por los discípulos al hambre de la multitud es que la gente se marche y que cada uno busque por sí mismo lo que pueda saciar su hambre (Lc 9,12). Sin embargo, la respuesta de Jesús es exactamente lo opuesto y nos introduce en el corazón del misterio eucarístico: que la gente se quede (Lc 9,13) y que los propios discípulos den de comer a todos. No es, por lo tanto, que cada uno se las arregle por sí mismo, sino que los discípulos compartan lo que tienen con toda esa multitud. Una invitación humanamente imposible de realizar. Sin embargo, es precisamente lo que sucede. Partiendo de lo poco que se pone a disposición, Jesús realiza el milagro de la multiplicación, dando pan suficiente para todos.

Cuando hablamos de hambre, en general, solemos pensar en poblaciones lejanas a nosotros, en algo teórico. Nunca habríamos imaginado que aún hoy, aquí entre nosotros, nos viéramos obligados a hablar de hambre como algo real, que afecta la vida de nuestra gente. Pienso en Gaza, obviamente, pero no solo. En las numerosas situaciones de pobreza que el conflicto ha creado y que hacen que la vida de demasiadas familias sea extremadamente dura.

Vivimos, por tanto, un tiempo de hambre real. Y unida a ella está el hambre de justicia, de verdad, de dignidad. Incluso estas últimas parecen palabras que pertenecen a un mundo lejano del nuestro, que nada tienen que ver con nuestra vida real.

Y ante la trágica situación que estamos viviendo, tal vez también nosotros tengamos la misma tentación que los discípulos. Marcharnos. Renunciar. Tirar la toalla. Dejar de esperar y creer que es posible saciar nuestra hambre, que alguien pueda consolar nuestro corazón sediento de justicia y dignidad. Que este conflicto nunca podrá cambiar nuestra vida. Que aquí no tenemos la posibilidad de una vida digna.

La respuesta de Jesús a los discípulos, sin embargo, es clara e indica lo que debe caracterizar la vida del cristiano en todo momento. Y es por lo tanto la respuesta también para nosotros hoy, también para nosotros en Tierra Santa: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13).

Entregarse como don, convertirnos nosotros mismos en Eucaristía. Estar con Cristo nos permite habitar nuestra pobreza, nos la hace vivir como una oportunidad para compartir y estar en comunión, para confiar y dar. Y es posible también para nosotros, aquí, hoy, ante todo para nosotros, pastores. No somos instrumentos neutros del sacramento, canales indiferentes a través de los cuales distribuimos la Eucaristía a los fieles y basta. Dadles vosotros de comer, es una invitación a convertirnos primero nosotros mismos en «eucarísticos», es decir, personas que se entregan como don y cuya vida es una continua alabanza a Dios. No se nos pide que compartamos nuestro conocimiento, sino nuestra vida, en la que resplandezca la obra de Dios. Sólo así podremos dar forma precisa y reconocible a nuestro rebaño, traducir en la vida de las comunidades lo que celebramos en el misterio.

Y en este tiempo de conflictos y guerras, la respuesta de Jesús a los discípulos es una invitación a nuestra comunidad eclesial a traducir en vida lo que celebramos en la Eucaristía. Significa saber donarnos, ser solidarios unos con otros, continuar -a pesar de todo- construyendo relaciones, abrir horizontes, dar confianza, tener el valor de ser inclusivos, es decir, acoger al otro, cuando todo habla de lo contrario. Significa ser capaces de compartir y de vivir, de no renunciar nunca a la esperanza. A pesar de las muchas dificultades externas e internas, no abandonar la vida eclesial, no replegarse sobre sí mismo, sino al contrario y a pesar de todo, creer siempre que Jesús, y sólo Él, puede transformar lo poco que tenemos, incluso nuestra poca fe, en abundancia de vida para todos.

No podemos hacerlo solos. No somos capaces de tanto. Solo Jesús puede darnos esta fuerza y abrirnos a esta libertad. Y solo en la Eucaristía, en el encuentro con Cristo muerto y resucitado que se entrega a nosotros, podemos obtener esta capacidad.

En este pasaje, Jesús también nos da otra indicación. Nos pide que dividamos a los presentes en pequeños grupos: ya no una multitud anónima, sino pequeñas comunidades, bien definidas y reconocibles, donde sea más fácil compartir y la reciprocidad.

Nos dice que la Eucaristía es el centro de la comunidad, pero también que la Eucaristía da forma a la comunidad. Sin Eucaristía no hay comunidad. La Eucaristía crea comunidades solidarias, donde nos apoyamos mutuamente. «Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común… compartían con todos, según la necesidad de cada uno… y, partiendo el pan en las casas, comían con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 44-46).

Uno de los problemas de nuestra Iglesia hoy es precisamente el anonimato de nuestras comunidades, más parecidas a la multitud que a los grupos de cincuenta establecidos por Jesús en nuestro pasaje. No nos conocemos, y por lo tanto tampoco podemos compartir la vida. El evangelio nos invita a dar un rostro y una identidad clara a nuestras comunidades, que se construirán con nuestra familiaridad con Cristo, más que con nuestras actividades sociales o pastorales.

El pasaje concluye con un último elemento: se trata de lo que sobra, que alcanza a llenar doce cestas (Lc 9,17). Allí donde nos enriquecemos mutuamente con lo poco que tenemos, entonces se experimenta la verdadera riqueza, estar en la abundancia, tener más de lo que nos atreveríamos a desear.

Las comunidades formadas por la Eucaristía también serán comunidades ricas, donde nada faltará y, a pesar de la pobreza de los medios, sabrán hacer brillar la presencia de Dios, nuestra verdadera riqueza.

Que se cumpla entonces una vez más el milagro. Que el Señor multiplique nuestros pocos panes y peces. Pero para que el milagro se cumpla, es necesario avivar el deseo por Jesús, tener hambre de Él, estar dispuestos a poner nuestra pobreza a disposición, es decir, aceptar perder incluso lo poco que tenemos, poniendo toda nuestra vida, sin reservas, en las manos del Pastor Supremo. Sólo Él puede transformar nuestra frágil humanidad en instrumento de salvación.

Que el Pan Celestial alimente y fortalezca el camino de nuestra Iglesia en Tierra Santa, y nos sostenga en nuestras diversas vicisitudes, con la intercesión de la Virgen Madre de la Iglesia y Madre nuestra. Amén.

+Pierbattista

Con información de InfoCatólica

Deje su Comentario

Noticias Relacionadas