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No se puede vivir sin un buen sueño

Redacción (Miércoles, 27-07-2017, Gaudium Press) Hablemos de un tipo específico de sueño, aquel que todo hombre tiene, aunque no lo sepa.

Todo hombre nace con una apetencia gigantesca de Dios, que en esta vida es insaciable. Esa apetencia se traduce en un deseo de infinito que se manifiesta en todos los aspectos de la psicología humana.

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Deseamos una situación de cosas en las que todas nuestras ansias sean satisfechas, que conozcamos todo lo que queremos conocer, que nuestros deseos más profundos se satisfagan por completo; también un estado en el que nuestra sensibilidad se vea completamente atendida. Esto es tan real, que siempre la filosofía cristiana y la psicología verdaderamente católica afirmaron que lo que mueve al hombre es el instinto de la felicidad, el instinto más poderoso que existe.

Es decir, la noción de cielo, la idea de paraíso, el ansia de la bienaventuranza eterna, son innatas al hombre. Y este es el origen de lo que muchas veces Plinio Corrêa de Oliveira analizó como siendo un tipo magnífico de «sueño», que podíamos seguir definiendo como un deseo innato de un estado de perfección absoluta, en la que todos nuestros apetitos sean completamente atendidos.

Es por ello que surgieron los castillos, las catedrales.

Con los hallazgos arqueológicos de los primeros habitantes de la tierra, se constata también que desde siempre el hombre consideró la existencia de la divinidad y buscó darle un culto. En determinado momento este culto inspiró un lugar de culto, que al inicio podría ser un montón de piedras rápidamente recogidas sobre las cuáles se ofreciese un sacrificio, pero que con el paso del tiempo, y en concreto con la gracia de Dios, dio en maravillas como la catedral de Colonia, una catedral de ensueño, fruto del sueño de los que la construyeron a semejanza de lo que ellos imaginaban sería el cielo.

Catedral de Colonia que conmueve a cualquiera de buena voluntad que la vislumbra, que la visita, que ingresa en ella, porque aún el más descreído se emociona con la influencia estética de la maravilla. No serán pocos los no creyentes que allí no hayan podido contener una lágrima, lágrimas que tal vez no pudiesen explicar, pero que se justifican a partir de los párrafos arriba: Encontraron en esa catedral un «pedazo» del cielo que desean desde lo más profundo del alma. Probablemente la belleza de la magnífica catedral habrá sido el mayor catecismos que hayan recibido, y haya sido motivo de maravillosas conversiones.

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El hombre necesita soñar estos sueños.

El mundo moderno en su gris retórica enseñó a despreciar también los buenos sueños. Porque los buenos sueños son producto del buen espíritu, y este mundo es fundamentalmente materia. Pero el hombre necesita del sueño de fábula, porque este le va saciando la sed de la felicidad eterna, la apetencia del cielo.

Y además hay algo «mágico» que ocurre, y es que cuando el hombre comienza a soñar buenos sueños, muchos de ellos se tornan realidad, como con los castillos y las catedrales de la Europa cristiana, como con los trajes de las damas y los caballeros que allí estaban, como con las formas y las maneras que allí abundaban.

Es hora de recuperar estos «sueños», los buenos sueños.

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Ellos nos inspiran, nos animan, atraen gracias del cielo, pero bien es cierto que son también frutos de la gracia, porque el mundo cuando era pagano, producía cosas bellas, pero sobre todo muchos horrores, como la esclavitud, como la tiranía fruto del orgullo y la soberbia, como cierta monotonía incluso de las mayores construcciones de las civilizaciones paganas. Pero cuando el ser humano se abre a la gracia, son las maravillas de la historia que se operan, y de las cuáles hay testimonios imborrables, en papel, en tela y en piedra, como bien lo han dicho los Papas.

Con la ayuda de la gracia, soñar el cielo, para hacer de esta tierra un cielo: también lo pedimos en la oración que Cristo nos enseñó. De hecho los santos son los protagonistas de sus magníficos, buenos y propios sueños.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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