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El secreto de la felicidad

Redacción (Miércoles, 26-07-2017, Gaudium Press) Desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, el hombre vive siempre preguntándose:

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Catedral de Estrasburgo – Francia

– ¿Quién no ama su vida buscando ser feliz todos los días? (Cf. Sl 33, 13)

De hecho, en el momento de su concepción, Dios infunde en el alma humana el deseo de la felicidad. Como nos dice el gran San Agustín, «todos los hombres quieren vivir felices, y no existe en el género humano persona que no concuerde con esta afirmación». [1]

Don de Integridad

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Adán y Eva – Museo de Prado – Madrid, España

En el paraíso Dios había concedido al hombre el «don de integridad», el cual, juntamente con la Gracia, le daba total alegría y plena felicidad.

Ese don proporcionaba al hombre la completa ordenación: la fe iluminaba su inteligencia, a la cual estaba subalterna la voluntad, inhibiendo así impulsos y acciones meramente instintivas.

Con el pecado original, Adán y Eva perdieron el don de integridad, así como sus descendientes. Así, el hombre vive en una constante lucha, para controlar su voluntad, que siendo inferior la inteligencia y la fe, no está más a ellas subyugada.

La voluntad que antes obedecía en todo a su inteligencia, ahora sigue sus propios caprichos.

Eran felices

El Creador al dar una orden a Adán era prontamente obedecido, y este la ejecutaba con la mayor docilidad. Pero entonces, ¿por qué Adán y Eva comieron del fruto que Dios había prohibido, una vez que poseían el don de integridad?…

Dios al prohibir a Adán y Eva de comer del fruto, dijo: «Puedes comer del fruto de todos los árboles del jardín; pero no comas del fruto del árbol de la ciencia del bien y el mal; porque en el día en que de él comieres, morirás indudablemente.» (Gen. 2,16-17).

El demonio, entretanto, en forma de serpiente, engañó a la mujer diciendo:

-«Oh, no; ¡vos no moriréis! Pero Dios bien sabe que, en el día en que de él comieres, vuestros ojos se abrirán, y seréis como dioses, conocedores del bien y el mal.» (Gen. 3,4-5)

Con eso, despertó la curiosidad en Eva:

«La mujer, vio que el fruto del árbol era bueno para comer, de agradable aspecto y muy apropiado para abrir la inteligencia.» Y así continúa: «tomó de él, comió, y lo presentó al marido que comió igualmente. » (Cf. Gen. 3, 6)

En este instante, les «caen las escamas» de los ojos. Fueron los primeros a constatar que con el pecado, el demonio no da lo que promete.

Comiendo el fruto, adhirieron al mal, abrazaron la malicia, fruto del pecado. Comieron para ampliar su inteligencia, que se cerró al punto de no conseguir dominar más su propia voluntad. Eran felices en el paraíso, pues cumplían enteramente con la finalidad para cual todo hombre fue creado: conocer, amar y servir a Dios.

La frustración del pecado

Imaginemos un pájaro que posea un ala quebrada. Si él fuese inteligente, pasaría su existencia en la angustia de nunca haber volado.
¿Podría haber sido feliz? No, pues no cumplió con su finalidad que es volar.

Eso fue lo que ocurrió con nuestros primeros padres. Eva oyendo la voz de la serpiente insuflada por el demonio, sucumbió a la tentación, segura de encontrar la felicidad en el pecado. Fueron entonces expulsados del paraíso tornándose inclinados al mal y sujetos al error, pasando a presentar toda su vida como una lucha dramática entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

Fuera de su finalidad, el hombre no tiene felicidad, pues este deseo es de origen divino. Dios lo colocó en el corazón humano, a fin de atraerlo a si, pues solo Él puede satisfacer esa sed. [2] El demonio, siendo el padre de la mentira, promete la felicidad con el pecado. Este entretanto, trae apenas una fruición momentánea, y en seguida una enorme frustración.

Desde entonces, el hombre pasó a sacar su sustento de la tierra, con trabajos penosos, todos los días de su vida. (Cf. Gn. 3, 17) se estableció en el alma humana una necesidad de sufrir, pues sin eso el hombre se cierra en sí mismo, no recordando más la bondad y la dependencia que tiene en relación al Creador. El sufrimiento, entonces, asume un papel fundamental e insubstituible en la vida humana después del pecado original, pues nos coloca delante de Dios como seres contingentes, y nos hace recurrir a Él.

El necesario ejercicio del alma

Al sacarse el yeso de un brazo roto, es necesario someterse a una serie de sesiones de fisioterapia para volver al pleno funcionamiento. Si el miembro no se ejercita puede acabar languideciendo. Sin embargo, ese esfuerzo no siempre es agradable.

¡Si el ejercicio, el sufrimiento, es necesario para un brazo, cuánto más para el alma humana desarrollarse y recuperar aquello que perdió con el pecado! Quien huye del sufrimiento, acaba sufriendo más que aquel que carga su Cruz. Existe en el alma humana lo que Santo Tomás denomina de «sufritiva», que consiste en una necesidad de sufrimiento, por una finalidad sobrenatural, con vistas a purificar y santificar el alma.

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Adán y Eva expulsados del Paraíso

El mayor de todos los ejemplos es el Hombre Dios. Estando unido a la Persona del Verbo y conociendo todo, vio en un solo relance todos los ultrajes y padecimientos por los cuales pasaría durante su Pasión, al punto de decir el evangelista que Nuestro Señor sintió aversión, pavor, tristeza y abatimiento. (Cf. Mt 26,38) Antes incluso de los verdugos tocarlo, después de verter abundantemente su preciosísima sangre adorable, delante del océano de dolores que lo esperaba, profiere esta sublime súplica: -«Mi Padre, si es posible aleja de mí este cáliz. Pero hágase Vuestra voluntad y no la mía.» (Mt 26,39)

Concluiríamos que el Redentor pide clemencia a Dios Padre, para ayudarlo en el camino del Calvario a soportar la enormidad de la Cruz que habría de cargar. Pero «Hágase Vuestra voluntad y no la mía», pues una cosa que Él no haría, era abandonar la Cruz. Si es la voluntad del Padre, tomaría la Cruz, besaría y la llevaría hasta el fin.

‘Happy End’ y Sufrimiento

Al contrario de lo que nuestro querido lector podría esperar con el título de ese artículo, no presentamos una fórmula mágica de ser feliz para siempre, el famoso «final feliz» que acostumbramos ver en las películas, sino el secreto de la verdadera y única felicidad posible en ese valle de lágrimas: el sufrimiento aceptado por amor a Dios, y el cumplimiento de su divina voluntad.

La vida en esta tierra sin el sufrimiento, es una funesta ilusión que acaba con la muerte, pues si Dios sufrió por nosotros, ¿porqué seríamos cobardes y huiríamos delante de nuestras cruces, tan menores que la de Él?

Nuestra Señora de Lourdes dijo a Santa Bernadete: «Te prometo felicidad, pero no en esta tierra.»

No tenemos qué temer, Dios conoce nuestra fragilidad y mira nuestras aflicciones. Por eso nos dio la mejor de todas Abogadas, ¡su propia Madre! Pidamos a Nuestra Señora, Causa de nuestra alegría, que nos dé coraje para responder «sí» como Nuestro Señor Jesucristo en el Huerto de los Olivos, para subir nuestro calvario y alcanzar la felicidad eterna con Él en los Cielos.

 

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