Redacción (Jueves, 16-02-2017, Gaudium Press) En el año de 1675, un nuevo superior había
sido designado para la casa de los padres jesuitas en Paray-le-Monial. Al ser
éste confesor extraordinario de las vecinas monjas de la Visitación, se acercó
a ver a la superiora, la Madre de Saumaise, con el objetivo de ponerse a
disposición del monasterio. Ella le presentó a toda la comunidad y, mientras el
sacerdote dirigía a las religiosas unas breves palabras de incentivo a la
práctica de la virtud heroica, una de ellas, Sor Margarita María Alacoque, oyó
una voz interior que le decía:
— He ahí al que te envío.
Hacía pocos años que esta monja pertenecía a
la congregación y ya había sido beneficiada por el Sagrado Corazón de Jesús con
numerosas visiones y revelaciones. Sin embargo, en esos momentos estaba pasando
por la prueba de la duda. Sus superiores y algunas autoridades eclesiásticas la
consideraban una “visionaria”, llegándose a preguntar si no estaría siendo
víctima de una ilusión o engañada por el demonio.
Confesionario donde San Claudio atendía a Santa Margarita Capilla de las apariciones, Paray Le Monial, Francia |
El divino Maestro, entonces, le había hecho
una promesa: “Te mandaré a mi fiel siervo y amigo perfecto”.1 Se trataba del P.
Claudio La Colombière a quien Jesús enviaba en aquel momento a Sor Margarita,
para confirmarle “en su caminos y para hacerle partícipe de las grandes gracias
de su Sagrado Corazón”.2
Formado
en los colegios de la Compañía
De la infancia del padre La Colombière poco se
conoce. Nació el 2 de febrero de 1641 en la aldea de Saint Symphorien, pero a
los nueve años se mudó con su familia a Vienne, donde los benedictinos de Saint
Andrés-le-Bas echaron en su alma las primeras semillas de su ardorosa devoción
a la Sagrada Eucaristía y le administraron la Primera Comunión.
Poco después de haber llegado a la ciudad,
empezó a estudiar gramática con los padres jesuitas y tres años más tarde se
mudó a Lyon, para cursar Humanidades en el colegio de la Compañía. En esa
ciudad, en la que vivió cinco años, fue donde comenzó a tomar contacto con la
obra del gran Francisco de Sales, mediante las Hermanas de la Visitación de
Bellecour, en cuyo convento había fallecido su fundador.
Mientras estaba de vacaciones en casa de sus
padres, con los 17 años ya cumplidos, decidió ser jesuita. Por su temperamento
reservado, un poco tímido y muy cariñoso, le costó separarse de su familia;
aunque lo hizo de buena gana y por completo, al comprender que la verdadera
felicidad consistía en la entrega a Dios por un amor exclusivo.
Escribiría más adelante: “Jesucristo ha
prometido el ciento por uno y yo puedo decir que nunca he hecho nada que no
haya recibido, no el ciento por uno, sino mil veces más de lo que yo había
abandonado”. 3
Del
noviciado al sacerdocio
Corría el año de 1658 cuando Claudio ingresó
en el Noviciado de Avignon. Se alternarían aquí las pruebas y las alegrías, los
períodos de aridez con los marcados por una luz desbordante. Dos años después
hizo los primeros votos y, tras haber concluido el curso de Filosofía, se
dedicó al magisterio en el colegio de la Compañía, conforme lo determinaban las
reglas, antes de proseguir los estudios para el sacerdocio.
Por su gran capacidad intelectual, estro
literario y manera de hacer los sermones, el superior general decidió enviarle
a estudiar Teología, en 1666, al Colegio de Clermont, en París, donde se
revelaría un eximio orador y excelente profesor de Retórica. Su mérito
académico y el ejemplo puro de vida religiosa le valieron el cargo de preceptor
de los hijos de Colbert, el famoso ministro de Finanzas de Luis XIV. De esta
forma frecuentaría los ambientes de la corte, haciendo muchos amigos y dando
muestras de poseer gran talento, fino trato y elevada educación, además de
destacar por la convicción de principios y eximia virtud.
La
“tercera probación”
El 6 de abril de 1669 recibió las sagradas
órdenes y cinco años más tarde le tocó hacer lo que San Ignacio de Loyola
denominaba de “escuela del afecto”.
La sabiduría del fundador bien entendía cómo
los largos años de estudio, magisterio y apostolado podían ser para sus hijos
espirituales motivo de disminución del fervor inicial, contaminado por
aspiraciones mundanas, cuando no por sentimientos de vanagloria por los éxitos
alcanzados. Por eso, estableció que todos los jesuitas pasasen por un nuevo
período de noviciado, llamado “tercera probación”, antes de hacer la profesión
solemne. En este tiempo, bajo la orientación paternal de un instructor, el
religioso hacía balance de su vida, con el objetivo de desapegarse de cualquier
preocupación humana para dejarse llevar enteramente por la luz divina.
La casa San José, en Lyon, fue el sitio donde
el P. Claudio atravesó por este período, durante el cual hizo un voto
particular de cumplimiento eximio de las reglas del instituto, “sin reservas”,
dispuesto a aceptar con alegría lo que determinase la santa obediencia y romper
de una vez por todas las cadenas del amor propio. Al mismo tiempo se consolidó
en su alma la confianza — también sin reservas— en la misericordia divina, sin
la que le sería imposible mantenerse fiel a los propósitos hechos en pro de su
propia santificación y de la de los otros.
Este tiempo de soledad y recogimiento le hizo
que también se desapegara de cualquier relación humana, a la que era
extremadamente sensible, para tener al Señor como único y verdadero amigo:
“Jesús mío […] tengo la seguridad de ser amado si yo os amo. […] Por miserable
que sea yo, no me quitará vuestra amistad ningún individuo más noble que yo, ni
más cultivado ni más santo”.4
Antes de que concluyera el tiempo
reglamentario, fue admitido a realizar los votos solemnes, hechos cuando había
cumplido los 34 años, el 2 de febrero de 1675. Inmediatamente después, recibió
el cargo de superior de la casa de los jesuitas en Paray-le-Monial. Su alma se
encontraba en el momento ideal para emprender la gran misión que le esperaba.
Tres
corazones unidos para siempre
El padre La Colombière no sabía lo que
encontraría en esa pequeña ciudad, pero sus superiores que estaban al tanto de
las visiones de Sor Margarita María Alacoque y de las polémicas que habían
generado, lo escogieron precisamente por causa de su equilibrio de alma. Era
perfectamente capaz de sustentar el buen criterio ante las controversias
creadas, dentro y fuera del convento.
Mosaico de San Claudio de la Colombière, parroquia de los jesuitas, Barcelona |
De hecho, sin importarle las críticas y
juicios desfavorables y ver enseguida la mano de Dios en las visiones de la
Hna. Margarita María, la tranquilizó y apoyó, recibiendo como recompensa,
mensajes y favores del divino Maestro.
Uno de ellos le ocurrió cuando estaba
celebrando Misa para la comunidad. En el momento de la Consagración la
religiosa vio al Sagrado Corazón de Jesús como una hoguera ardiente y otros dos
corazones absortos en Él: el del padre La Colombière y el suyo propio, mientras
oía estas palabras: “Así es como mi puro amor une a estos tres corazones para
siempre. Esta unión está destinada a la gloria de mi Sagrado Corazón. Quiero
que descubras sus tesoros, te hará conocer su valor y utilidad. Sed ambos como
hermano y hermana, compartiendo igualmente los bienes espirituales”.5
Se apresuró a transmitirle el hecho al
sacerdote y después contó cual había sido su reacción: “Las muestras de
humildad y las acciones de gracias con las que recibió esta comunicación y
otras cosas que le transmití de parte de mi soberano Señor y que le afectaban a
él, me conmovieron y me fueron más provechosas que todos los sermones que yo
pudiera oír”.6
Apostolado
de la confianza y del fervor
En el corto período de dieciocho meses de su
permanencia en Parayle-Monial, quizá el P. La Colombière haya hecho más por las
almas que todos los anteriores años de su vida.
El jansenismo, en pleno auge en Francia por
aquel entonces, minaba en los corazones la confianza en la bondad del Señor y
de su Madre Santísima, alejando a los fieles de los Sacramentos, sobre todo de
la Sagrada Comunión.
El apostolado que había hecho San Claudio en
sus cartas, predicaciones y direcciones espirituales iba en sentido contrario:
promovía la confianza en María y la devoción al Santísimo Sacramento. Atrajo,
así, a muchas ovejas descarriadas, llevándolas de vuelta al redil del Salvador.
Fundó una congregación mariana para nobles y
burgueses, en la que agrupó a los caballeros católicos de la ciudad, y
reorganizó la de los alumnos del colegio de la Compañía. Reestructuró el
hospital de los peregrinos e indigentes, y predicó misiones en los pueblos
vecinos, con grandísimos frutos de nuevo fervor.
“He
aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres”
Aunque su misión más alta fue la de
participar, por designio de Jesús mismo, en la llamada “Gran Revelación” hecha
a Santa Margarita María, un día de la Octava de Corpus Christi de 1675 cuando
estaba rezando ante el Santísimo Sacramento: la difusión de la devoción al
Sagrado Corazón de Jesús, así como la institución de su fiesta y de la
consagración reparadora.
Así transcribía la santa las célebres palabras
pronunciadas por nuestro Señor, mientras le mostraba su divino Corazón: “He
aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha escatimado nada
hasta agotarse y consumirse para manifestarles su amor; y en reconocimiento yo
no recibo de la mayor parte sino ingratitudes, desprecios, irreverencias,
sacrilegios y frialdades que tienen para conmigo en este Sacramento de amor. Y
lo que es todavía más repugnante es que son corazones que me están
consagrados”.7
A continuación el Señor le pidió que el primer
viernes después de la Octava de Corpus Christi fuese consagrado como fiesta
especial para honrar a su Corazón, mediante un acto público de desagravio y
comunión reparadora. Añadió la promesa formal de conceder copiosos favores
espirituales a quien practicase dicha devoción.
La religiosa había alegado su indignidad e
incapacidad para realizar esa misión y recibió esta respuesta: “Dirígete a mi
siervo [el P. La Colombière] y dile de mi parte que haga todo lo posible para
establecer esta devoción y dar ese gusto a mi divino Corazón, que no se
desanime por las dificultades que encontrará, que no le faltarán; mas debe
saber que es todopoderoso aquel que desconfía enteramente de sí mismo para
confiar únicamente en mí”.8
De manera que el viernes siguiente San
Claudio, Santa Margarita y la comunidad de la Visitación de Paray-leMonial
celebraron por primera vez la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús,
consagrándose enteramente a Él.
Misión
junto a la Duquesa de York
Cuando el P. La Colombière se encontraba en el
auge de sus actividades en Paray-le-Monial recibió la orden de viajar a
Londres, como capellán de la Duquesa de York, María de Módena, católica
fervorosa y que consintió en casarse con el duque, hermano de Carlos II,
únicamente cuando fue autorizada por el gobierno inglés a tener a un sacerdote
junto a ella.
Por medio de la santa vidente, el Corazón de
Jesús le recomendó a San Claudio algunas actitudes a ser observadas en su nueva
misión: no asustarse con el embate de los infiernos contra su carisma de atraer
a las almas, sino confiar enteramente en la bondad de Dios, porque Él sería su
sustentáculo; usar de dulzura y compasión con los pecadores; tener el cuidado
de no separar nunca el bien de su fuente.9
Su salida fue muy dolorosa para Santa
Margarita, que le costó una censura de nuestro Señor: “¿No te basto Yo, que soy
tu principio y tu fin?”.10
Por su parte, San Claudio permaneció fiel al
voto y a los propósitos que había hecho en el período de la tercera probación,
manteniéndose alejado de la vida de la Corte, “sin reservas”. Por ser capellán
de la Duquesa de York vivía en el palacio de Saint James, pero lo hacía en un
régimen de profundo recogimiento y grandes mortificaciones. Su preocupación
sólo era la de propagar la devoción a la Sagrada Eucaristía y al Sagrado
Corazón de Jesús, a pesar de las dificultades creadas por la hostilidad contra
la Iglesia.
Sin embargo, terminó por convertir a familias
enteras y conducir a la vida consagrada a muchos miembros de la aristocracia
londinense. A Algunos de ellos los encaminó hacia instituciones religiosas en
Francia; a otros los reunió en el propio Londres, en un monasterio clandestino,
fundado por él, cercano a la catedral de Saint Paul’s.
Por esa época un eclesiástico anglicano
corrupto, de nombre Titus Oates, imputaría a los jesuitas y a otros miembros de
la Iglesia el estar tramando el asesinato de Carlos II, a fin de sustituirlo
por su hermano, el Duque de York, convertido al catolicismo. Aunque el propio
rey consideraba absurda tal denuncia, ésta dio origen a violentas persecuciones
contra los católicos, acusados injustamente de haber participado en el supuesto
“complot papista”.
Bajo el pretexto de tales acontecimientos, San
Claudio fue denunciado y encarcelado por el crimen de proselitismo religioso.
Así se cumplía la premonición que había tenido cuatro años antes, cuando le
pareció verse “cubierto de hierros y cadenas y arrastrado a una prisión,
acusado, condenado porque había predicado a Cristo crucificado”.11
Las pésimas condiciones de la mazmorra a donde
fue arrojado terminaron por minar su salud, ya debilitada por una tuberculosis
incipiente. Hubiera muerto allí en poco tiempo si no hubiera sido puesto en
libertar en virtud de una intervención de Luis XIV.
Consumación
del holocausto
Regresó a Francia a mediados de 1679, casi sin
fuerzas. Después de recuperar un poco la salud, se dirigió al Colegio de la
Santísima Trinidad, en Lyon, donde otrora había realizado sus primeros
estudios, para asumir el cargo de director espiritual de los alumnos de
Filosofía. Aunque físicamente desgastado, no dejó de propagar la devoción al
divino Corazón, defendiéndola de los innumerables ataques e incomprensiones de
la que era objeto.
En el invierno de 1681 regresaba a
Paray-le-Monial, cuyo clima parecía que le resultaba un poco más benéfico. No
obstante, en vista del intenso frío de aquella rigurosa estación, pensaron en
trasladarlo a Vienne, donde estaría bajo el cuidado de su hermano, arcediano de
aquella diócesis. Pero el superior de la casa le mandó que permaneciera,
después de que a San Claudio le llegara una nota de Santa Margarita en la que
figuraba el siguiente recado de su divino Amigo: “Me ha dicho que quiere
sacrificar su vida aquí”.12
El holocausto no tardaría mucho en ser
consumado. El 15 de febrero de 1682, con tan sólo 41 años, Claudio La
Colombière fue a encontrarse con Aquel de quien había sido siervo fiel y amigo
perfecto en esta Tierra. Unas horas después de los funerales, Sor Margarita,
cuyo corazón permanecía unido al suyo, en el Sagrado Corazón de Jesús, hacía
esta recomendación a una amiga: “Deje ya de afligirse; invóquelo con toda
confianza porque él puede socorrernos”. 13
Aún así, la gran misión de San Claudio sólo
llegó a realizarse plenamente muchos años después: el 8 de mayo de 1928, cuando
Pío XI elevó a la suprema categoría litúrgica la Solemnidad del Sagrado Corazón
de Jesús mediante la Encíclica Miserentissimus redemptor.
Un año más tarde, Claudio La Colombière sería
beatificado por el mismo Papa. Y le correspondió a Juan Pablo II el honor de
incluir, el 13 de mayo de 1992, en el catálogo de los santos el nombre de este
sacerdote jesuita, tan amado por el divino Corazón de Jesús.
Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP
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NOTAS
1 DUFOUR,
Gérard. Na Escola do Coração de Jesus com Cláudio de La Colombière. São Paulo: Loyola, 2000, p. 7.
2 SANTA MARGARITA MARÍA ALACOQUE.
Autobiografía. São Paulo: Loyola, 1985, p. 59.
3 SAN CLAUDIO LA COLOMBIÈRE. Oeuvres, II, 99,
apud GUITTON, SJ, Jorge. El Beato Claudio La Colombière: su medio y su tiempo.
Bilbao: El Mensajero del Corazón de Jesús, 1956, p. 26.
4 SAN CLAUDIO LA COLOMBIÈRE. Reflexões cristãs, Oeuvres, V, 429, apud
GUITTON, op. cit., p. 121.
5 DUFOUR, op. cit.,
pp. 14-15.
6 SANTA MARGARITA
MARÍA ALACOQUE, op. cit., p.61.
7 SANTA MARGARITA
MARÍA ALACOQUE, Ouevres complètes, VI, 118 s, apud GUITTON, op. cit., p. 156.
8 Ídem, p. 157.
9 Cf. DUFOUR, op.
cit., p. 19.
10 SANTA MARGARITA MARÍA ALACOQUE,
Autobiografía, op. cit., p. 68.
11 GUITTON, op. cit., p. 116.
12 DUFOUR, op. cit., p. 20.
13 ECHEVERRÍA, Lamberto de. San Claudio de La
Colombière. In: ECHEVERRÍA, L., LLORCA, B., BETES, J. (Org.). Año Cristiano.
Madrid: BAC, 2003, v. II, p. 340
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