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San Juan Bautista – El Heraldo del Mesías

Redacción (Jueves, 07-01-2015, Gaudium Press) Mucho nos hablan los Evangelios de la persona ascética del Bautista, con sus vestidos evocativos de los antiguos profetas de Israel y su austeridad de vida. Los judíos llegaron a pensar que estaban ante el Mesías esperado. Sin embargo, la historia de ese varón tan singular, cuya predicación marca el final del Antiguo Testamento y da comienzo al Nuevo, es desconocida por muchos. Hablemos un poco sobre ella.

Nacimiento anunciado por un ángel

«En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del turno de Abías» (Lc 1, 5). Su mujer, de estirpe sacerdotal, se llamaba Isabel. Ambos eran de edad avanzada y no habían recibido la principal bendición de todo hogar hebreo: una descendencia. Justos y temerosos de Dios, lo aceptaban sin hallar consolación en esta dura prueba. Encontrándose sirviendo en el Templo, ofreciendo el incienso en el altar de los perfumes, Zacarías sentía que su corazón palpitaba ante la esperanza de la inminente llegada del Mesías cuando vio a su derecha a un ángel del Señor, radiante de gloria.

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«No temas, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan», dijo el celestial mensajero. Y añadió: «será grande a los ojos del Señor» e «irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías» (Lc 1, 13.15.17). Sin embargo, por haber dudado en ese instante de la promesa se quedó mudo.

San Lucas narra a continuación la Anunciación del ángel a la Virgen María y su visita a Isabel, poniendo en contacto a la Madre del Mesías con la madre del Precursor. Al oír el saludo de María, Isabel sintió que la criatura «saltaba de alegría» en su vientre (cf. Lc 1, 26-45). El Precursor había reconocido al Mesías e inmediatamente comenzó a ejercer su función de heraldo. Al nacimiento le seguía la circuncisión, el rito de admisión del hijo varón en el pueblo de Dios. A ella se asociaba la imposición del nombre, la cual era como una inscripción del recién nacido en el catálogo de los hijos de Israel. Sus parientes y vecinos querían darle al Bautista el nombre de su padre, Zacarías, pero Isabel intervino sin vacilar: «¡No! Se va a llamar Juan». Le replicaron que en su familia nadie se llamaba así. Al ser consultado, Zacarías escribió en una tablilla: «Juan es su nombre». Enseguida recuperó el habla que había perdido al dudar de la palabra del ángel (cf. Lc 1, 58-63).

Siempre generoso con sus servidores, Dios no sólo lo curó de su mudez, sino que también lo llenó del Espíritu Santo y lo elevó a las alturas del profetismo, poniendo en sus labios el bellísimo cántico del Benedictus : «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo» (Lc 1, 68-69). Finalmente, fijando los ojos en su hijo, profetizó trémulo de emoción: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos» (Lc 1, 76).

El primero en dar testimonio de Jesús

De los primeros años de vida del «profeta del Altísimo» conocemos sólo estas breves palabras del Evangelio: «El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80). Tan pronto como el cuidado materno dejó de serle necesario, se apartó de la convivencia humana, recogiéndose en la soledad del desierto. Según San Mateo, vivió oculto a los ojos del mundo en el desierto de Judea, la zona más árida del país. Probablemente, allí llevaría a cabo su noviciado.

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San Juan Bautista Niño

En las sinagogas los rabinos garantizaban al pueblo que el Mesías no tardaría en aparecer. Citaban la célebre profecía de Daniel: «Setenta semanas están decretadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa; para poner fin al delito, cancelar el pecado y expiar el crimen, para traer una justicia eterna, para que se cumpla la visión y la profecía, y para ungir el santo de los santos» (9, 24).

A esas alturas de los acontecimientos, Juan se puso a bautizar en el río Jordán. Simbólica elección del lugar, pues por aquellas regiones había entrado el pueblo de Dios en la Tierra Prometida. El sitio era, además, adecuado para el bautismo de inmersión, rito nuevo, figurativo de la conversión a la que exhortaba.

Nadie conocía su origen. Únicamente algunos viejos pastores de las montañas contaban que había desaparecido de su casa un niño concedido milagrosamente al sacerdote Zacarías. Poco después de que Juan apareciera en público se presentó Jesús.

La vida pública del Redentor empieza con la misión del Precursor. Dicha misión era esencial. Sobre él estaba escrito: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí» (Ml 3, 1). Juan hablaba de Cristo como aquel que «viene detrás de mí» (Mt 3, 11; Mc 1, 7; Jn 1, 15). Como eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, es el primero en dar testimonio de Jesús. No sólo anuncia al Mesías, sino que lo señala.

«Convertíos» era su consigna

San Mateo inicia de forma solemne el relato de la vida pública del Precursor: «Por aquellos días, Juan el Bautista se presenta en el desierto de Judea, predicando» (3, 1). Toda la región hablaba sobre él. Cuatrocientos años sin profeta despertaron en el pueblo hambre de profecías.

San Lucas, «con una solemnidad literaria cronológica especial», 1 trata de precisar el tiempo y el espacio en que Juan irrumpe como el Precursor. Y revela estar bien documentado: «En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio…» (3, 1).

San Juan Evangelista se muestra respetuoso con aquel que fue su maestro y a él se refiere con mayor reverencia: «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él» (1, 6-7).

La aparición del Bautista era tan importante que San Lucas lo presenta así: «vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (3, 2).

Se generalizó de tal manera la afluencia de judíos a su alrededor que Marcos y Mateo no dudan en afirmar que acudía a él: «toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán» (Mt 3, 5); «toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén» (Mc 1, 5).

No sabemos qué hizo el hijo de Zacarías para hacerse tan conocido.

Los Evangelios no mencionan que hubiera realizado ni siquiera un milagro. A este heraldo destacado para «enderezar los caminos» le bastaba la fuerza de sus palabras y el ejemplo de su vida. Pero sabemos lo que nos cuenta San Lucas: «Voz del que grita en el desierto: reparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (3, 4); «éste es de quien está escrito: ‘Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti’ » (7, 27). Y el mismo Redentor dirá: «entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan» (Lc 7, 28).

Juan siguió el sentido contrario de los predicadores de tipo mesiánico que lo precedieron. Toda su enseñanza se centraba en una exhortación: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos» (Mt 3, 2). Ésa era su consigna.

Enseñaba con el ejemplo lo que predicaba con la voz

De su solitaria vida sólo se sabe lo austera que era: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3, 4). Produjo una inmensa conmoción y un estremecimiento en Israel: «¡Surgió un profeta!».

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Escultura del Bautista en Autun, Francia

Podemos imaginarlo alto y delgado, pero fuerte, de mirada ardiente y cargado de misticismo; firme y decidido, lleno de bondad, tono de voz viril y melodioso. Tenía que dar fama al Señor y después desaparecer. Los fariseos debían de odiarlo bastante.

No probó ni vino ni sidra, o cualquier otra bebida delicada. Su alimento normal estaba en consonancia con su mísera indumentaria: saltamontes y miel silvestre, es decir, recogida de los troncos de árboles o entre las grietas de las rocas. Al modo de los nazarenos, ostentaba larga y majestuosa barba, jamás tocada por una navaja, y su cabello caía sobre los hombros, acentuando el austero aspecto de su rostro. Se distinguía por su santidad de vida. Todos se quedaban impresionados por el rigor de su penitencia, integridad de sus costumbres y fuerza de sus palabras. Enseñaba con el ejemplo lo que predicaba con la voz.

«Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4). Lo primero que exigía de sus oyentes era el arrepentimiento. Una metanoia, o sea, un cambio completo de mentalidad y de alma, una transformación spiritual un rechazo al pecado en lo más profundo del propio ser. No se contentaba con meras señales exteriores de arrepentimiento, exhortaba a una conversión sincera.

A las predicaciones añadía el bautismo, para significar la necesidad de limpiar las manchas del alma. No era, pues, únicamente un heraldo, sino aquel que bautizaba.

El bautismo de Juan no perdonaba los pecados, como el sacramento del Bautismo borra la mancha del pecado original y el de la Penitencia perdona los pecados personales. Sólo era un símbolo exterior que representaba el cambio de vida y la limpieza de corazón a las que exhortaba.

Supo elegir entre sus oyentes a cierto número de discípulos, algunos de los cuales se convirtieron en apóstoles de Jesús: Andrés, Pedro, Santiago y Juan. No perdía la oportunidad de dar testimonio del «Cordero de Dios». La predicación del gran profeta fue eficacísima.

«Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios»

Llegaba la hora de darse ante el pueblo judío la conjunción entre el Precursor y el Mesías. Juan no lo conocía más que por las comunicaciones del Espíritu Santo, sus ojos nunca lo habían visto. Anhelaba el feliz momento de poder contemplar el rostro del Salvador, oír su voz y besar sus sagrados pies.

Tal vez unos seis meses después del comienzo de la predicación de Juan, Jesús se habría unido a alguna caravana que iba hacia el Jordán en busca del profeta. De incógnito, como cualquier israelita, pasaba por uno más entre miles. Por su modo de hablar se notaba que era galileo. Poco nos relatan los Evangelios sobre ese encuentro. Conversando un día con sus discípulos al respecto, el Bautista afirmó: «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posar se sobre Él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'» (Jn 1, 33).

Mientras preparaba a un grupo de penitentes para que recibieran el bautismo, fijó de repente la mirada sobre un varón cuyo aspecto le hizo estremecer, como años antes se había conmovido en el seno materno por la presencia del Salvador. Un instintivo movimiento lo empujaba hacia Él.

Sin embargo, cuando iba a arrojarse a sus pies, Jesús lo detiene y le pide el bautismo. «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3, 14), exclamó admirado Juan. Jesús respondió con las primeras palabras de su vida pública, registradas por los evangelistas: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3, 15). La justicia exigía que Cristo, habiendo asumido sobre sí las iniquidades del mundo entero, fuera tratado como un pecador. Juan lo comprendió y no se opuso a la voluntad del Maestro.

Apenas se bautizó y salió del agua «se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre Él» (Mt 3, 16). Al mismo tiempo, se escuchó la voz del Padre celestial que decía estas memorables palabras: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17).

Ahora el Bautista podía dar -como heraldo que era- nuevo testimonio de Jesús: «yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1, 34).

El heraldo del Mesías refuta los errores del pueblo

Tal era la emoción de las multitudes ante la austera vida de Juan -digna de los antiguos siervos de Dios-, la elevación de su doctrina y el ardor de su celo que los judíos llegaron a preguntarse si no estaban ya en presencia del Mesías. A ello contribuía el hecho de que ya se habían completado las setenta semanas anunciadas por Daniel.

Juan no podía consentir ni un instante siquiera que existiera una ambigüedad en materia tan fundamental. Como profeta, cumplirá con toda fidelidad su misión de señalar al verdadero Mesías; como santo, su humildad no tolerará equivocación alguna; como apóstol, aprovechará ese momento apropiado para eliminar toda duda al respecto.

«Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia» (Jn 1, 26-27). Como auténtico heraldo, refuta con toda claridad estos errores. Muchos de sus discípulos se rindieron a la autoridad de su testimonio, mientras que otros se obstinaron en el error y se pusieron a decir públicamente que él era el Mesías esperado.

Para obligar al Bautista a que revelara sus intenciones, los judíos de Jerusalén enviaron a sacerdotes y levitas para interrogarle, entre los cuales había algunos fariseos. No contaban con el espíritu de verdad que lo animaba (cf. Jn 1, 19-27; Mc 1, 8).

-¿Tú quién eres? -le preguntaron.

-Yo no soy el Mesías -respondió sin vacilar.

A pesar de desconcertados con esta confesión, insistieron los inquisidores:

-¿Eres tú Elías? ¿Eres tú el Profeta?

Del corazón del Bautista brotó tan sólo la verdad pura y simple:

-No lo soy.

-Dinos al menos quién eres para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? -indagaron los fariseos, pensando que en esta ocasión lo atraparían en sus redes.

-Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías -les replicó Juan.

Volvieron a la carga los embajadores:

-Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?

Juan contestó:

-Yo bautizo con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo

El Bautista no cesaba de proclamar su testimonio: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí». Y la embajada del Gran Consejo no hizo otra cosa sino aumentar su prestigio.

La autenticidad del heraldo: sus testimonios

Sus discípulos fueron los primeros en recibir su bautismo y entregarse a él de todo corazón. Juan los instruía en los caminos de la vida sobrenatural que él mismo seguía.

Los Evangelios sinópticos no relatan otro testimonio de Juan sobre Jesús, a no ser el de su bautismo. El cuarto Evangelio, por el contrario, nos refiere varios.

Al día siguiente al del episodio antes narrado, se encontraba Juan con dos discípulos, fijó su mirada en Jesús que pasaba, y señaló con énfasis al Salvador de Israel: «Éste es el Cordero de Dios» (Jn 1, 29). El Cordero que se sacrifica, dando su vida para quitar el pecado del mundo.
Para que no quedara ninguna duda en el espíritu de sus discípulos, Juan insistía: «Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: Yo no soy el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él. […] Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 28.30).

Ese varón llamado a ser profeta del Altísimo causó impacto incluso después de muerto, atemorizando al poderoso tetrarca Herodes, quien al oír hablar de los portentosos milagros de Jesús pensó asustado: «Ése es Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él» (Mt 14, 2).

Desde su milagroso nacimiento hasta después de su muerte, fue un verdadero heraldo del Mesías.

Por el P. Fernando Néstor Gioia, EP

(Rev. Heraldos del Evangelio – Enero 2016)

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1 TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v. V, p. 769

 

 

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