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La familia es como una "iglesia", pero doméstica

Redacción (Lunes, 21-09-2015, Gaudium Press) Los padres fueron constituidos en autoridad para predicar con sus enseñanzas, pero principalmente para «predicar» con su testimonio de vida, dado que la familia es «una escuela del más rico humanismo» (Gaudium et spes, 52).

Al principio el hombre estaba solo, y Dios dijo: «no es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (Gén, 2, 18), hacerle una ayuda semejante a él que lo complete. Y así se dio, que, por su mujer, dejará a su padre y a su madre, se unirá a ella, serán dos en una sola carne.

Nacía allí, en el orden natural, la más pequeña de las comunidades humanas: la familia. Surgía posteriormente la sociedad, formada por el conjunto de familias, como un cuerpo se constituye de sus miembros. Vemos así como la institución de la familia es anterior a la sociedad humana, pues el hombre primero es miembro de una familia antes de ser ciudadano de una nación. Lógicamente, bien común de una sociedad, nacerá del mutuo relacionamiento entre las familias, dependiendo éste, a su vez, del bien común de las familias.

Pero, muchos se preguntan: ¿cómo lograr el «bien común» de la familia? Momentos difíciles está pasando esta institución. Rodeada de múltiples adversidades y peligros, navega la familia en mares revueltos, y esto repercute en la sociedad que nos rodea. Bien afirmaba el documento conciliar Gaudium et spes (47) que: «el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar».

Con la intención de ayudar ante estas circunstancias, dando un aporte simple pero que considero de profundidad, me recordaba que – en viejos tiempos de estudios sobre el tema – había guardado un esquema sobre la familia de Profesores de la Orden de Santo Domingo en Salamanca. Si bien es de hace cuarenta años atrás, mantiene su actualidad y, principalmente, se destaca en la belleza de su argumentación y comparación.

Era la consideración de la institución de la familia – como la calificara posteriormente en 1981, San Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica «Familiaris consortio» (21) – como una «iglesia doméstica». Esto, siempre y cuando el relacionamiento mutuo se realice en base al amor de Dios, dando lugar, en el convivio familiar, a que el amor pase por encima de todo.

Con relación al hogar, a la vida de familia, aquella compilación de ideas de estos sabios sacerdotes de Salamanca, nos hablaba de que podríamos considerar tres aspectos: el hogar material, el hogar espiritual y el hogar templo. Creo que pocas veces, queridos lectores, hemos pensado en esta clasificación tan singular y decidora.

Cuando pensamos en los aposentos que conforman nuestros hogares, podrán ellos ser mejor o peor acondicionados, pero es dónde se reúne la familia, donde pasa – al menos lo era en otros tiempos – la mayor parte de la vida. Protegidos son de las inclemencias del tiempo y de los extraños. Realmente podremos decir que la casa es dónde nos encontramos con nuestros seres más queridos, es el rincón del mundo más deseado del corazón humano.

Así como un hogar puede estar bien construido y amueblado, al ser este el «hogar material», será el cuerpo pero no el alma. El alma de la casa, el «hogar espiritual», es constituido por los momentos familiares. Circunstancias de alegría, períodos de tristeza, tiempos de dificultad.

Estos aspectos serían materia muy aprovechable para numerosos artículos periodísticos de opinión. Sin embargo, mi intención es sobresaltar el aspecto de la familia, el hogar, la casa, como una «iglesia doméstica», como «hogar templo».

Y no considere algún profano que es una exageración de nuestra parte considerar a la familia así. El hogar es un lugar sagrado, no lo podrán negar, es el espacio en que Dios hace sentir su presencia. Veamos.

En el centro de las iglesias hay un «altar» hacia donde se concentran las atenciones de los fieles, altar en dónde se renueva el sacramento de la Cruz. En las familias hay también altares, son los corazones de los que la forman. En ese «altar», en nuestra cotidianidad, se ofrecen cada día sacrificios en el cumplimiento del deber de cada uno: la mutua comprensión, la tolerancia con los defectos del otro, la exigencia del cuidado y la educación de los hijos, la obediencia de parte de los hijos para con sus padres, el esfuerzo cotidiano del trabajo doméstico, etc.

Bueno, pero, ¿y qué más padre nos va a introducir en nuestros hogares, además del «altar»? Pues… los «confesionarios». Por más que tengamos buen carácter, buena voluntad, seamos bien portados, a veces, ofendemos no sólo a Dios sino al prójimo. Aparecerá en nuestras familias siempre alguna ofensa, algo que sea desagradable para los demás. Si somos sinceros, si quedamos arrepentidos, deberá haber perdón y olvido generoso, como lo tiene Dios Nuestro Señor para con nosotros.

Y por qué no recordar que también en el hogar hay «predicación». Los padres fueron constituidos en autoridad para predicar con sus enseñanzas, pero principalmente «predicar» con su testimonio de vida, dado que la familia es «una escuela del más rico humanismo» (Gaudium et spes, 52).

Si volvemos nuestras miradas a la Sagrada Familia – Jesús, José y María – en Nazaret, aprenderemos de esa vida doméstica lo que es la vida de familia. Que «su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología», decía Pablo VI, en 1964, en su visita a Tierra Santa.

Rodeada de la ruidosa vida moderna, presionada por los factores de deterioro moral y social que nos envuelven, no dejemos de considerar la belleza de esta «iglesia doméstica»; de esta «primera escuela de oración», en el decir de Benedicto XVI (28-12-2011); pilar fundamental de una sociedad bien ordenada y constituida; «escuela de virtudes humanas y cristianas» (Catecismo, 350).

Que los esposos, compenetrados de que conforman una institución sagrada – bendecida por Dios – renueven a todo momento el amor mutuo, sean de corazón generoso, acompañen las dificultades con espíritu de sacrificio, sean hombres y mujeres de oración. Desafiando así el hedonismo tan difundido que «banaliza las relaciones humanas y las vacía de su genuino valor y belleza» (Benedicto XVI, 5-6-2006). Y al mismo tiempo, los padres, sean para con sus hijos, «los primeros predicadores, mediante la palabra y el ejemplo». (Lumen Gentium, 11)

Por P. Fernando Gioia, EP. (Diario La Prensa Gráfica de El Salvador)

 

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