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Salir de sí: la clave de la felicidad

Redacción (Lunes, 23-07-2012, Gaudium Press) Decía Monseñor Juan Clá, en una de sus muy entretenidas palestras de formación a los Heraldos del Evangelio, que existe un gran peligro en la vida espiritual cuando una persona se va hallando «una especie de rey del universo, se halla un semi-dios, una flor que fue iluminada por un rayo divino y que tal vez las personas no perciben pero él siente el calor de aquella luz que él tiene por dentro». Ese pobre ser humano -que con frecuencia hemos sido cada uno de nosotros- está «prisionero dentro de una torre de marfil, dentro de sí, dentro de su egoísmo. Soñando consigo mismo el tiempo entero». Él ha perdido el contacto con Dios, y el egoísmo lo va llenando lenta o rápidamente de amargura, de infelicidad.

4.jpgPero como todo lo que es fundamental tiene solución mientras estemos en esta vida, Monseñor Juan plantea también cómo salir de esa angustiosa situación: «Yo preciso dejar de pensar en mí mismo. Preciso volver al mundo de la consideración de las cosas maravillosas que hay a mi alrededor». «Nosotros necesitamos hacer lo que hizo el publicano -no el fariseo-, precisamos arrodillarnos delante de una imagen, arrodillarnos delante del Santísimo, y decir: ‘Yo por mí mismo no consigo, preciso de esa gracia. Yo requiero de una nueva conversión. Yo preciso salir de dentro de mí mismo’ «.

Al inicio de todo pecado, y de toda infelicidad radical hay un egoísmo. En la base de toda virtud hay un abrirse al Creador. Salir de dentro de sí mismo: algo realmente central, fundamental en la vida de cualquier hombre.

El que vive encerrado en su torre de marfil -que poco a poco se va convirtiendo en morada de tinieblas- va creyendo estúpidamente que no necesita de Dios, y por eso va haciendo cada vez más escasa su vida de piedad. Primero deja paulatinamente de rezar, el recurso a la intercesión de los santos se le va tornando cada vez más sin sentido y por ello menor, y finalmente abandona las prácticas necesarias y obligatorias de la vida cristiana.

Y otra cosa terrible: esa pobre víctima del egoísmo se va tornando insensible a las miríadas de maravillas que le rodean, y por las cuáles Dios también se hace presente y se comunica a los hombres.

No obstante, esas múltiples maravillas pueden ser también su salvación.

Lo primero es reconocernos egoístas, y por tanto harto insensibles a las maravillas, y sin embargo necesitados de abrir los ojos a ellas. Y lo segundo es pedirle a Dios que nos retire esa ceguera, pero no para querernos apropiar egoístamente de lo maravilloso, sino para en él amar al Dios Creador del cual nunca nos hemos debido separar.

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Santa Teresita del Niño Jesús

Un perrito faldero, por ejemplo un sencillo ‘poodle’, que va garboso, peinado y perfumado, altivo al lado de su ama, puede ser una de esas grandes-pequeñas maravillas. Un mendigo, anciano, digno y humilde al tiempo, que arrastra sus años con cierto señorío, y que no lo pierde aún cuando extiende la mano en su súplica, es esa otra maravilla.

Maravilla es un bello atardecer, de esos muchos inspiradores que Dios nos regala constantemente. Maravilla es un rostro inocente, una faz pura, cándida, de esas que aún quedan en nuestro mundo descarriado. Maravilla es el color verde-azulado de esas mariposas gigantescas y maravillosas de nuestro trópico. Maravilla es la vida de un santo. Maravilla es… bueno, cuantas maravillas, al alcance de quien las quiera ver.

Es recurrir a lo que también Monseñor Juan llama la ‘maravillo-terapia’: ‘tratamiento’ restaurador del equilibrio psicológico, y sobre todo, restaurador de la unión con Dios.

Salir de sí, para ir en busca de Dios, para finalmente encontrarlo en el cielo donde será nuestra gigantesca alegría, «inmensamente grande».

Por Saúl Castiblanco

 

 

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