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Muerte en la selva oscura *

Redacción (Lunes, 27-08-2018, Gaudium Press) Yagua vio a su gente sucumbir poco a poco sin poder hacer nada. Ahora anda errante por el mato cerrado de una selva húmeda e inhóspita que lo quiere devorar. Descalzo y con el estómago lleno de parásitos, la influenza ardiéndole en los ojos, el vómito y la diarrea, el cansancio de sus miembros sin fuerzas para cazar algo, solamente espera morir aunque apenas tenga 22 años.

Ser de los hombres más resistentes de su grupo le ha valido sobrevivir, pero bien sabe que va a morir irremediablemente. Algo en su instinto le dice que le ha llegado el momento de sucumbir también. Sin poder evitarlo le ha tocado ver cómo su clan fue desapareciendo porque el «pajé» esta vez ya no pudo detener el horror que se les vino encima. Sus conjuros y misteriosa danza nocturna alrededor de una fogata haciendo sonar capachos, el humo de las yerbas verdes quemadas, las pócimas hediondas que les obligó a tomar, los gritos dilacerantes y las heridas que se hizo en el cuerpo, no sirvieron para nada. El propio «pajé», una mañana después de aullar toda la noche amaneció tendido, tieso y frío. Yerto como un tronco de árbol recién abatido.

A partir de ese día los pocos sobrevivientes -cuatro mujeres desdentadas prematuramente envejecidas y enfermas, dos niños ya con tos y fiebre, él y otro hombre más, confirmaron que estaban sentenciados a muerte. La selva atroz no perdona a nadie y necesita alimentarse. Cuando llega la hora, el clan herido tiene que aceptar y entender que va a desaparecer. Pero el mito también les ha hecho tener una esperanza lejana, y por eso los más robustos luchan hasta el final, alimentándose como pueden, y dejando cuanto antes la «taba» sola porque está maldita.

Yagua presiente que un jaguar le sigue el rastro y conserva entre sus debilitadas manos ennegrecidas y curtidas por el uso, una peligrosa estaca puntuda y afilada para defenderse. Recoge agua de las hojas y bebe. Mastica alguna que otra raíz conocida, se recuesta a los árboles frondosos verificando antes que no haya rastros de serpientes, arañas venenosas, ni hormigas carnívoras. Las habituales picaduras de los mosquitos esta vez se le están infectado por las bajas defensas de su cuerpo macilento. La tos profunda que sale de sus pulmones es la señal para las fieras de la selva oscura. Cuando la escuchan ya saben que una presa anda vulnerable y fácil de atrapar. Lo peor es que no puede dejarse ver de otro clan o tribu que ande por ahí cazando y elude siempre las tabas construidas en las zonas de la selva depredada, donde silvícolas construyen hasta agotar la vegetación circundante. No conoce el lenguaje de los otros y se odian con un odio ancestral inexplicable. Es el fin, es el fin de todo. La vida errátil, nómada de sus ancestros en la implacable selva sin pensar siquiera en renovarla, ha concluido y ella se lo está cobrando. Desnutrido y enfermo, ha manejado congénitamente las tensiones nerviosas de los animales selváticos en la supervivencia ingrata de la ley del más fuerte, fiero y astuto.

Eso agota a cualquiera a temprana edad y por eso el promedio de los suyos escasamente superó los cuarenta años de vida. El último que lo acompañó un trayecto largo entre la espesura de la selva explorada -precisamente para no encontrar cazadores de otras tribus- murió congestionado y jadeante. Yagua siguió solo, errando con apenas una gota seca de esperanza en algo que ni sabía definir bien lo que era. Morir o no morir ya da lo mismo. Su clan destruido, su cuerpo agotado, su entendimiento embotado y la selva oscura oliendo a árboles podridos, acaban sin duda la ilusión de cualquiera.

El pobre Yagua no sabe que tiene alma y está condenado a morir de esa forma y Dios no quiera sufrir eternamente, entre otras razones porque está prohibido por ciertas agencias internacionales misionarlo y llevarle una cultura superior a la suya, paupérrima, supersticiosa y cruel.

Por Antonio Borda

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* Historia ficticia, basada en noticia aparecida en El País, Madrid, 25 de agosto de 2018.

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