lunes, 25 de noviembre de 2024
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Notre-Dame y el celo por la gloria y el amor de Dios

Redacción (Jueves, 23-04-2019, Gaudium Press) Ya va siendo tiempo de ir reflexionando algo sobre lo que ha sucedido con Notre Dame. También los católicos tienen derecho a hacerlo como lo vienen haciendo ateos, agnósticos, laicistas y otros incrédulos que se han arrogado la potestad de interpretar el doloroso acontecimiento a su particular manera y apreciación, con mala fe, sorna e ironía.

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Ante todo no es la primera catástrofe que sufre la Catedral. Ya en la revolución francesa fue profanada de la manera más vil y blasfema como no se ha hecho todavía hoy día con otro templo católico sobre la faz de la Tierra. Hasta una mujer de mala vida fue entronizada sobre los restos del altar mayor como si fuera la diosa razón. La mayoría de sus más de mil estatuas de piedra fueron decepadas a martillazos por una turbamulta ignorante inducida por jacobinos y girondinos que creían ser esas las representaciones de los reyes de Francia, especialmente los 28 de la fachada principal, que no eran otros que los reyes de Judá antepasados de Jesucristo Nuestro Señor. Dentro del sagrado recinto destruyeron muebles, confesionarios, imágenes, retablos y otras obras de arte que no se pudieron remplazar. Posteriormente la Catedral magnífica quedó convertida casi por diez años en un depósito de materiales para construcción y después en todo un basurero de París, dijo el escritor italiano Geno Pampolini.

Duele reconocer que fue Víctor Hugo, un romántico liberal de dudosa catolicidad, quien se escandalizó con el abandono de semejante monumento. Tal vez más por razones artísticas y culturales que por religiosidad, escribió artículos, notas de prensa y su famoso libro «Notre Dame de París» con el que inmortalizó personajes como Quasimodo y la gitanilla Esmeralda con su cabra blanca. A ningún descendiente de la antigua nobleza o del clero se le ocurrió pedir a nombre de la legitimidad que se restaurara ese templo del Dios y la religión verdaderos. Tal vez los hubieran linchado, porque lo que hipócritamente se quería era que el mismo liberalismo que la profanó, se adjudicara una erudita sensibilidad de advenedizo y trepador social.

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Después vino el misterioso izamiento de la bandera del Viet-Cong en la fina punta de la bella aguja, durante la revolución cultural de mayo del 68, protagonizada con estudiantes inducidos por los más poderosos medios de comunicación de Francia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Una intrépida acción que más pareció obra de un demonio de los aires que de un ser humano. En lo alto de aquella aguja fue enarbolada la bandera que significaba la derrota del apostolado cultural francés en el sudeste asiático y el triunfo del comunismo más radical y asesino después del de Camboya.

Si Notre Dame hablara ciertamente reclamaría, se lamentaría adolorida y tal vez convocaría el ejército de sus piadosos y humildes artesanos, carpinteros y pedreros del pueblo que trabajaron por siglos con amor y piedad para elevarle a Dios una oración en piedras, maderas y hierros artísticamente forjados, que para los supuestamente cultos hombres del liberalismo ideológico no significan hoy nada. Si Notre Dame cobrara vida, sus gárgolas monstruosas y obedientes podrían tomar venganza de tanta infamia y ofensa a dentelladas y zarpazos mortales de roca justiciera.

Los arquitectos-ingenieros parisinos Eugène Emanuel Viollet-le-Duc y Jean Baptiste Antonie Lassus del siglo XIX, muy probablemente motivados por Víctor Hugo, se pusieron en el trabajo admirativo de una restauración maravillosa que reivindicó por unos años el espíritu de los mejores franceses de la dulce Francia, la nación primogénita de la cristiandad. A ellos se debe la reconstrucción de la famosa aguja en la que comenzó el misterioso incendio de este pasado 15 de abril. Era una estructura de fina y resistente madera de encina de los bosques aledaños a Paris, recubierta de plomo y en la que figuraban en bronce los doce Apóstoles y los cuatro Evangelistas: ¡la esencia del apostolado cristiano! Todo eso quedó fundido, deformado, sucio y profanado. La aguja reemplazaba precisamente otra del siglo XIII que en la revolución francesa había sido derribada.

¿Qué vendrá ahora? ¿Una moderna reconstrucción pluricultural y ecuménica con vigas de concreto y techos de vidrio a la manera de la vulgar pirámide del Louvre?

Una biblia hecha en piedra, la llamó Víctor Hugo. Un puente entre el Antiguo y Nuevo Testamento la denominó Pampaloni. La Catedral que hizo florecer una sonrisa en los labios de la Virgen como ninguna joya hizo florecer, dijo de ella Plinio Correa de Oliveira. Roguemos con todo el corazón a Nuestra Madre Santísima que impida con sus ángeles guerreros, se siga profanado aquel testimonio vivo del amor a Dios y a su Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana que la impiedad de este siglo «ecuménico» y «pacifista» quiere destruir con un arrasador odio infernal nunca antes visto en la Tierra, encubierto fría y calculadamente por cierta prensa que se dice objetiva, culta y democrática mientras un sector del clero católico calla acobardado por miedo a que le digan fanático y anticuado.

Por Antonio Borda

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