martes, 26 de noviembre de 2024
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Agitación: el extremo opuesto de la contemplación

Redacción (Miércoles, 10-02-2016, Gaudium Press) Después del pecado original y la consecuente debilitación de la naturaleza humana, la inquietud del espíritu puede derivarse del desorden de las pasiones, fascinadas por algo que no es lícito. Pero, hay otro factor: «el demonio, vuestro adversario, anda alrededor, como un león que ruge, buscando a quien devorar» (I Pe 5, 8). Innúmeras veces, es él quien provoca en el alma estados de perturbación, agudizando aún más las malas tendencias. Como Lucifer y sus secuaces no cumplieron la finalidad para la cual fueron creados, por haberse rebelado contra Dios, buscan a todo costo la misma desgracia para los hombres con la intención de privarlos de las alegrías de la eterna contemplación.

San Francisco de Sales califica el frenesí como el mayor mal que puede sobrevenir al alma, después del pecado:

Porque así como las perturbaciones y sediciones interiores de una república la arruinan por completo y la enredan al punto de que no pueda resistir a lo extranjero, así nuestro corazón, estando perturbado e inquieto en sí mismo pierde la fuerza de conservar las virtudes que había adquirido y al mismo tiempo el medio de resistir a las tentaciones del enemigo. [1] Con efecto, el demonio busca exacerbar esa debilidad, utilizándose de la agitación constante, especialmente propagada con la Revolución Industrial.

Revolución Industrial: la embriaguez de la agitación

Es innegable que el desarrollo de la tecnología y la ciencia generan innúmeros beneficios y facilidades para la sociedad contemporánea.

En efecto, sería un absurdo si, todavía en los días actuales, las cirugías fuesen realizadas sin el uso de anestésicos, si para el envío de una carta fuesen utilizadas las famosas «palomas-correo» o, para desplazarse de un país para otro, no hubiese otro medio sino emprender un largo viaje marítimo o a caballo.

Entretanto, muchas veces, por el mal uso de tales tecnologías y máquinas, surgen problemas bastante complejos, cuya existencia tal vez no sería pensada en épocas anteriores. Un efecto devastador de ese mal uso fue el surgimiento de ciero «espíritu práctico», fuertemente tendiente a la velocidad, a la agitación y, consecuentemente, al olvido de lo sobrenatural, que penetró en el alma humana y afectó todo su modo de ser.

La máquina – el «alma» de casi toda técnica – tiende a sujetar enteramente a su ritmo mecánico todo el trabajo humano. Y más que el trabajo las diversiones, la vida de familia, toda la existencia. En todos los dominios, el hombre se va utilizando cada vez más ampliamente de la máquina, y aceptando adaptarse a ella, para fruir las ventajas que ella proporciona. En estas condiciones, la influencia de la máquina tiende a penetrar en las esferas más delicadas y más altas de la vida humana, esto es, tiende a crear un estilo de vida, un modo de concebir los problemas y de resolverlos, una mentalidad en fin, enteramente mecanizada. Hombres estandarizados, con ideas y gustos padronizados, inmersos en un estado de espíritu de un tedio sombrío, displicente, pesado, lleno de fatiga, interrumpido apenas por las excitaciones delirantes del cine, la televisión, la radio, o las «hinchadas» deportivas.[2]

Hasta el siglo XIX, se podía afirmar que la mayor parte de las personas todavía llevaba una vida muy estable, penetrada, en muchos aspectos, por las costumbres tradicionales y cargadas de simbolismo de las civilizaciones anteriores. Con todo, el surgimiento de las industrias y la realización de tantos avances científicos y tecnológicos contribuyó decisivamente a que se operase un cambio radical en las mentalidades y en el modo de vivir de toda sociedad. El «progreso» y el «desarrollo», tan difundidos desde el final del siglo XVIII, prometían una era de paz y seguridad, en la cual el hombre sería el rey absoluto de sí mismo y de sus acciones.

Esa brusca transformación de la cultura y los ambientes causada por la Revolución Industrial ejerció una profunda acción sobre las tendencias humanas, pues «los ambientes [lo mismo puede ser aplicado a la cultura], en la medida en que favorecen las costumbres buenas y malas, pueden oponer a la Revolución las admirables barreras de reacción; o […] pueden comunicar a las almas las toxinas y las energías tremendas del espíritu revolucionario», [3] que incentivan la revuelta de las pasiones.

Con las tendencias amortecidas, se torna más fácil al hombre la adherencia a los hechos que se concretizan después. Por eso, a lo largo del proceso de industrialización, rápidamente se consolidó y difundió el mito de que el hombre, por sí solo, era capaz de producir cosas extraordinarias y numerosas, independientes de Dios. El optimismo contaminó de tal manera los espíritus que despertó en ellos una creciente apetencia de fruición y un verdadero horror al recogimiento y al sacrificio.

Se puede agregar también la acción del demonio que, aprovechándose de este estado de espíritu reinante, comenzó a propagar la idea de que la máquina y la velocidad pueden proporcionar al ser humano la plenitud del gozo, dando a entender que «la excitación era la única forma de gozar la vida».[4]

El deseo de la novedad pasó a ser, entonces, el dogma de la sociedad contemporánea, llevando al hombre a cansarse rápidamente de las cosas, queriendo continuamente substituirlas por otras, lo que lo tornó incapaz de la estabilidad y, por tanto, del estado espíritu exigido por la contemplación. Esta, junto con muchas otras prácticas de la Religión, fue siendo cada vez más relegada a un segundo plano, hasta disociarse completamente de la vida cotidiana:

En el fondo, se trataba de un laicismo que no consistía apenas en silenciar los temas referentes a Dios y al mundo sobrenatural, sino en presentar una visión de las actividades del hombre delante de la cual la Religión era considerada una cosa con ‘la quale o senza la quale il mondo va tale e quale’ [con la cual o sin la cual el mundo continúa tal y cual]. [5]

Se rompía así, de forma más o menos explícita, la necesidad de la relación que debe existir entre las criaturas contingentes y el Creador, resultando en el mundo pragmático y materialista de nuestros días.

De hecho, aquello que Satanás promete, es exactamente lo que va a quitar: las promesas de paz y seguridad. Basta frecuentar cualquiera de los grandes centros urbanos del mundo contemporáneo: en vez de paz, se encuentra agitación; en vez de realización, frustración e infelicidad casi irreversibles. El alma que voluntariamente se entrega a este estado de espíritu se expone a recibir constantes influencias malignas.

[…] hay un ruido, un ruido ensordecedor en el mundo que seduce a las personas y estas, en tales condiciones, no escuchan la suave voz del Divino Maestro. Ese ruido, aunque pueda ser tomado en el sentido material de la palabra, antes que todo significa el tumulto de las pasiones humanas desordenadas que nos llevan a actuar y a movernos de manera igualmente desordenada. Donde una especie de perturbación difusa en las grandes ciudades, una agitación de la vida moderna y sus acontecimientos, que embriagan y fascinan inmensa parcela de los habitantes de los mayores centros urbanos. Ahora, mientras haya en un alma ese deleite con el tumultuar del siglo, algo de la delicada voz de Nuestro Señor Jesucristo no llegará hasta ella. En esta su lamentable sordez irán a chocar y detenerse las inspiraciones de la gracia. [6]

Como dice la Sagrada Escritura: «Non in commotione Dominus» (Vulgata: III Rs 19, 11) – «El Señor no está en la agitación»- y no puede ser causa de ella.

Por la Hna. Ariane Heringer Tavares, EP
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[1] SAN FRANCISCO DE SALES. Introdução à vida devota. 5.ed. Porto: Porto Médico, 1948, p.270.
[2] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Vida mecânica, vida natural. In: Catolicismo. São Paulo, n. 55, jul. 1955, [s. p.].
[3] Id. Revolução e Contra-Revolução. 5. ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p.85.
[4] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2010, v.II, p.103.
[5] Ibid. p.107.
[6] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. O partido de Jesus e o do mundo. In: Dr. Plinio. São Paulo: ano XI, n. 118. jan. 2008, p. 12.

 

 

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