Redacción (Miércoles, 28-10-2015, Gaudium Press) En medio de una fría noche de invierno, en medio de la penumbra, un violento estampido de cañón despierta a los soldados exhaustos por la larga batalla del día anterior. Por un fuerte grito del general, convocándolos a la lucha, los batallones se forman aún antes de nacer el sol. Recomienza la guerra. ¿Qué sentimientos no laten en los corazones de estos varones que están dispuestos a dar la vida en beneficio de la Santa Iglesia instituida por Nuestro Señor Jesucristo?
Uno de los soldados, con un arma en la mano derecha y el Rosario de la Santísima Virgen en la izquierda, recita en voz alta los misterios gloriosos para infundir ánimo y la certeza de la victoria en sus compañeros. Otro entona himnos de alabanzas a Aquella que es «terrible como un ejército en orden de batalla» (Cant 6, 10)
De súbito, un fuerte viento aleja la neblina de la noche, y se torna posible la visualización del nacer del astro rey, el Sol. ¡Qué consuelo para aquellas almas fatigadas que lucharon en la oscuridad! Sin embargo, más que un consuelo, ellos pueden, por algunos instantes, alejarse de aquel problema actual para contemplar la obra de arte por excelencia; como afirman algunos teólogos: el nacer del Sol es delineado por los propios Ángeles.
Imaginemos a Luis XIV, el rey sol en su grandeza. Lejos de rechazar a los campesinos que a él se acercaban, los atraía invitándolos a admirar su magnanimidad. Así es también el astro rey: grande e imponente, no rechaza, sino que atrae tanto la admiración que un poeta, viendo su grandeza y poder para prestar a cada objeto una belleza que él, de si, jamás habría de tener, exclamó: «O Soleil! toi sans qui les choses ne seraient que ce qu ‘elles sont» – Oh, sol! Sin ti las cosas no serían más que lo que son. 1
¡Ah, si los colores y las formas pudiesen hablar, si la harmonía gradual de las tonalidades diversas en el cielo produjesen sonidos, que bella sinfonía! Nuestra naturaleza humana gusta de aquello que eleva el alma, nuestros ojos gustan de contemplar aquello que sobrepasa nuestros sentidos.
Irguiendo la mirada a más allá de las brumas que caracterizan la vida en este valle de lágrimas, podemos también fijar nuestra atención en María, la Estrella que anunció el Sol de justicia, Jesucristo nuestro Salvador. A esta luz debemos entregarnos, pues por medio de las gracias que de Ella emanan, es que seremos verdaderamente aquello para lo cual Dios nos llamó. En efecto, llenos de gratitud bien podríamos decir: «Oh luz!, yo os seguiré cueste lo que cueste: por los valles, montes, desiertos e islas; por las torturas, por los abandonos y olvidos, por las persecuciones y tentaciones, por los infortunios, por las alegrías y triunfos. Yo os seguiré de tal manera que, aún en el fausto de la gloria, no me incomodaré con ella, porque solo me preocuparé contigo (…). Yo os vi, y hasta al Cielo no desearé otra cosa, porque, una vez, os contemplé». 2
No despreciemos las bellezas naturales, antes saquemos de ellas lecciones para nuestra vida. De hecho, ellas son un reflejo de nuestro Creador y, al contemplar un nacer del sol, bien podemos hacer la siguiente consideración: «Dios, Padre de toda la luz, soberanamente bueno y bello, su belleza [la del amanecer] atrae nuestro entendimiento, para que os contemple, y su bondad atrae nuestra voluntad para que os ame. Como Bello, al llenar nuestro entendimiento de delicias, derrama su amor en nuestra voluntad; como Bueno, al llenar nuestra voluntad de su amor, excita nuestro entendimiento a contemplarlo. El amor nos provoca la contemplación y la contemplación el amor; de donde se sigue que el éxtasis y el arrobamiento dependen totalmente del amor; porque es el amor que mueve el entendimiento a la contemplación y la voluntad a la unión». 3
Por la Hna. Mariella Antunes, EP
1 ROSTAND, Edmund. Himne au Soleil. In: Chantecler. Paris: Fasquelle, 1928, P. 26.
2 CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. Na vossa luz veremos a luz. In: Dr. Plinio. Sao Paulo, Ano VII, n. 80, p. 36.
3 SAO FRANCISCO DE SALES. Tratado del amor de Dios. In: Statveritas.com.ar. p. 9
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