miércoles, 27 de noviembre de 2024
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Los salmos: paradigma de la oración perfecta

Redacción (Martes, 16-06-2015, Gaudium Press) Narra el Génesis que Dios paseaba por el jardín del Edén a la hora de la brisa (cf. Gn 3, 8), y podemos imaginarlo bajando, sobre todo, para hablar y convivir con Adán. Allí tendría lugar un sublime diálogo: de Adán emanarían cánticos e himnos de alabanza al Todopoderoso, y de éste una invitación a Adán para que se elevara más en la contemplación de las cosas creadas y divinas.

El hombre es invitado a dialogar con Dios

En esa escena divisada por nuestra piedad, hallamos el aspecto más insigne de la dignidad humana, que «consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios»,1 y esto no es sino el centro de su vida espiritual: la oración.

Santa Teresa del Niño Jesús afirma que «la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el Cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio de la prueba como en medio de la alegría». 2 A través de la oración el hombre se comunica y dialoga con su Creador, porque en el corazón humano está acentuada una tendencia natural hacia Él, como corolario del inestimable don de haber sido creado a su «imagen y semejanza» (Gn 1, 26).

Partiendo de ese supuesto, podremos entender mejor la fuerza de los salmos, como verdaderos diálogos con Dios.

Constancia humilde y confiada

«Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!» (Sal 103, 1), canta el salmista. Brillan en el Antiguo Testamento, inspiradas por el Espíritu Santo que «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26), esas hermosas oraciones, que se presentan como himnos que expresan alabanza, gratitud, lamento, súplica o peticiones de perdón al Creador.

¿Pero los salmos cumplen, en su conjunto, los cinco requisitos más importantes indicados por Santo Tomás para la oración perfecta? Enseña el Doctor Angélico que ésta debe ser «confiada, recta, ordenada, devota y humilde».3 Pues bien, analicémoslo.

«Al Señor le agrada muchísimo nuestra confianza en su misericordia, porque de esta manera honramos y ensalzamos aquella su infinita bondad que quiso manifestar al mundo cuando nos creó».4 De hecho, para que la súplica obtenga mayor resultado, en ella debe trasparecer una confianza toda amorosa y humilde para provocar la misericordia de Dios: «me invocará y lo escucharé» (Sal 90, 15).

Por lo tanto, «los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados. Parece como si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se complace en los humildes? ¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que os hagan volver más de una vez para la misma cosa? Es tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos».5

Modelos preclaros de constancia humilde y confiada son los salmos, en los que se entrevé la esperanza del salmista a clamar y a elevar al Cielo su plegaria, implorando al Todopoderoso, por muy malas que sean las circunstancias en que esté inmersa el alma. Es por eso por lo que canta el rey y profeta David: «Piedad, Señor, que estoy en peligro; se consumen de dolor mis ojos, mi garganta y mis entrañas. Mi vida se gasta en el dolor, mis años en los gemidos; mi vigor decae con las penas, mis huesos se consumen. […] Pero yo confío en ti, Señor; te digo: ‘Tú eres mi Dios’ » (Sal 30, 10-11.15).

¿Qué hay de más bello y atrayente a los ojos del Señor que el corazón de un hijo, cuya confianza es la fina punta de la esperanza crepitando dentro de sí? «Cuando estamos esperanzados en una cosa, tenemos la alegría y la convicción de que algo bueno va a venirnos. Esa confianza es la que da fuerzas a nuestras almas para caminar hacia adelante».6

Voluntad pronta de entregarse al servicio de Dios

Ahora bien, así como la humildad fomenta la confianza, ésta proporciona la devoción. «Correré por el camino de tus mandatos cuando me ensanches el corazón» (Sal 118, 32). El salmista canta aquí lleno del arrebato con el que el hombre experimenta un pedazo del Cielo: la virtud de la devoción. Por ella somos atizados en el fuego del amor divino y recibimos un nuevo aliento para actuar de acuerdo con las vías de lo sobrenatural, como asegura Santo Tomás: «la devoción no es otra cosa que una voluntad pronta de entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios».7

Una vez poseedora de tan gran beneficio, el alma no duda en pedir lo que más le conviene y, en realidad, sólo desea lo que es lícito y ordenado. Por consiguiente, «las cosas que Él mismo nos enseñó a pedir, rectísimamente se piden».8 ¿Y qué es lo que estimula a Dios? El deseo de la santidad y de la unión íntima con Él, para preferir las cosas celestiales a las terrenas. No es otra la voz del salmista: «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío» (Sal 41, 2).

«Qué bonita la comparación: una fuente que brota y Dios, ¡que lo hizo ‘brotar’ todo de la nada! ¡Qué majestuoso es esto! La fuente es un signo de Dios. Así como el ciervo que corre velozmente encuentra una fuente y se detiene, para saciarse, así nuestra alma, corriendo por los caminos de la vida, tiene sed de Dios. Y nuestra alma se para delante de Dios y ‘bebe’ «.9

Fundamento para la vida espiritual

Los salmos, síntesis de la experiencia religiosa del pueblo israelita en el Antiguo Testamento, merecen que sean perpetuados en la Iglesia, por tanto, como paradigma de la oración perfecta, auténticos diálogos con el Creador. También son un fundamento para nuestra vida espiritual, porque sus elocuentes plegarias nos dan, ante todo, el apoyo para no perder nunca de vista, cada día, nuestro destino.

Por la Hna. María Cecilia Lins Brandao Veas, EP

(Revista Heraldos del Evangelio – Febrero 2015)

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1 CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, n.º 19.
2 SANTA TERESA DE LISIEUX. Historia de un alma. Manuscrito C.
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. In orationem dominicam. Prooemium.
4 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Del gran medio de la oración. P. I, c. 3.
5 SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. El abandono confiado a la Divina Providencia. 2.ª ed. Barcelona: Balmes, 1993, p. 48.
6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. A Europa vista pelo prisma de um menino inocente. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año II. N.º 17 (Agosto, 1999); p. 2.
7 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 82, a. 1.
8 SANTO TOMÁS DE AQUINO. In orationem dominicam. Prooemium.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. As realidades visíveis, sinais de realidades invisíveis. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año V. N.º 49 (Abril, 2002); p. 25.

 

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