lunes, 25 de noviembre de 2024
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Las calles empedradas de un pueblo de montañas

Villa de Leyva (Jueves, 07-20-2019, Gaudium Press) ¿La luz eléctrica es un avance? Por orate sería tenido el que dijese que no. Pero cuando uno va a pueblitos como el de Villa de Leyva, en Colombia, la certeza empieza a flaquear.

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No es que en Villa de Leyva no haya luz eléctrica, sino que allá la luz es respetuosa, se parece más a la matizada y delicada luz del fuego, esa que no mata los lindos ‘espíritus’ que hay detrás de las cosas, que no aniquila lo que Plinio Corrêa de Oliveira llamaba los ‘imponderables’, eso que se evoca a partir de los elementos materiales ‘ponderables’.

Ya va entrando la noche en la gigantesca Plaza de Armas de piedras de la Villa de Nuestra Señora de Santa María de Leyva, en pleno centro de Colombia. El azul cobalto cede terreno ante el azul de medianoche y las sutiles luces refulgen cada vez más a lado y lado del modesto pero caballeresco templo. La impresión es que un mar de piedras desemboca lento en el pórtico de la iglesia; de hecho, la Plaza de Armas de Villa de Leyva es una de las más grandes y hermosas de América.

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La noche avanza y su oscuridad cubre el firmamento, permitiendo cada vez más el desfile de esos titulados ‘imponderables’. El deseo es de caminar, y a medida que se acumulan los pasos nos vamos nutriendo con la calma y estabilidad eterna de las piedras seculares, con la fuerte pureza de los blanquecinos muros de un convento como el de las Carmelitas; caminar y alimentarse de las olas benditas que parten de la estatua de una central Virgen Madre en pedestal.

Y el deseo es el de seguir transitando por las piedras irregulares, de pronto con un rosario en mano a ver si vamos saldando las muchas deudas con la Virgen, y luego descubrir jubilosos que al fondo hay algún comercio donde tal vez podremos comprar algo que nos recuerde -en los días futuros de nuestra agitada vida- aquella maravillosa estadía que un día vivimos en un pueblo de calles empedradas.

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Y por qué no pensar que al final de ‘río’ empedrado tal vez haya un café donde reposar un poco mientras se van decantando las luminosas impresiones de unas calles libres de brutas luces de neón, calles dando a ventanales de vieja madera coronados con tejas de roja arcilla que recuerdan a la vieja, calumniada y siempre señorial y altiva España.

Para finalmente entrar en ese café deseado y encontrado y ver de pronto unos barriles que recuerdan los tiempos en que la Coca Cola no había reemplazado el vino, en que los snacks no habían subyugado al buen chocolate con sus buenas viandas, café donde de pronto hallaríamos a unas buenas gentes, con las cuales se podría a lo mejor trabar una buena prosa.

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El problema de ir y perderse unos días en sitios como Villa de Leyva es el contraste tan brutal cuando se regresa al mundo del neón y del tráfico a caudal. Es como hacer una estadía en el paraíso para regresar a la sensación del infierno. Muy iluminado pero medio infernal.

Y quedar con la amarga sensación de que no todo lo que se llama progreso es tan bueno; ni todo lo que se tilda como atraso es tan malo. Y proclamarse hacia los adentros, pero luego también hacia afuera, que en los tiempos en que cuando Cristo estaba más presente en las conciencias, las calles no tenían ni autos rutilantes ni semáforos titilantes, pero estaban repletas de mucho encanto, de mucha paz.

Por Saúl Castiblanco

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