lunes, 25 de noviembre de 2024
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Rompiendo la armonía de la arboleda

Redacción (Martes, 13-11-2018, Gaudium Press) Sucedió un día que los árboles del bosque de la montaña, comenzaron unas de sus habituales conversas aprovechando el paso del viento, esta vez un tanto preocupados. Uno de ellos, viejo roble pero de robustez realmente envidiable, dijo creer que aquello podía ser un pariente lejano suyo, pues era evidente que iba a ser muy fuerte. Sin embargo el abedul le hizo ver con mucho respeto y amabilidad que eso no tenía tronco, ni ramas, ni hojas. Y que lo que parecían ramas, se entrelazaban unas a otras de forma muy extraña. El hierático y siempre muy perfumado eucalipto complemento esta observación añadiendo que a él con certeza le parecía que eso no era ningún tipo de árbol. No es de nuestro género, dijo, y veo que ese su presunto ramaje tan geométrico y rígido no servirá para nada en este nuestro bosque, concluyó. Estoy de acuerdo, dijo en voz muy alta y categórica el arce. Esa monstruosidad no puede ser un pariente nuestro.

Lo cierto es que los cuatro, de los más respetables del bosque por su edad, frondosidad y resistencia, no perdían detalle del trajinar con idas y venidas, de lo seis hombres de overol azul y casco amarillo, empecinados en levantar desde muy temprano una extraña estructura de supuestas ramas largas, duras y brillantes que acoplaban unas a otras sin que los más reconocidos árboles del bosque acataran a explicarse y a explicarle a los otros árboles y arbustos de qué se trataba el asunto.

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-Que es un árbol, es un árbol, volvió a decir el viejo roble. Pero el pino, que había estado muy callado y circunspecto, intervino con voz pausada y aristocrático acento: -Apreciado amigo, creo que nos está fallando ya la vista, y es la edad. Para mí no es un roble ni un pino por supuesto, es una novedosa especie nacional que está siendo trasplantada a este lugar sospecho que para traer el progreso.

-Así no se hacen los trasplantes, dijo de lejos un despelucado ginkgo oscuro. Pero la siempre cascarrabias encina le replicó bravucona que él no tenía por qué saber mucho de trasplantes, ya que todos ellos habían venido al lugar en forma de semilla o bulbo.

Y la discusión siguió creciendo poco a poco en aquel lenguaje fino y suave de los árboles del bosque cuando aprovechan el paso de los vientos. Sin embargo la rumorosa y mansa conversación no interrumpía para nada el trabajo apresurado de los hombres, tan indiferentes a veces a lo que los árboles del bosque susurran cuando los acaricia una brisa. Seguían y seguían acoplando piezas, martillando, atornillando y dándose mutuamente indicaciones en voz alta y un poco sobresaltada.

-El ruido es simplemente insoportable, habló otra vez el roble. Pensándolo bien, no parece ningún trasplante y menos de un pariente mío, añadió decepcionado.

La realidad era que aquello crecía y crecía a golpes de martillo y ruidos extraños en el otrora tranquilo bosque de la montaña perfumada.

-El material de ese ramaje no es como el nuestro, dijo el arce. Además, preguntó a todos, ¿dónde están la hojas? Pero la severa encina le respondió diciendo que probablemente vendrían después, y así el trasplante quedaría completo.

-¿Dará flores y frutos esta cosa? Preguntó el abedul. La encina indignándose le dijo que no lo tratara de «cosa». Pero el abedul siguió hablando como si nada y contó a todos que una vez un pajarillo, que anidaba en él, le había traído una historia muy rara acerca de unos hombres con el mismo atuendo, que venían sembrando un nuevo tipo de árboles montaña arriba y pasándoles de uno a otro unos pesados cables gruesos. Que además el pajarillo nunca les había visto ni hojas, ni flores, ni frutos.

¿Entonces qué puede ser esto? Habló una vez más el linajudo roble. Debemos averiguarlo con él mismo esta misma noche tan pronto se vayan los intrusos, añadió con voz patriarcal. ¡Son mudos y antipáticos! dijo el abedul. Mi pajarillo dice que no conversan con nadie, agregó. No hablan, no se mueven con nuestro amigo el viento, no exhalan aroma ninguno ni nuestras queridas aves pueden anidar en este tipo de «cosa», si me disculpa doña encina.

El viejo roble, el más longevo pero fuerte árbol de todo el bosque de la montaña, el primer bulbo nacido en esa tierra, el que ya había visto muchas cosas en la vida, suspiró profundamente y propuso esperar. Y a la noche, cuando la luna llegó y comenzó a bañar con luz plateada todo el bosque agradecido que la quería mucho, aquella rígida e incompatible estructura metálica definitivamente armada ya por los intrusos del casco amarillo, permaneció estática, muda, torpe y absolutamente quieta. Todos los árboles del bosque comprendieron que era inútil hacerla hablar. Despreciaba al viento.

Verificando que ya cargaba los gruesos cables de acero trenzado, los árboles se recordaron unos a otros que alguno de los hombres, habría advertido a los demás sobre la altísima peligrosidad de aquellos para árboles y animales silvestres, por lo cual debían estar muy bien asegurados. Con ese temor y advertencia, los buenos árboles del bosque entendieron que nunca más volverían a dormir tranquilos. Mucho menos lo harían los pajarillos que la miraban con desprecio, nunca se posarían a descansar en ella ni en sus horrendos cables, tampoco se les ocurriría anidar entre sus frías, rígidas, duras e inhóspitas varas de metal sin gracia. Tolerar la intrusa con resignación y mansedumbre, fue la consigna general para no obstaculizar el dicho «progreso» como se entiende hoy y no en el futuro Reino de María.

Por Antonio Borda

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