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Tempestad en el mar

Redacción (Martes, 30-10-2018, Gaudium Press) Cierto día, al caer la tarde, Jesús fue hasta el Mar de Tiberíades y ordenó a sus discípulos que tomasen un barco y lo condujesen hasta la margen opuesta. Las aguas estaban tranquilas, pero de repente se desencadenó una terrible tempestad.

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Aquel a quien hasta el viento y el mar obedecen

Es así como San Marcos narra lo ocurrido:

«Comenzó a soplar un viento muy fuerte y las olas se lanzaban dentro de la barca, de modo que la barca ya comenzaba a llenarse. Jesús estaba en la parte de atrás, durmiendo sobre una almohada. Los discípulos lo despertaron y dijeron: ‘¿Maestro, estamos pereciendo y Tú no te importas?’

«Él se levantó y ordenó al viento y al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’ El viento cesó y hubo una gran calma. Entonces Jesús preguntó a los discípulos: ‘¿Por qué sois tan miedosos? ¿Todavía no tienes fe?’ Ellos sintieron gran miedo y decían unos a otros: ‘¿Quién es este, a quien hasta el viento y el mar obedecen?'» (Mc 4, 37-41).

Ese mar tiene 12 km de ancho y 21 km de largo, y en sus márgenes «se encuentra la famosa ciudad de Magdala, en la cual María, hermana de Lázaro, decayera moralmente. Allí vivió durante años, en un castillo a orilla de las aguas, antigua propiedad de su familia». Por esa razón ella fue conocida como Magdalena.

Semejante a un fogoso corcel herido por el chicote

«Situado a más de 200 metros abajo del nivel del Mediterráneo, y como que apretado de casi todos los lados por un cinturón de montes, [el Mar de Galilea o Mar de Tiberíades] recibe sobre su lisa superficie los vientos que se precipitan desde lo alto del Hermón. Bajo este duro golpe sus aguas se revuelven y saltan como fogoso corcel herido por el chicote. Fue lo que pasó en este día en que los Apóstoles, al dejar la pequeña ensenada, vieron las aguas muy tranquilas, sin notar el menor indicio de tormenta próxima.

«Jesús aprovechó esta tranquilidad para descansar de las fatigas del día. Se extendió en la popa, apoyando la cabeza, como nota Marcos (cf. Mc 4, 38), sobre la almohada, probablemente un saquito de cuero lleno de lana, simple y tosco […]

«¡Cómo los Ángeles del Cielo deberían estar contemplando su Rey y Señor acostado sobre la dura madera: restaurando sus fuerzas con el sueño, Aquel que vigila desde toda la eternidad, vencido por la fatiga; Aquel que mueve con su dedo el universo entero!

«De súbito, se dibujó en el rostro de los Apóstoles un movimiento de inquietud; se interrumpió la conversación, se fijaron las vistas en el horizonte: su larga experiencia les hacía presentir una borrasca. Y ella se precipitó, desde luego con un ímpetu formidable.»

Esa tempestad no surgió por acaso, pues Dios es el Señor del universo. Dice el salmista: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, y por el soplo de su boca todo su ejército. Él junta las aguas del mar como en un odre, y en reservatorios encierra las olas» (Sl 32, 6-7).

Simbolismo de la tempestad

Esa borrasca es muy simbólica. Todos los hombres, buenos o malos, pasan por grandes dificultades que se asemejan a tempestades. Entretanto, la disposición de alma de unos y de otros es opuesta, conforme afirma San Agustín en este trecho que muestra el vuelo de su pensamiento:

«A pesar de [los justos y los malos] sufrir el mismo tormento, virtud y vicio no son la misma cosa. Así como con un mismo fuego el oro resplandece y la paja humea, con la misma trilladora se tritura la paja y se limpia el grano, y no se confunde el residuo de la aceituna con el aceite por haber sido prensados con el mismo peso, así también una misma adversidad prueba, purifica y mejora a los buenos, mientras reprueba, destruye y aniquila a los malos.

«Por consiguiente, en idéntica dificultad, los malos abominan a Dios y blasfeman contra Él, y los buenos lo glorifican y suplican misericordia. He aquí la importancia de la calidad, no de los tormentos, sino de los atormentados. Agitados con igual movimiento, el lodo expele un olor repelente y el ungüento, una suave fragancia.»

También la Iglesia pasó por tempestades.

«A veces fueron persecuciones declaradas y cruentas, a veces silenciosas e hipócritas. Odios mortales e ingratitudes históricas plegaron el curso de las herejías y los cismas.

«Entretanto, la Iglesia nunca dudó de Aquel que vela por su inmortal destino. Y todavía cuando Él parece dormir, hace resonar en el interior de los fieles su infalible promesa: ‘Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem sæculi – Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos’ (Mt 28, 20).»

Más fuerte, más joven y con belleza invariablemente agregada

Pero esas borrascas continúan. Es lo que afirmó Juan Pablo II, en 1981:

«Los cristianos hoy, en gran parte, se sienten perdidos, confusos, perplejos y hasta desilusionados […] Fueron difundidas verdaderas y propias herejías, en el campo dogmático y moral.»

Cuatro años después, el Cardenal Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró:
«Los resultados que se siguieron al Concilio [Vaticano II] parecen cruelmente opuestos a las expectativas de todos […] Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y, al contrario, se caminó para una disensión que – para usar las palabras de Pablo VI – pareció pasar de la autocrítica a la auto-demolición […] Se esperaba un salto para el frente y, en vez de eso, nos encontramos ante un proceso de decadencia progresiva.»

La Iglesia puede ser comparada a una barca. «Incluso en medio a los más terribles peligros, [ella] jamás va al fondo. Al contrario, como que resurge siempre más fuerte, más joven y con belleza invariablemente agregada. A cada amenaza, su gloria se eleva, por ser inquebrantable su fe.

«¡Cuán grande bendición y qué inmensurable gracia ser hijos de la Iglesia!»

Por Paulo Francisco Martos

(in «Noções de História Sagrada» – 169)

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Bibliografía

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2014, v. IV.
FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ed. Madrid: BAC, 1954, p.316-317.
A Cidade de Deus. Livro I, capítulo 8, n.2
Alocução de 6-2-1981 aos Religiosos e Sacerdotes participantes do I Congresso Nacional Italiano sobre o tema «Missões ao Povo para os Anos 80», in «L’Osservatore Romano», 7-2-1981.
Cf. MESSORI, Vittorio. A coloquio con il cardinale Ratzinger, Rapporto sulla fede. Milano: Edizioni Pauline. 1985, p. 27-28).

 

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