martes, 26 de noviembre de 2024
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Vejez y enfermedad

Redacción (Viernes, 08-05-2016, Gaudium Press) Puede ser terrible sentir de repente nuestra propia contingencia y limitaciones en una enfermedad o ya en la vejez. Hay un momento de la vida en que definitivamente nos damos cuenta que estamos agotados y el cuerpo no resistirá más. Percibimos que algo así como un conteo regresivo comienza, y en cualquier momento todo terminará con una última y definitiva enfermedad o un accidente que por doméstico que sea, podrá ser la etapa final. La medicina nos vende con las consultas a médicos, los tratamientos y los remedios, la ilusión de prolongarnos un poquito más y hacérnoslo todo menos doloroso.

Son los sedantes, los antidepresivos, los analgésicos y anestésicos que a veces vienen discretamente entremezclados con los medicamentos que tomamos, pero inexorablemente el desgaste avanza y nos es mucho más evidente cuando nos han dictaminado que es algo grave e irreversible, aquello que crudamente algunos diagnósticos y exámenes llaman «proceso degenerativo», o simplemente una agresiva enfermedad terminal.

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San Camilo de Lelis

El Cristianismo trajo al mundo pagano una respuesta a esta última etapa de la vida que ninguna de las culturas y religiones de la antigüedad -ni los judíos de aquel entonces, había dado al hombre y a la sociedad: es el momento de la preparación, purificación, reparación y recomposición de nuestra relación con Dios. Romanos, Griegos, Persas, Chinos y otros pueblos frecuentemente acudían al suicidio o entraban en un estado letárgico de indolencia que solamente se hacía soportable si la familia era rica y algún esclavo era asignado para atender al viejo o al enfermo en su mísero desgaste corporal, mugriento y desaseado sumergido en un barbitúrico cualquiera. El mundo de ultratumba les era una incógnita deprimente pues ni la filosofía les respondía. Todo eran conjeturas, suposiciones, dudas, supersticiones mitológicas a veces crueles y tenebrosas. Consta que las tribus indígenas norteamericanas y los esquimales en determinado momento no dejaban entrar ya al viejo o al enfermo a la tienda o al iglú. Debían permanecer afuera y en el invierno morir horriblemente congelados o devorados por los lobos.

San Juan de Dios y San Camilo de Lelis como otros tantos hombres y mujeres católicos, no fueron solamente innovadores asépticos reconocidos en su tiempo cuando con radicalidad resolvieron irse a vivir a los manicomios y hospitales de la época y limpiarlo todo para mayor gloria de Dios. Entre olores nauseabundos, tétricos quejidos y trágicos finales, se encerraron en vida en cuatro paredes sucias y salpicadas de dolor para atender al enfermo y al viejo intentando recuperar a unos y otros pero sobre todo preparándolos para un encuentro definitivo y grandioso que nos dará la felicidad eterna o la desgracia sin fin. Con edificante y ejemplar paciencia, iban ayudando a entender a aquellos desdichados que esa es la vida aquí en la tierra, después del nefasto pecado original y que la agobiante precariedad de una vejez o una enfermedad es la oportunidad para reparar tantos yerros, tantas segundas intenciones ocultas incluso en nuestras buenas obras, tantas equivocadas opiniones de los demás, tantas actitudes de discreta malevolencia, tantas juicios apresurados sobre nuestro prójimo, tanto pensamiento extraviado sin control, en fin tantas imperfecciones medio inconscientes a veces por debilidad de carácter o por ignorancia, cuando no por disimulada malicia, que se cuelan en nuestra vida espiritual sin darnos cuenta.

Aprender a morir de la manera que más glorifique a Dios es más que un gesto de virilidad aguerrida y caballeresca, uno de grandeza, gratitud y generosidad que nos abre de par en par las puertas de la salvación.(1)

En el epitafio de un legendario capitán católico español que murió en la guerra de Marruecos se leía: «Murió con las botas puestas, al pie del cañón, la bandera izada, el sable desenvainado y esperando sólo al enemigo». Cuando encontraron su cadáver destrozado por los alfanjes, yacían alrededor de él sus últimos soldados muertos, incluso los caballos…Él solo había enfrentado las postreras cargas de la caballería Mora.

Por Antonio Borda

(1) Heraldos del Evangelio, No.156, Julio de 2016, «Si un ángel falleciera», Pag.49.

 

 

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