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¿Busca la felicidad? No la busque porque no la encuentra

Bogotá (Jueves, 07-06-2012, Gaudium Press) El título de estas cortas y sencillas reflexiones ciertamente a muchos sorprenda porque de tal forma el hombre ansía una felicidad absoluta, de tal manera él no descansará sino solo en la beatitud total, que parece absurdo proponerle que no procure esa felicidad infinitamente deseada.

Entretanto, con toda seguridad nos ratificamos en la paradoja de nuestro título, que reformulamos aquí de la siguiente manera: Si quiere hallar la felicidad no la busque directamente. Y decimos que lo hacemos con total certeza, porque nos apoyamos -además de en la evidencia cotidiana- en la autoridad del Doctor Angélico, el doctor universal de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino.

Dice Tomás Melendo -en su excelente ensayo ‘Dimensiones de la Persona’- que el Aquinate distingue «entre dos elementos fundamentales: 1) por una parte, la perfección que alcanza el ser humano, en los distintos ámbitos en que se despliega su existencia, cuando consigue un determinado bien o fin; 2) por otra, el gozo o delectación que se deriva de semejante conquista. Lo primero -la perfección- constituye un bien que, al menos desde determinado punto de vista, cabría calificar como objetivo o, mejor, como ontológico o constitutivo, en el sentido de que pasa a crecer la vida íntima o radical de su sujeto. Lo segundo – el placer, en sus más variadas modalidades: desde el deleite fisiológico hasta la felicidad más espiritual y plena. No es sino la resonancia subjetiva de la perfección conquistada: nada más».

Basados pues en las anteriores -a la vez que simples, profundas- consideraciones, comprendemos lo absurdo que es tener como objetivo primario en la vida la búsqueda del placer por el mero placer, particularmente el placer físico, máxime a sabiendas que el hombre solo es saciado por un ‘placer’ infinito. El placer (y en este concepto englobamos el espiritual cuanto el sensible) es la consecuencia de haber encontrado un bien que nos proporciona perfección integral.

Ejemplifiquemos, para librarnos de la confusión de lo mero abstracto.

Comer un buen mango, sin defectos, ‘rozagante’, produce un sano placer. Entretanto el mango fundamentalmente nos alimenta, nos ayuda a conservar el ser, lo que es sinónimo de perfección. Pero si, buscando el mero placer -con la sed infinita característica del hombre-, comemos uno y otro y otro, la consecuencia es primero una indigestión, y luego el hastío del mango. El propio placer intemperantemente buscado se va reduciendo hasta su desaparición, y posterior frustración del «placerfilo», del amante del placer. Para muestra, las legiones crecientes de drogodependientes, verdaderos esclavos sin placer, quienes merecen toda nuestra compasión.

Pero si saliendo del plano meramente sensible, animal, pensamos en un amante de la música, podremos ver, con las diferencias propias, procesos análogos. ¿Mucho le gustó alguna pieza p. ej. de Haydn o Handel? Escúchela todos los días, a todas horas, con el deseo de repetir el placer sensitivo-espiritual que le produjo su audición primera, y más temprano que tarde ella le resultará «insípida». Entretanto pensemos que este hipotético melómano del barroco no se quedó en el mero placer auditivo, sino que quiso perfeccionar su gusto musical, y por tanto estudió ese tipo de armonías, buscó esforzadamente adiestrar su oído para percibir los delicados matices del género, etc. Ahí el placer será más profundo y constante, pues es la consecuencia de un perfeccionamiento de su sentido estético.

Algo análogo podemos decir de gustos más elevados, como por ejemplo el de la literatura, o el de una inteligencia que se introduce con denuedo por los caminos de la sana filosofía o teología.

Sin embargo, incluso los solos placeres de este último tipo, fruto de un mero esfuerzo intelectual pronto o tarde no satisfarán por completo al hombre. Mucho más profundos serán los derivados de la virtud, es decir, del ejercicio de la voluntad libre del hombre rumbo a su perfeccionamiento moral. La mayor perfección del hombre no es la que consigue en su cabeza sino en su corazón, la que le lleva a practicar el bien y a huir del mal, la que lo mueve a asumir como programa de vida los 10 mandamientos de la Ley de Dios, la perfección propia de los santos. Por ello constatamos que los santos, aún en medio de tribulaciones sin nombre, son los hombres más felices y con mayor ‘placer’ profundo -espiritual y sensible- que hubo en la Tierra.

La búsqueda de la perfección cuesta, la perfección no es fácil. Pero el premio está a la vista: el mayor ‘placer’, la mayor felicidad. Y en esta búsqueda ardua, siempre podremos contar, si lo pedimos, con el auxilio de la Gracia de Dios.

Lo anterior no significa que de tanto en vez no probemos con templanza un buen mango. Pero sin duda, esa rica fruta será más deliciosa en el casto y templado paladar de un santo.

Por Saúl Castiblanco

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