jueves, 28 de noviembre de 2024
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Ascensión del Señor: alegría de los buenos y pavor de los malos 

Redacción (Jueves, 30-01-2020, Gaudium Press) Dios aprecia de modo especial los montes.

En el Sinaí reveló los Diez Mandamientos, en el Tabor Jesús se transfiguró, en el Calvario redimió el género humano.

Y en el Monte de los Olivos, donde Nuestro Señor sudó sangre y tuvo inicio su pasión, quiso Él que se obrase su ascensión.

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Visión política y naturalista respecto a Nuestro Señor Cristo

Resurrecto, Jesús apareció diversas veces a los Apóstoles, en Jerusalén y Galilea. Una de las apariciones fue presenciada por más de quinientos discípulos reunidos (cf. I Cor 15, 6). Cuarenta días después de la resurrección, estando María Santísima acompañada por los apóstoles, discípulos y santas mujeres, todos en oración en el Cenáculo, vino el redentor.

Algunos apóstoles le preguntaron: «¿Señor, es por ventura ahora que iréis instaurar el reino de Israel?» (cf. At 1, 6). Impresiona verificar que esos hombres, incluso después de haber visto tantos milagros obrados por Jesús y confirmado su resurrección, todavía tenían una mentalidad llena de errores, pues «insistían en una visión política y naturalista de Nuestro Señor, queriendo saber si, por fin, verían la conquista de la supremacía del pueblo judío sobre todos los otros».

Solamente con la venida del Paráclito, en Pentecostés, sus almas serán radicalmente transformadas. Y el Redentor respondió: «No os cabe saber los tiempos y los momentos que el Padre determinó con su propia autoridad. Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros» (At 1, 7-8).

Después, «Jesús los llevó afuera de la ciudad, hasta cerca de Betania» (Lc 24, 50a), o sea, al Monte de los Olivos, situado a aproximadamente un kilómetro de Jerusalén.

Alegría de María Santísima y terror de los demonios

Estando todos en la cima de aquel monte, en determinado momento Nuestro Señor «extendió las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue elevado al cielo» (Lc 24, 50b-51).

Después que Él desapareció, vinieron dos ángeles que les dijeron:

«¿Hombres de Galilea, por qué estás ahí mirando para el cielo? Ese Jesús que acaba de seros arrebatado para el cielo volverá del mismo modo que lo visteis subir para el cielo» (At 1, 11).

La Ascensión del Redentor causó gran alegría a la Santísima Virgen así como a los justos. Pero en los demonios y condenados provocó terror; y las personas empedernidas en el mal que habitaban la Tierra deben haber padecido pavor, sensaciones de derrota y desespero. En el mismo lugar donde fue preso y humillado, Nuestro Señor subió majestuosamente al cielo.

Podemos sacar de esos hechos una lección.

Vemos hoy la Santa Iglesia traicionada y humillada por sus enemigos internos y externos. Pero se aproxima el Reino de María, en el cual habrá la glorificación esplendorosa de la Esposa de Cristo y el aplastamiento de todos aquellos que intentaron matarla.

Comenta el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira: «¡Es indescriptible lo que debe haber aparecido de grandeza de Él en la Ascensión! Mientras hablaba, se iba elevando lentamente. ¡A medida que se aproximaba al cielo, no llevado por ángeles, sino por su propia fuerza, iba quedando más reluciente, más majestuoso! En cierto momento, desaparece.

«Se puede imaginar la alegría de María Santísima por ver glorificado el Hijo que Ella viera tan humillado.»

El hecho de que el último acto de Nuestro Señor en esta Tierra había sido una bendición (cf. Lc 24, 50) es particularmente emocionante.

Del limbo para el cielo

Nuestro Señor Jesucristo fue para el cielo y «pasó a ocupar su lugar a la diestra del Padre como Hombre, pues como Dios ya se encontraba junto a Él desde toda la eternidad.

«Habiéndose unido a la naturaleza humana por la encarnación, deseaba que esta naturaleza, por Él representada, fuese introducida en la gloria. Hasta entonces nadie había transpuesto los umbrales del cielo, inaccesible a los hombres en consecuencia del pecado original; solo Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo y sus ángeles allá habitaban.

«Las almas de los justos permanecían en el limbo a la espera de la redención y allí mismo gozaron de la visión beatífica, al ser visitados por Nuestro Señor en el instante de su muerte. Pero solo cuando Jesús ascendió al cielo estos electos allá penetraron, llenando los lugares vacíos dejados por Lucifer y sus secuaces.»

Precedida por Nuestro Señor Jesucristo, aquella pléyade de almas santas entró a la gloria, comenzando por San José, su padre adoptivo, seguido por Adán y Eva, por los profetas, patriarcas, mártires de la Antigua Ley y una milicia de hombres y mujeres».

Jesús presente en su madre virginal

Nuestro Señor subió al cielo, pero continuó en la Tierra por la Eucaristía.

«Por lo menos a partir de la primera misa, creo que jamás Nuestro Señor dejó de estar presente en su madre virginal. Después de la ascensión, ciertamente ella pensaba: «¡Él está en el cielo, pero también aquí!»

«Los apóstoles, a su vez, con certeza pensaban en celebrar misa ya al día siguiente y recibirlo, por tiempo mayor o menor, en sus corazones. La presencia eucarística comenzaba, así, a consolar a la Iglesia de esa larga separación de muchos miles años, que cesará cuando Él venga en el día del Juicio Final.»

Todos volvieron a Jerusalén y se dirigieron al Cenáculo. Eran aproximadamente ciento veinte personas. San Pedro, entonces, dijo que era necesario que se eligiese un hombre para substituir a Judas Iscariote, el traidor. Después de rezar, tiraron la suerte y fue escogido Matías, que había acompañado a Jesús desde el inicio de su vida pública (cf. At 1, 15-26). Junto a María Santísima y otros discípulos, los apóstoles se quedaron en el Cenáculo y «estaban siempre en el Templo» (Lc 24, 53), no solo rezando, sino haciendo predicaciones.

Y en el décimo día – el quincuagésimo después de la resurrección – descendió sobre la Madre de Dios, explayándose por todos ellos, el Espíritu Santo. En el Monte de los Olivos, la Emperatriz Santa Helena, madre de Constantino, mandó construir la Basílica de la Ascensión.

Pidamos a Nuestra Señora la gracia de luchar ardorosamente por la Santa Iglesia, teniendo la certeza inamovible de que ella será en breve glorificada y sus enemigos aplastados.

Por Paulo Francisco Martos (in «Noções de História Sagrada» – 224)

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Bibliografía

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2014, v. III, p. 369.
CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Grandeza régia de Nosso Senhor Jesus Cristo. In revista Dr. Plinio, São Paulo. Ano XX, n. 236 (novembro 2017), p. 16.
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Op. cit., v. III, p. 366-367.

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