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¡Venid, Espíritu Santo!

Redacción (Viernes, 02-06-2017, Gaudium Press) – En la proximidad de la solemnidad de Pentecostés, cuando se conmemora la Venida del Divino Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, en compañía de la Virgen María, proponemos a todos la lectura del texto que hoy transcribimos.

Son extractos de un oportuno artículo publicado en la «Revista Heraldos del Evangelio».

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– ¡Espíritu de Dios, enviad de los Cielos un rayo de luz! Venid, Padre de los pobres, dad a los corazones vuestros siete dones.
¡Consuelo que calma, huésped del alma, dulce alivio, venid!

En la labor descanso, en la aflicción remanso, en el calor brisa. ¡Llenad luz bendita, llama que crepita, en lo íntimo de nosotros! Sin la luz que acude, nada el hombre puede, ningún bien hay en él. Al sucio lavad, al seco regad, curad al enfermo. Doblad lo que es duro, guiad en lo oscuro, el frío calentad. Dad a vuestra Iglesia, que espera y desea, vuestros siete dones. Dad en premio al fuerte, una santa muerte, alegría eterna». (Secuencia de la Solemnidad de Pentecostés)

-Las enseñanzas traídas por la ¬Solemnidad de Pentecostés nos ponen en la perspectiva de la enorme necesidad de crecer en la devoción al Espíritu Santo, a quien un gran teólogo del siglo XX, el padre Antonio Royo Marín, llamó del gran desconocido, y que podría también ser denominado el gran olvidado.

Espíritu Santo y Martirio de la Vida Diaria

Desde el despertar debemos pedir la intervención de Él en todas nuestras actividades del día, de acuerdo con los puntos contemplados en la Secuencia de esta Liturgia.

¡Nada puede abatir a quien está lleno del Espíritu Santo!

Si quedamos edificados con la integridad de los mártires -siempre firmes en la Fe, como fue San Lorenzo al ser quemado en la parrilla-, nosotros, aunque no hayamos pasado por suplicios como los de ellos, somos sometidos al martirio de la vida diaria, con sus decepciones, desilusiones y traumas de relacionamiento -a veces hasta dentro de la propia familia.

En cualquier circunstancia, debemos tener la certeza que la solución para todas las angustias, aflicciones o perturbaciones está en la luz del Espíritu Santo.

Si vivimos en este mundo no por la carne, sino por el Espíritu, siguiendo el consejo de San Pablo – «todos aquellos que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8, 14) -, percibiremos la insignificancia de todos los tormentos que nos asaltan ante la esperanza en la maravilla de la resurrección, cuando habremos de recuperar nuestra propia carne, finalmente gloriosa y transformada.

«Emitte Spiritum tuum et creabuntur…»

En esta Solemnidad que encierra el ciclo Pascual, debemos entregarnos por entero al Divino Espíritu Santo, suplicándole que cuide de nosotros, conforme reza la Oración del Día: «realizad ahora en el corazón de los fieles las maravillas que obrasteis al inicio de la predicación del Evangelio».

¡Deseemos con ardor participar de la misma alegría sentida por los Apóstoles en el momento de Pentecostés, en el Cenáculo! Pidamos que aquella disposición de llevar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo hasta los confines del universo se verifique también en nuestros días!

Queramos ver la faz de la Tierra incendiada por una llama de amor según las palabras de Jesús: «¿Yo vine a traer fuego a la Tierra, y que he de querer sino que ella arda?» (Lc 12, 49).

¡Es ese nuestro anhelo!

Que se esparza ese fuego con todo su esplendor, para infundir nueva vida a la Santa Iglesia: «Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem Terræ» (Sl 103, 30), y pueda Nuestra Señora proclamar:

«¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfó!».

 

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