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Le ataron las manos porque hacía el bien

Redacción (Viernes, 14-04-2017, Gaudium Press) La mano es una de las partes más expresivas y más nobles del cuerpo humano. Cuando los Pontífices y los sacerdotes bendicen, lo hacen con un gesto de manos. Cuando el hombre inocente es perseguido, se ve saturado de dolores e implora la justicia divina – su último amparo contra la maldad humana – es también con las manos que maldice. Es con las manos que padres e hijos, hermanos, esposos, se acarician en los momentos de efusión. Para rezar, el hombre junta las manos o las levanta al cielo. Cuando quiere simbolizar el poder, empuña el cetro. Cuando quiere expresar fuerza, empuña la espada.

Cuando habla a las multitudes, el orador acentúa con las manos la fuerza del raciocinio con que convence o la expresión de las palabras con que conmueve. Es con las manos que el médico administra el remedio, y el hombre caritativo socorre a los pobres, a los ancianos, a los niños.

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Y por eso los hombres besan las manos que hacen el bien y esposan las manos que practican el mal.

QUIÉN puede describir, Señor, la gloria que esas manos – ahora ensangrentadas y desfiguradas, y no obstante tan bellas y tan dignas desde los primeros días de vuestra infancia – dieron a Dios, cuando sobre ellas posaron los primeros besos de Nuestra Señora y San José? ¿Quién puede describir con cuánta ternura hicieron a María Santísima la primera caricia? ¿Con cuánta piedad se unieron por primera vez en actitud de oración? ¿Y con cuánta fuerza, cuánta nobleza, cuánta humildad trabajaron en el taller de San José?

Y estas manos que fueron tan suaves para los hombres rectos como Juan, el inocente, y Magdalena, la penitente, estas manos que fueron tan terribles para el mundo, el demonio, la carne, ¿porqué están ahí atadas y hechas carne viva? ¿Acaso será por obra de los inocentes? ¿de los penitentes? ¿o bien por obra de los que de ellas recibieron merecido castigo, y contra ese castigo se rebelaron diabólicamente?

SI, ¿por qué tanto odio, por qué tanto miedo que hizo necesario atar vuestras manos, reducir al silencio vuestra voz,
extinguir vuestra vida? ¿Fue porque alguien temiese ser curado? ¿o acariciado? ¿Quién teme acaso la salud? ¿o quién odia el cariño?

SEÑOR, para comprender esa monstruosidad, es necesario creer en el mal. Es preciso reconocer que los hombres son tales, que fácilmente su naturaleza se rebela contra el sacrificio, y que cuando siguen el camino de la rebelión, no hay infamia ni desorden de los que no sean capaces. Es necesario reconocer que vuestra Ley impone sacrificios; que es duro ser casto, ser humilde, ser honesto, y en consecuencia es duro seguir vuestra Ley. Vuestro yugo es suave, sí, y vuestra carga ligera. Pero es así, no porque no sea amargo renunciar a lo que hay en nosotros de animal y desordenado, sino porque Vos mismo nos ayudáis a hacerlo.

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Y cuando alguien os dice «no», comienza a odiaros, odiando todo el bien, toda la verdad, toda la perfección de que sois la propia personificación. Y, si no os tiene a mano bajo forma visible para descargar su odio satánico, golpea a la Iglesia, profana la Eucaristía, blasfema, propaga la inmoralidad, predica la revolución.

ESTÁIS maniatado, Jesús mío, y ¿dónde están los cojos y los paralíticos, los ciegos, los mudos que curasteis, los muertos que resucitasteis, los posesos que liberasteis, los pecadores que reerguisteis, los justos a quienes revelasteis la vida eterna?
CURIOSA PARADOJA.

Vuestros enemigos continúan temiendo vuestras manos, aunque estén atadas. Y por esto os matarán. Vuestros amigos parecen menos conscientes de vuestro poder. Y porque no confían en Vos, huyen despavoridos delante de los que os
persiguen.

¿Por qué? Aún ahí la fuerza del mal se patentiza. Vuestros enemigos aman tanto el mal, que perciben, aún bajo las humillaciones de las cuerdas que os prenden, toda la fuerza de vuestro poder… y ¡tiemblan! Para estar seguros, quieren transformar en llaga el último tejido de carne aún sano, quieren derramar la última gota de vuestra sangre, quieren veros exhalar el último aliento. Y aún así no están tranquilos. Muerto, todavía infundes terror. Es necesario lacrar vuestro sepulcro, y cercar de guardias armados vuestro cadáver. Cómo el odio al bien los hace perspicaces, al punto de percibir lo que hay de indestructible en Vos.

Y, por el contrario, los buenos no ven esto con la misma claridad. Os reputan derrotado, perdido… huyen para salvar el propio pellejo. Sólo tienen ojos, sólo tienen oídos para presentir el propio riesgo. Es que el hombre sólo es perspicaz para aquello que ama. Y si ve mejor su riesgo de que vuestro poder, es porque ama más su vida que vuestra gloria.

¡Oh, Señor, cuántas veces vuestros adversarios tiemblan delante de la Iglesia, mientras yo, miserable, viéndola maniatada
reputo todo perdido!

PERO cuánta razón tenían vuestros enemigos! Resucitasteis. No sólo las cuerdas y los clavos de nada valieron, sino que, además, ni la laja del sepulcro, ni la cárcel de la muerte os pudieron retener. ¡Sí, resucitasteis! ¡Aleluya!

Señor mío, ¡qué lección! Viendo a la Iglesia perseguida, humillada, abandonada por sus hijos, negada por las costumbres paganas y por la ciencia panteísta de hoy, amenazada de fuera por las hordas del comunismo, y por dentro por los desatinos de los que quieren pactar con el demonio, vacilo, tiemblo, juzgo todo perdido.

¡Señor, mil veces no! Vos resucitasteis por vuestra propia fuerza, y redujisteis a la nada los vínculos con que vuestros adversarios pretendían reteneros en las sombras de la muerte. Vuestra Iglesia participa de esa fuerza interior y puede en cualquier momento destruir todos los obstáculos con que la cercan. Nuestra esperanza no está en las concesiones, ni en la adaptación a los errores del siglo. Nuestra esperanza está en Vos, Señor.

Atended las súplicas de los justos que os imploran por medio de María Santísima. Enviad, oh Jesús, vuestro Espíritu, y renovaréis la faz de la Tierra.

Por Plinio Corrêa de Oliveira

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