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La importancia del afecto en el adorador

Redacción (Lunes, 04-03-2017, Gaudium Press) Enseñando a sus discípulos, Nuestro Señor utilizaba a veces términos sorprendentes y hasta duros, difíciles de entender. Es lo que vemos, por ejemplo, en el capítulo VI del Evangelio de San Juan, que nos relata la prédica que realizó en la sinagoga de Cafarnaúm. Después de haber multiplicado los panes y ante la euforia de sus seguidores por satisfacer el apetito corporal, les dijo un tanto inesperadamente: «En verdad les digo que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes» (vers. 53)

Esta afirmación provocó una verdadera consternación entre oyentes que se decían: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?» (vers. 60). Más adelante, en el vers. 66 se lee: «A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle». Lo abandonan en el momento en que Jesús les revela la maravilla de la Eucaristía que instituiría para beneficio de ellos.

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Imaginemos la escena de tensión y de espanto en la sinagoga ante semejante piedra de tropiezo puesta en el camino, ¿comer la carne del Maestro y beber su sangre? ¡Esto es una locura!

«Jesús preguntó a los Doce «¿Quieren marcharse también ustedes?» Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.» (vers. 67-69).

Este episodio deja patente la importancia de la adhesión afectiva que se debe rendir al Señor.

Sabemos que San Pedro era una persona sensible, entusiasta, lleno de afecto por su Maestro. Lo manifestaba de muchas maneras, a veces al precio de parecer exaltado e irracional. Fue precisamente el afecto que le llevó a declarar «¿a quién iríamos?». Probablemente él tampoco entendió eso de comer la carne y beber la sangre, pero como amaba al Maestro y le demostraba su amor, no se marchó.

¿Y Qué es el afecto? Es la predisposición hacia alguien o algo con amor, con cariño. Cordialidad, a su vez, es otro término afín. Significa sincera inclinación del corazón.

Evidentemente, creer y amar son cosas bien diferentes, a tal punto que se puede acreditar en algo sin amarlo. Por ejemplo, admitimos que Saturno tiene cuatro anillos, pero estamos lejos de sentir un especial atractivo o ternura por eso… Ahora, cuando hay razones para tributar una adhesión completa a una persona o a una cosa, no adherir con la mente y el corazón -o adherir mezquinamente- es una falta que puede llegar a ser grave. Tratándose del Nuestro Señor, lo será con seguridad.

La respuesta que da San Pedro denota ese aprecio por la persona de Jesús, un gusto de estar junto a Él, que va más allá del crédito que se da a las enseñanzas que propone. Los que se volvieron atrás y dejaron de seguirle, precisamente carecían de afecto; eran parte del «montón», interesados o simples curiosos.

En otro párrafo del Evangelio de San Juan se pone de manifiesto la atracción que ejercía Jesús y que algunos de sus discípulos supieron honrar: «Maestro ¿dónde vives? Les respondió: «Venid y lo veréis» Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día». (Jn. 1, 38-39). De eso se trata: de ir, de ver y de quedarse con Él. Esta forma de adhesión es muy distinta a la de estar de acuerdo o a la de no poner objeciones para estar en su compañía…

En el Calvario, en cambio, el afecto de los amigos del Señor se cohibió. Lo abandonaron porque la pasión del miedo anestesió los lazos de amistad entrañable que antes habían cultivado y experimentado, lazos que volverán a profesar después, al soplo de la gracia.

Pues bien, estas reflexiones relativas a la relación de los discípulos con Jesús durante su vida mortal, son aplicables al vínculo que un adorador establece con la Eucaristía, presencia real y misteriosa del mismo Jesús, ya glorificado.

No seremos buenos adoradores tan solo por el empeño en llenar un turno cumpliendo un compromiso asumido, o por tomar posturas corporales adecuadas como el estar de rodillas. O, inclusive, haciendo un acto de fe racional en Su presencia real. Es necesario rendirse ante la Eucaristía con un amor ferviente y agradecido, con afecto filial, hasta diríamos con sentimientos de ternura, ante un Dios que se da sin medida y se hace mi confidente sin mérito alguno de mi parte. ¿Cómo ser insensible a un tal don? ¿No es que «amor con amor se paga»?

Ahora, resulta que el amor no se fabrica ni es fruto de un esfuerzo; tampoco se impone. Es una gracia que se recibe, se acoge y se cultiva… amando. Dios toma la iniciativa de amarnos y nos infunde el amor, haciéndonos capaces de amar apasionadamente, de ser afectuosos. No solo de serlo, también de parecerlo, porque el amor se demuestra, no se comporta con rudeza, es bondadoso.

El Santísimo Sacramento no es un principio abstracto o un mero símbolo. Es Dios que se humilla y se oculta tras la apariencia de pan para hacerse alimento y darnos Vida eterna ¡que beneficio infinito!

Con un tal benefactor, no basta ser educado, hay que ser agradecido y dar muestras de afecto que, por cierto, anidan en entrañas de carne, no de piedra.

¿Cómo adorar al Santísimo sin desear y procurar una comunión íntima con el Amado? Pues esa disposición, que va más allá de un mero sentimiento ¡parte de una entrañable convicción!, nace del corazón y no de los sesos…

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

 

 

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