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La hora del beso

Redacción (Martes, 11-04-2017, Gaudium Press) El presente artículo fue publicado en 1945 en las páginas del «Legionário» (nº 659), prestigioso hebdomadario de la Arquidiócesis de San Pablo, Brasil, y contiene meditaciones apropiadas a la Semana Santa. Su autoría es de Plinio Corrêa de Oliveira:

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El Domingo de Ramos es el pórtico jubiloso que transponemos hoy para entrar en las tristezas de la Semana Santa. Y, siempre que en tierras cristianas se celebra la Pasión y Muerte del Señor, viene el recuerdo de los fieles la escena emocionante e ignominiosa, en que el hijo de la perdición muestra a los esbirros, con un beso, Aquel a quien había vendido.

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Beso de Judas y Pedro corta la oreja a Malco

En esta hora en que la malicia humana parecía haber alcanzado extremos increíbles, la misericordia de Dios súper abundaba. Dicen los autores espirituales que nadie puede calcular la intensidad de la gracia que Judas recibió y rechazó, cuando oyó de la Víctima Divina el último apelo: «Judas, ¿con un beso traicionas al Hijo del Hombre?» Hora de inmensa misericordia para con el miserable mercader, sin duda. Pero es esa hora, también, de inmensa misericordia para con nosotros. Los actos que el Divino Maestro practicó, en esa ocasión, son para nosotros enseñanzas de un valor sin límites. Paremos, para pensar en ellas un poco.

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Mucho se ha hablado sobre las treinta monedas, y sobre el beso… Hoy en día, el recuerdo de todo esto todavía es más insistentemente agudizado porque vivimos en la época de la «quinta-columna», época en que todos los ideales espirituales y temporales tienen sus «quinta-columnistas», sus «Papen» o sus «Quislings», y en que, por lo tanto, no es posible no recordar el «Quinta-Columnista» por excelencia, aquel que por precio más barato hizo el servicio mayor, con «éxito» más completo. Pero, precisamente porque el tema ya ha sido muy tratado, meditando la «hora del beso» no es del beso que vamos hablar. Cuando fue preso, Nuestro Señor practicó dos acciones aparentemente contradictorias, y es sobre esta contradicción que queremos meditar.

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La contradicción se resume en pocas palabras. De un lado, habló tan alto, aturdió tanto los oídos, que los verdugos cayeron por tierra. De otro lado, Él se dejó caer, Él mismo hasta el suelo, para tomar una oreja, y recolocarla nuevamente en el lugar. El Mismo que aterroriza, consuela. El Mismo que habla con voz insoportable para los tímpanos, reintegra una oreja cortada. ¿No hay en esto, para nosotros, alguna enseñanza?

Nuestro Señor es siempre infinitamente bueno, y fue bueno cuando dijo a los que lo buscaban, que era el Jesús de Nazaret, a quien querían, como fue bueno cuando curó la oreja de Malco. Si queremos ser buenos, debemos imitar la bondad de Nuestro Señor, y aprender con Él, que hay momentos en que es preciso saber prostrar por tierra con santa energía a los enemigos de la Fe, como hay ocasiones en que es preciso saber curar los propios males de aquellos que nos hacen mal.

¿Por qué hablo Nuestro Señor tan alto, cuando respondió «Ego Sum»? ¿Solo para aturdir físicamente a los que Lo aprehendían? Pero ¿para qué si Él Se entregaba voluntariamente a la prisión? Es que Él hablo todavía mas alto a sus corazones que a sus oídos, y si habló alto a los oídos, no fue sino para hablarles todavía más alto a los corazones. No sabemos cuál fue el provecho que aquellos hombres hicieron de la gracia que recibieron. Pero ciertamente el temor que tuvieron, cuando tumbados cayeron a la voz del Maestro, les fue salvífico como fue salvífico a Saulo, cuando la misma voz le gritó «¿Saulo, Saulo, porqué Me persigues?»

Nuestro Señor les habló alto a los oídos. Los prostró por tierra. Pero su voz que abatía cuerpos y ensordecía oídos, erguía almas que estaban prostradas, y les abría los oídos de los espíritus, que estaban sordos.

A veces, pues, para curar es necesario gritar.

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Con Malco, Nuestro Señor procedió de otra manera. Cuando le restituyo la oreja cortada por la fogosidad de Pedro, Nuestro Señor ciertamente le quería hacer un bien temporal. Pero curándole el oído, Nuestro Señor le quiso sobretodo abrir el oído del alma. Y Él mismo que a unos curara de la sordera espiritual con el sonido retumbante y divino de su voz, Él mismo curó de la misma sordera espiritual a Malco, diciéndole palabras de bondad, y restituyéndole la oreja que perdiera.

Vivimos en un siglo afectado, por cierto, por la más terrible sordera espiritual. Si hay época en que los hombres oyen la voz de Dios, es la nuestra. Si hay época en que contra ella endurezcan los corazones, es por cierto la nuestra.

El Divino Maestro nos muestra que si queremos disolver en nosotros y en el prójimo esta terrible sordera, es Él sólo el que lo puede hacer, y los medios humanos en sí mismos de nada valen.

En esta ocasión, hagamos nuestro un pedido que se encuentra en los Santos Evangelios. Cuando un ciego vio cierta vez a Nuestro Señor, le grito: «Domine, ut videam», Señor, que yo vea!

Hoy, aprovechemos las conmemoraciones de la Semana Santa para pedirle que oigamos: «Domine, ut audiam». No sabemos, en la sabiduría de su misericordia, de qué manera Nuestro Señor curará nuestra sordera espiritual. Sangramos como Malco, y estamos sordos como los verdugos. Poco nos importa que El quiera curarnos por este o aquel medio: que se cumpla su voluntad divina. Nos hable Él por la voz terrible de las pruebas y de los castigos, nos hable Él por la voz suave de las consolaciones, una cosa sobre todo Le pedimos: ¡Señor, que oigamos!

Que por lo menos nosotros, los católicos, oigamos plenamente la voz de Nuestro Señor, y que, correspondiendo en nuestra santificación interior, de modo completo e irrestricto, a las gracias que Él nos da, realicemos dentro de nosotros aquel pleno reinado de Nuestro Señor, de que los enemigos de la Iglesia parecen esperanzados de arrancar los últimos vestigios sobre la faz de la tierra.

Nuestro Señor prometió indestructibilidad a su Iglesia, y prometió que se salvaría toda alma verdaderamente fiel.
Confortados en esa esperanza, meditemos con serenidad las tristezas de estos días de universal trastorno, como las agonías de esta Semana de la Pasión. Nuestro Señor es el gran Vencedor. El vencerá, y con El vencerá a la Iglesia.
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(«O Legionário», nº 659, 25 de março de 1945)

 

 

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