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Un dedo escribiendo en la pared

Redacción (Viernes, 02-12-2016, Gaudium Press) A pesar de todas las maravillas que presenció -entre las cuales la sabiduría de Daniel, el milagro ocurrido con los tres jóvenes en la hoguera-, Nabucodonosor no se convirtió al verdadero Dios y, debido a su orgullo, será castigado.

Orgullo de Nabucodonosor

Su imperio era inmenso. Al norte de Caldea, él poseía Armenia y una parte considerable del Asia Menor; al oeste, Siria y, durante cierta época, Egipto; al sur, su poder se extendía hasta el Golfo Pérsico; al este, los medos y elamitas le eran sujetos. Poseyendo el Mar Mediterráneo y el Golfo Pérsico, Nabucodonosor tenía a su disposición todos los tesoros del mundo conocido.

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Pero era un hombre dominado por la soberbia y «los Ángeles, justamente indignados con el orgullo de Nabucodonosor, tomaron la iniciativa de pedir a Dios su castigo». Y el Altísimo atenderá ese pedido (cf. Dn 4, 21).

Antes de caer sobre él la punición, el Profeta Daniel le aconsejó reparar sus pecados, pues Nabucodonosor había cometido injusticias contra sus súbditos y saqueara pueblos extranjeros. Y «Daniel le recomienda, como medio de expiación, la virtud opuesta a ese vicio», o sea, la bondad.

Le fue concedido un año para arrepentirse, pero él continuó esclavo de su orgullo. Desde la terraza del palacio real, él contemplaba la capital y se decía a sí mismo: «¡Ahí está la gran Babilonia que construí para morada del rey, con el poder de mi autoridad y para el esplendor de mi gloria!» (Dn 4, 27). «Su orgullo desenfrenado hace que él relacione todo a sí mismo, como a un centro supremo.»

Terrible castigo

Entonces, el Rey de Babilonia fue afectado por una enfermedad mental llamada zoantropía. «Aquel que es afectado por ese mal se cree metamorfoseado en un animal cualquiera, del cual él imita los hábitos, los gritos, las actitudes».

«Él fue retirado del medio de las personas, pasó a comer capín como buey» (Dn 4, 30). A lo largo de los meses, sus cabellos se fueron tornando largos y endurecidos como plumas de águila, y sus uñas, como garras.

Pasado el tiempo fijado para el castigo, Nabucodonosor se curó y se volvió a Dios, diciendo: «¡Ahora, entonces, yo, Nabucodonosor, alabo, exalto y glorifico al Rey del cielo, porque todo lo que Él hace es honesto, sus caminos son justos, y a quien anda con soberbia Él sabe rebajar!» (Dn 4, 34).

Y vivió todavía un tiempo considerable, con esplendor, gloria y majestad, y con poder mayor que antes (cf. Dn 4, 33). Nabucodonosor edificó un palacio magnífico, murallas, canales y, según algunos autores, los Jardines Suspensos de Babilonia, considerados una de las siete maravillas del mundo antiguo.

Entretanto, no dejó de ser politeísta, aunque respetando mucho al único y verdadero Dios. Murió en Babilonia, después de 43 años de reinado, en 561 a. C. Debía tener aproximadamente 80 años de edad.

El festín sacrílego de Baltasar

En seguida, el Libro de Daniel presenta una escena pomposa y «nos conduce bruscamente de la historia de la locura del gran Rey a la última noche de Baltasar, que fue también la final de la independencia de Babilonia».

Baltasar, sucesor de Nabucodonosor, en cierta ocasión hizo un banquete en su palacio para mil funcionarios reales. Y, estando ya embriagado, mandó traer los cálices de oro y plata que habían sido retirados del Templo de Jerusalén, a fin de en ellos el Rey, los altos funcionarios y sus mujeres tomar vino. Y mientras cometían ese sacrilegio, cantaban en alabanza de sus ídolos.

La ciudad de Babilonia «estaba en este momento cercada por las tropas de Ciro; pero se creía que ella era impenetrable, y los habitantes vivían en una ciega seguridad».

Pero Dios no dejó impune ese acto sacrílego. De repente, surgió un dedo de mano humana que hizo algunos trazos en una de las paredes del palacio real. Viendo aquello, Baltasar quedó apavorado: «Su rostro cambió de color, los pensamientos se mezclaron, su espina parecía desarticularse, las rodillas golpeaban una en la otra» (Dn 5, 6). A los gritos, el Rey mandó llamar a los magos para que interpretasen las señales, pero ninguno de ellos lo consiguió.

Entonces, la reina-madre, oyendo aquel griterío, salió de sus aposentos y se dirigió al salón del banquete. Tranquilizó al Rey y le recomendó llamar a Daniel, que «poseía una inteligencia y una luz parecida con la sabiduría de los dioses» (Dn 5, 11). Baltasar, por ser hombre belicoso y pasar su vida en guerras fuera de Babilonia, no conocía a Daniel.

Increpación hecha por Daniel

Daniel, ya bastante anciano, fue traído a la presencia del Rey, el cual le prometió el manto de púrpura y el cordón de oro al cuello, tornándose la tercera autoridad en el imperio, si descifrase el sentido de las señales. El Profeta le respondió que no se interesaba por las ofrendas reales, pero haría la interpretación.

Antes, sin embargo, el Profeta increpó al Rey, diciendo que, aun conociendo el castigo infligido a Nabucodonosor, imitó el vicio capital de él, esto es, el orgullo. «Tú te juzgaste mayor que el Señor de los cielos y trajiste acá los cálices de su Templo, a fin de que tú, tus ministros, esposas y concubinas en ellos bebiesen vino». Y ridiculizó los dioses que los participantes del banquete habían adorado, despreciando al verdadero Dios «en cuyas manos está toda tu vida y todo tu camino» (Dn 5, 23).

Y Daniel afirmó que aquellos trazos representaban las palabras: contado, pesado, dividido. Y explicó: Dios contó el tiempo de tu reinado y ya acabó. Él te pesó en la balanza y te faltaba peso. Tu imperio será dividido y entregado a los medos y persas (cf. Dn 5, 26-28).

A pesar de la interpretación haber sido tan desastrosa para él, Baltasar cumplió su promesa: mandó vestir a Daniel con el manto de púrpura y colocar en su cuello el cordón de oro, proclamándolo tercera autoridad del imperio.

Pero, en esa misma noche el Rey Baltasar murió.

Por Paulo Francisco Martos

(in «Noções de História Sagrada» – 93)

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1 Cf. FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée – Le Livre de Daniel. 3. ed. Paris: Letouzey et aîné.1923, p. 258.
2 Idem, ibidem, p. 257.
3 Idem, ibidem, p. 259
4 Idem, ibidem, p. 260.
5 Idem, ibidem, p. 261.
6 Cf. FILLION, op. cit. p. 262.
7 FILLION, op. cit. p. 262.
8 Idem, ibidem, p. 263.
9 Cf. FILLION, op. cit. p. 267.
10 Cf. FILLION, op. cit. p. 268.

 

 

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