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Reformatorio de nuestro egoísmo

Redacción (Martes, 02-07-2019, Gaudium Press) Después de haber exorcizado un poseído que era sordo y mudo, e increpado a los fariseos los cuales le habían hecho una execrable acusación, Nuestro Señor afirmó:

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Pena eterna y pena temporal

Si alguien «habla contra el Espíritu Santo, no será perdonado, ni en este mundo, ni en el mundo futuro» (Mt 12, 32).

De esa afirmación del Divino Maestro, podemos deducir que ciertas faltas pueden ser perdonadas en esta Tierra, mientras que otras, en la vida futura, o sea, en el Purgatorio.

Esas almas que sufren en el Purgatorio constituyen la Iglesia que padece. Las personas fieles que están en esta Tierra, combatiendo el buen combate para recibir después el premio de la gloria (cf. II Tim 4, 7-8), forman la Iglesia militante. Y las que se encuentran en el Cielo participan de la Iglesia gloriosa.

El pecado mortal consiste, en el fondo, en el rechazo de Dios y en la adhesión desordenada a las criaturas. Quien lo practica queda sujeto a dos penas: la eterna debido a la repulsa del Creador; y la temporal por motivo de la adherencia desordenada a las criaturas.

El Bautismo perdona ambas penas. Y el Sacramento de la Reconciliación absuelve la primera, pero no siempre libra el alma totalmente de la pena temporal, pues la remisión de esta depende de la intensidad y la perfección del arrepentimiento de cada alma.

«Así, en la mayor parte de los casos, permanece pendiente una deuda que exige reparación, ya sea en la Tierra, por medio de la penitencia, ya sea en la otra vida, sometiéndose el alma a los rigores del Purgatorio».

Manchas que precisan ser extirpadas

En el momento en que la persona muere, su alma es sometida al juicio particular y recibe un especial don para iluminarle la memoria y la consciencia, recordándole todos los detalles de su vida moral y espiritual.

Aunque en la Confesión sus faltas contra Dios, así como la pena eterna de ellas decurrente, fueron perdonadas, el alma percibe que tiene manchas las cuales precisan ser eliminadas a través de la pena temporal.

Esas manchas pueden ser causadas, por ejemplo, por el deseo inmoderado de consultar internet, usar el celular; esos son factores – hay muchos otros – que forman en el individuo una mentalidad la cual hiere los principios de la Fe. Súmese a eso los criterios equivocados, los caprichos contrarios a la sabiduría. Con tales manchas, el alma «no puede estar delante de Dios y contemplarlo cara a cara, porque […] le impedirían entenderlo, amarlo y relacionarse con Él».

Otro grave defecto que mancha el alma es el egoísmo.

«Dios creó el Purgatorio, a manera de reformatorio de nuestro egoísmo, donde este es quemado en el fuego y somos reeducados en la verdadera visualización de todas las cosas y en el amor a la virtud. Concluido este período, nuestra alma está santificada y, por eso, se puede afirmar que todos los que están en el Cielo son santos».

Grandes tormentos y dos lenitivos

Según Santo Tomás de Aquino, el fuego del Purgatorio es idéntico al existente en el infierno.

«Para tener una pálida idea de cuán intenso es este calor, imaginemos una enorme hoguera y, al lado, su representación en una pintura. Si tocamos en el cuadro, este no nos quema, mientras que bastará aproximar el dedo a la hoguera verdadera para, ahí sí, experimentar un insoportable dolor.

«Pues bien, la diferencia existente entre la imagen representada en el cuadro y el fuego real es la que hay entre el fuego de este mundo y el del Purgatorio».

Afirma el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira:

«En las llamas del Purgatorio el alma tiene dos lenitivos inenarrables: primero, la certeza de que sus penas acabarán, terminando en el mar de una felicidad sin fin. Segundo, habiendo fallecido en estado de gracia, ella queda animada de una intransigencia parecida con la del propio Dios, y se quiere allí dentro, purificándose, porque merece».

Las almas del Purgatorio rezan mucho, pero los méritos de sus preces no pueden ser aplicados a ellas, y sí a los otros. Nuestros actos de piedad las alivian. Entonces, debemos ofrecer por esas almas preces, sacrificios y sobre todo Misas. Hasta incluso señales de la cruz con agua bendita pueden abreviar sus padecimientos.

Debemos evitar a toda costa el paso por el Purgatorio

Y nosotros que formamos parte de la Iglesia militante busquemos evitar el Purgatorio, obteniendo el perdón de la pena temporal, debida por nuestros pecados, por medio de oraciones, penitencias, actos de misericordia, etc., o por las indulgencias que la Iglesia nos concede.

No basta tener miedo del Infierno; es preciso también temer el Purgatorio. «Para esto debemos, antes que nada, eliminar la idea de la irrelevancia del pecado venial y tomarlo en serio como Dios lo toma, no solo esforzándonos por mantener el estado de gracia, sino procurando la santidad con una perseverancia llena de vigilancia, de amor y de recelo de aproximarnos a las ocasiones de pecado. Si una amistad, cierta situación o programa de televisión me hacen resbalar, he de huir, prefiriendo mortificarme aquí a tener que padecer en el Purgatorio. […]

«Alimentando nuestra alma por la Fe, rumbo a la eternidad, esforcémonos para llevar una vida íntegra y santa, de manera a merecer ir directo para el Cielo. […]

«Pidamos a Nuestra Señora de la Buena Muerte, así como a los Santos y los Ángeles, que nos ayuden y obtengan el favor de morir en la plenitud de la gracia que nos cabe, en la plenitud del cumplimiento de nuestra misión y en la plenitud de nuestra perfección de alma y de vida espiritual, de modo a ni siquiera conocer el Purgatorio».

Por Paulo Francisco Martos

(in «Noções de História Sagrada – 199)

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Bibliografía

Cf. CATECISMO DA IGREJA CATÓLICA, n. 1031.

Cf. SÃO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, q.86, a.4, ad 3.

CLÁ DIAS, João Scognamiglio. EP. O inédito sobre os Evangelhos. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana; São Paulo: Instituto Lumen Sapientiae, 2013.

Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, Réginald. OP. L’éternelle vie et la profondeur de l’âme. Paris: Desclée de Brouwer, 1953, p.95.

CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Espírito de justiça e misericórdia. In revista Dr. Plinio, São Paulo. Ano VIII, n. 83 (fevereiro 2005), p. 16.

 

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